En un muy sugestivo artículo publicado en la revista Foreign Affairs en el mes de abril del año 2020 el analista internacional Richard Haass sostuvo que las pandemias, como la originada por el COVID-19, tienden a acelerar el curso de la historia más que a redefinirla, dado que ninguna crisis representa por sí misma un momento crucial o una coyuntura decisiva.
Mientras leía las argumentaciones planteadas por Haass, me interrogaba si este sería el caso de América Latina, también afectada por y epicentro de la epidemia del Coronavirus. Merece ser señalado que la pandemia sorprende a la región (o a la mayor parte de ella) en un contexto caracterizado por la crisis estructural del Estado, una situación de estancamiento o recesión económica y sistemas de salud al límite en lo que respecta a la capacidad de prestación de su servicio.
Más allá de la crisis y del contexto señalado, la región padecía ya otras “pandemias” que tienden a propagarse de manera sostenida; dedicaré estas reflexiones a señalar cuatro de ellas: el deterioro del normal funcionamiento del Estado de derecho, el retorno de las fuerzas armadas, las protestas callejeras y la corrupción sistémica.
En lo referente al Estado de derecho, el autogolpe producido en Venezuela en 2017 o las crisis de carácter constitucional en Perú entre 2019/2020 y de legitimidad en Bolivia durante 2019 representan ejemplos emblemáticos de las dificultades del normal funcionamiento de las democracias, o de las variantes no competitivas de autoritarismo como Venezuela, fuera de un contexto de crónica emergencia institucional. En el caso particular de nuestro país, el dictado del decreto de necesidad y urgencia 457/2020, mediante el cual el Poder Ejecutivo asume facultades presupuestarias del Congreso, evidencia los interrogantes sobre el normal funcionamiento de la democracia y de los mecanismos de control durante y más allá de la emergencia sanitaria. La excepción deviene norma, la norma es la excepción.
En otro orden de cosas, la crónica crisis de las democracias abrió la puerta al resurgimiento de la intervención militar, no ya a través del golpe tradicional –el último intento ocurrió en Venezuela en el año 2002 contra el entonces presidente Hugo Chávez Frías y fue rápidamente sofocado– sino mediante estrategias indirectas de acción del poder militar –por ejemplo, aquella “exhortación” a preservar el orden constitucional en Brasil en 2018 durante el proceso judicial que culminó con la detención de Lula Da Silva o la “sugerencia” de renuncia al ex presidente Evo Morales en Bolivia, luego de un irregular proceso electoral en los comicios presidenciales de 2019– o iniciativas del propio poder civil –el “fervoroso” cumplimiento de la orden de destitución de Manuel Zelaya por parte del Congreso de Honduras en 2009; el otorgamiento por parte del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, al Ejército, de la facultad de realizar tareas policiales hasta el año 2024; o su participación en tareas de apoyo logístico en algunas municipios del Gran Buenos Aires como La Matanza o Quilmes en el marco de la crisis sanitaria en la Argentina–.
En lo que respecta a las protestas callejeras, cabe recordar que el año 2019 fue sumamente prolífico en la materia dentro y fuera de la región: permítanme mencionar los casos de protestas en lugares muy distantes como Hong Kong, Irán, Líbano, Francia, Ecuador o Chile, sólo para señalar algunos episodios. ¿Cuál ha sido el común denominador en todas estas movilizaciones? Muy probablemente la insatisfacción con el funcionamiento de los diferentes sistemas políticos.
¿Ha culminado la insatisfacción con el sistema político? En absoluto. La pandemia ha puesto entre paréntesis las expresiones de protesta social como así también las condiciones que las hacen propicias; en Hong Kong se ha reiniciado el camino de la movilización precisamente a partir de un conflicto contra el Estado en el cual se originó la epidemia, China. ¿Casualidad o causalidad? Asimismo, las protestas recientes en Colombia dieron lugar al reinicio de las movilizaciones ciudadanas en América Latina.
A fin de poder empezar a comprender la naturaleza del problema de la corrupción sistémica, resulta importante establecer la diferencia entre la expresión más visible del fenómeno –valijas, bolsos, garajes o cuadernos– y aquella que lo es menos y que tiene relación con tres factores estructurales que podrían explicar esta “pandemia”: la ingeniería electoral, los cambios en la actividad política resultado del impacto de las nuevas tecnologías y una más estrecha imbricación entre intereses públicos y privados, resultado del creciente intervencionismo estatal.
De acuerdo a los resultados del último reporte sobre percepción de corrupción en 180 países publicado por la organización Transparencia Internacional, a comienzos del presente año, sólo Uruguay (con 71/100 puntos, ocupando el lugar 21), Chile (con 67/100 puntos, en el puesto 26) y Costa Rica (56/100 puntos, en el lugar número 44) obtuvieron un puntaje razonable en la asignatura de la lucha contra la corrupción en América Latina.
Podemos concluir, parafraseando a Richard Haass, que en nuestra región el COVID-19 tiende a acelerar el curso de la historia más que a redefinirla.
Sobre el cierre de estas líneas vinieron a mi memoria esas clásicas publicidades que promueven dietas de rápidos resultados para adelgazar y que apoyan la propaganda con imágenes del antes y el después de una persona que ha iniciado la dieta mágica con asombrosos resultados: el antes y el después de la pandemia no nos devolverá seguramente la imagen asombrosa de aquella publicidad en nuestra región.
Santiago C. Leiras es politólogo, Doctor en América Latina Contemporánea por el IUOG de España y Docente Investigador de UBA
* Versión adaptada y resumida del artículo publicado en la revista Ecuador Debate en el número 112 de abril de 2021. Centro Andino de Acción Popular (CAAP). Quito.