Sobre vida y guerras de Napoléon

A 200 años de su muerte en una isla perdida del Atlántico, el 5 de mayo de 1821, emerge de nuevo la figura de Napoleón Bonaparte, el excepcional estratega y estadista que estuvo a punto de unificar Europa expandiendo la bandera francesa, el ascenso social de plebeyos y burgueses, el uso de la vacuna contra la viruela y un poco de orden en las oficinas públicas.  Francia revalúa su legado a la luz de este siglo, París destaca sus arcos, el de Triunfo y el del Carrousel, vecino al Louvre, y el recién restaurado mausoleo bajo la cúpula de la iglesia del Dome. Y Ajaccio, su pueblo natal de Córcega, le dedica todo un año de conferencias, conciertos, exposiciones, y hasta un certamen gastronómico centrado en las recetas de su época. También un ciclo de cine, que culminará en octubre con la versión restaurada del clásico mudo de Abel Gance Napoléon (con acento en la e, según consta en el acta de bautismo).

Rodado en 1927, este film sigue siendo apabullante. Gance lo anunció desde lo alto de la Torre Eiffel, lo llenó de vigor, despliegues de toda clase, admirables efectos con cámaras especialmente fabricadas, y un final a tres pantallas que se anticipó 25 años al cinerama norteamericano. La llegada del cine sonoro le jugó en contra, pero él mismo le puso voces en 1935 y lo reeditó con cambios y agregados en 1971, bajo el título Bonaparte et la révolution. Con el tiempo, Claude Lelouch, Francis F. Coppola y otros grandes reivindicaron y restauraron la versión muda, y ahora lo hacen conjuntamente Netflix y Cinemateca Francesa. Mucha gente la descubrirá entonces en su pantalla hogareña, pero esta obra merece verse en pantalla grande y con orquesta en vivo, como fue en su tiempo, y como aún se hace en funciones excepcionales. Dura lo suyo, pero es una experiencia única.

Acaso también merezca restaurarse otra superproducción de Gance, cierto que menor, Austerlitz, 1960, celebración de la batalla en que Napoleón derrotó a los ejércitos conjuntos de tres imperios enemigos. O, al menos, rescatar la figura de su coguionista y asistente de dirección, la marplatense Nelly Kaplan, que también interpreta a Madame Recamier, y luego hizo un par de buenos documentales sobre su maestro, amén de otras cuantas labores. Pocos años antes, Kaplan había ido a un congreso de cinematecas representando a la Argentina. Se enamoró de París y allí se instaló el resto de su vida. Pero volvamos al motivo de esta nota.

Otro maestro, Sacha Guitry, más dado a la comedia que al drama, hizo en 1955 un Napoléon según el punto de vista del acomodaticio y brillante canciller Talleyrand. Y Sergei Bondarchuk, en 1970, un Waterloo de espíritu coral y gran espectáculo como solo él podía hacerlo, después de haberse ganado el prestigio internacional con su hermosa versión de La guerra y la paz, muy distinta a la hollywoodense de King Vidor. Más cerca, se destaca la miniserie Napoléon et l’Europe, cuyo último capítulo, centrado en el destierro, estuvo a cargo del director católico Krzysztoff Zanussi.      

Mujeres y seguidores

Ese destierro, en una isla perdida del Atlántico, dio lugar a una linda historia romántica, María Walewska, con Greta Garbo, y a otras no tan románticas pero bastante humanas, como Napoleon auf St. Helena, de Lupu Pick, Alemania, sobre un texto de Abel Gance; Monsieur N., francesa; y Las nuevas ropas del emperador, donde sus fieles intentan rescatarlo cambiándolo por un doble, según novela de Simon Leys. Amores anteriores aparecen en Desirée, con Jean Simmons, la misma de Espartaco; y en Napoleon and Josephine, con Jacqueline Bisset, una actriz mucho más linda que la emperatriz verdadera. El cine siempre tiende a embellecer la realidad, por eso muchos lo prefieren. Pero habíamos mencionado a los fieles.

Hay en esto una obra notable, Los duelistas, ópera prima de Ridley Scott, sobre novela breve de Joseph Conrad. Un oficialito vulgar, sanguíneo, prepotente, reta a otro de igual rango pero fino, disciplinado, profesional. Ambos pertenecen al ejército napoleónico, pero son de origen y aspiraciones muy disímiles. Su enfrentamiento seguirá a lo largo de toda la campaña, ninguno de los dos ha de morir, pero uno habrá de terminar como su líder, en una última imagen que es todo un símbolo de lo que fue ese ejército, su ilusión de triunfo y su castigo.

Y luego está Madame Sans-Gené, con el personaje de la mujer de pueblo que entra en la corte del emperador y tras varias circunstancias enojosas termina siendo reconocida como una leal heroína en acto público. Hay versiones con Gloria Swanson, Arletty, Sofía Loren, Mathilde Seigner y otras, pero preferimos la humorística de Luis César Amadori con Niní Marshall (premio de Cronistas por esta actuación), escrita por Conrado Nalé Roxlo según la obra de teatro original de Victorien Sardou. Habrá mejores, pero Niní Marshall todavía nos regocija, y Amadori en aquel entonces tenía buena mano.

Cabe un detalle: hubo una verdadera madame Sans-Gené (término que podría ser libremente traducido como “señora sin vueltas”, o “sin pelos en la lengua”). Se llamaba Marie-Therese Figueur, pero no fue lavandera como la de Sardou, sino soldado de a caballo y sable en mano. Entró a los 17 años en el ejército realista, donde llegaron a registrarse unas 80 amazonas como ella (en efecto, la espadachina lady Oscar de Riyoko Ikeda y Jacques Demy tiene cierta base histórica). La Revolución Francesa prohibió la presencia de mujeres militares, pero ella tenía tanto carácter que decidieron incorporarla. Pasó luego al ejército napoleónico, donde hizo tres campañas, hasta que después de Waterloo, llena de aventuras y cicatrices, recibió una pensión como suboficial retirada tras 20 años de servicio, dictó sus memorias y puso una fonda con Jeanne-Genevieve Labrosse, otra mujer más que singular: fue la primera paracaidista del mundo.  

Labrosse subía con su marido en un globo aerostático y a los 900 metros, o más, se tiraba, ante el asombro del público de París, Londres y otras ciudades. El paracaídas, antecesor de los actuales, era una invención de su marido, André-Jacques Garnerin. A la hora de poner la fonda, ambas mujeres habían quedado viudas, aunque del esposo de la sargento Figueur no se sabe ni el nombre. Sólo que también era militar, y que tuvo la valentía de casarse con ella.

Desde otras veredas                                                           Mencionamos Londres. Los ingleses han dedicado muchas películas sobre aquellos tiempos de guerra, por supuesto que para exaltar a los suyos. Ejemplos de lo dicho, Trafalgar, Lady Hamilton, las varias cintas de aventuras del fusilero Richard Sharpe, creación del novelista Bernard Cornwell, o las del marino Horatio Hornblower (que Gregory Peck encarnó en 1951 como El conquistador de los mares), sobre historias de C.S. Forester. La unidad anglo-portuguesa frente al avance francés revive en Linhas de Wellington, de la chilena Valeria Sarmiento, y la resistencia española en Los fantasmas de Goya, del checo Milos Forman, y en Sangre de mayo, de José Luis Garci. Antes fue la polaca Pan Tadeusz, del maestro Andrzej Wajda, y mucho antes, Kolberg, de Veit Harlan, superproducción nazi destinada a incentivar a los alemanes frente al avance de los aliados.

En 1815 la ciudad de Kolberg había resistido heroicamente el avance de las tropas napoleónicas, hasta caer vencida. En cambio en la película los vencidos eran los invasores. Así lo dispuso Joseph Goebbels, ministro de Ilustración Pública y Propaganda del régimen nazi. La obra se estrenó el 30 de enero de 1945 en unas pocas salas. ¿Sirvió como incentivo patriótico? Solo un mes y medio después, luego de otra resistencia heroica, Kolberg se rindió, esta vez a los rusos. Y el 2 de mayo se rindió Berlín. Un día antes Goebbels y su esposa envenenaron a sus hijos y se mataron, siguiendo a su líder Adolf Hitler, otro que también había querido unificar Europa bajo su mando.

¿Cuál es, finalmente, el legado de Napoleón? Un balance parcial, agridulce, lo dio Youssef Chahine con su Adiós, Bonaparte, relato de la amistad de un niño con el ingeniero militar Louis Marie Caffarelli, miembro del Institut d’Egypte impulsado por Napoleón para la modernización de la zona y el desarrollo de la egiptología. Con este último propósito, y ya bajo el auspicio de autoridades locales, ese instituto sigue hasta nuestros días. ¿Pero era necesario entrar a sangre y fuego hasta en aquellos arenales? ¿De qué sirvieron las guerras napoleónicas? En general, ¿de qué sirven las guerras?

La Iglesia del Dome que guarda los restos mortales de Napoleón y otras figuras militares, así como el Museo del Ejército, que conserva algunos de sus objetos personales (y  su caballo embalsamado) forman parte de un enorme complejo llamado Hótel National des Invalides, un asilo para veteranos de guerra creado por el rey Luis XIV, el Rey Sol. Georges Franju le dedicó un corto documental, Hotel des Invalides, cargado de triste y ácida ironía. Allá, en una parte, una niña va saltando muy contenta delante de un anciano con pata de palo, que camina dificultosamente hacia la Iglesia de San Luis, llamada “la iglesia de los soldados”, donde se encuentra con otros veteranos. Por caridad, no vamos a describir los rostros que la cámara muestra.                                                                                      

Colofón

Arriba ese ánimo. Recordemos también las comedias como La balada del húsar, de Eldar Ryazanov; Sabotage!, de los hermanos vascos Ibarretxe; Io e Napoleone, de Paolo Virzi; y otra de Amadori, Napoleón, con Pepe Arias, aunque de común con el emperador sólo tiene el nombre, y la mala suerte.

Y una última ironía: entre los tantos, buenos y robustos intérpretes de Napoleón en el cine, como Albert Dieudonné, Charles Boyer, Marlon Brando, Rod Steiger, Daniel Auteuil, en fin, entre tantos, aparece Herbert Lom en La guerra y la paz, de King Vidor. Pero nadie lo recuerda por ese papel, ni por otros. Herbert Lom sólo ha pasado a la posteridad como el sufrido jefe del inspector Clouseau que hacía Peter Sellers en un gozoso puñado de comedias. Pero qué lindo, al fin y al cabo, que a uno lo recuerden con una sonrisa.

1 Readers Commented

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  1. PAOK on 4 julio, 2021

    Bolches yarboclos

    Larga vida al gran Nacoleón Boinaaparte

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