La primera acepción de la palabra orar, en la definición del Diccionario de la RAE, es: “Ponerse [una persona] mental y anímicamente ante la presencia de Dios, de una divinidad, de un santo, etc., para dar gracias o pedir algún favor, o simplemente en actitud contemplativa”. Cuando se intenta profundizar en el significado del término, siempre dentro de la definición general, descubrimos que el vocablo tiene una enorme riqueza de posibilidades, enfoques e interpretaciones. Una de ellas, quizá la principal en cuanto a la frecuencia de su uso, es la que se relaciona con la petición, con la acción de “pedir a Dios”: la llamada oración de petición.
Cuando se plantea el tema de la oración de petición es natural que se produzcan diferentes reacciones. Sin embargo, antes de intentar analizarlas es imprescindible trazar una línea de conexión con un hecho fundamental sobre el que giran, se apoyan, confluyen y derivan todas las variables del análisis: Dios es puro amor entregado sin reservas, que no quiere ni permite el mal. El teólogo y padre gallego Andrés Torres Queiruga, siempre en un lenguaje antropomórfico, ha lacrado, de manera personal y original, un principio fundamental: “Dios no sabe, ni quiere, ni puede hacer otra cosa más que amar, porque Él mismo consiste en estar amando”. Y es desde este principio base que se atreve a concluir que “no es necesario pedirle nada a Dios, porque Él ya nos lo está dando todo”.
A menudo, decir que no se cree necesaria la oración de petición produce enojo, irritación e incluso agresividad. Algunas veces desencadena una emoción personal, de quien se siente cuestionado y agredido en algo muy íntimo; otras, una doctrinal, de quien siente amenazado el núcleo de su experiencia cristiana y más aún, de la misma fe en Dios. Ante la emoción doctrinal, el diálogo posterior resultará difícil, sino imposible.
Lo verdaderamente importante es acoger a Dios tal como Él se nos revela y preservar la originalidad de su amor, aunque esto suponga quebrar rutinas psicológicas.
No pretendemos aquí juzgar conductas ni intenciones, mucho menos descalificarlas. Sólo se intenta afinar la experiencia de la oración y contribuir de algún modo a una vida religiosa más rica e intensa, conservando –a la vez, enriqueciendo– lo mejor de lo que hasta ahora se hacía. Por eso mismo, cuestionar la oración de petición únicamente pretende ser un medio para proteger y fomentar la oración en sí misma, de la que la de petición es apenas una modalidad muy concreta, entre otras muchas. No se trata entonces, de orar menos, sino más y mejor.
Tampoco se pretende negar el verdadero valor ni los méritos históricos de la oración de petición, que ha dejado admirables ejemplos de piedad personal y colectiva, y sigue siendo motivación y vehículo de profundas experiencias religiosas.
Los hombres y mujeres actuales no somos mejores que nuestros antepasados, ni superiores; estamos simplemente viviendo un momento histórico distinto, con cambios culturales profundos. Esto no obedece a la voluntad de nadie, es sencillamente algo que está allí y nos desafía a todos.
Hoy se constata fácilmente que en la vida misma de los creyentes la oración de petición ha ido reduciendo en alguna medida su espacio, pasando de las necesidades materiales a las espirituales. Otro cambio positivo es que en muchos casos la petición va cediendo lentamente ante otras modalidades de oración: de acogida, alabanza, acción de gracias, comunión y comunicación profunda a través de la meditación y la contemplación.
Más allá de la petición
¿Tiene sentido pedir a un Dios que es amor permanentemente entregado?
Del dios en quien creemos, del dios a quien se reza, depende el modo de rezar. La pregunta que introduce este párrafo debe ser enunciada desde la plenitud positiva de Dios y no desde las objeciones que habitualmente sustenta la defensa de la oración de petición. El Dios de Jesús, el Abba, es decir, padre-madre, que ama sin límite ni medida y perdona incondicionalmente, que “cuando todavía éramos pecadores” (Romanos 5,8)nos entregó a su Hijo, que nos lo ha dado todo, que sigue siempre presente y operante en el mundo y en la vida (“Mi Padre trabaja siempre y Yo también…” Juan 5,17), ante ese Dios ¿tiene algún sentido la petición?
Es imprescindible que nuestra oración se oriente y responda a lo que Dios es y quiere ser para nosotros; respetar entonces, la irrestricta generosidad de su amor y la exquisita delicadeza de su oferta. En definitiva, se trata de ejercer consciente y respetuosamente nuestra relación de creaturas necesitadas de salvación, acomodándonos a cómo el Creador realiza su entrega salvadora.
Desde el Abba evangélico vemos al Creador como quien ha hecho al hombre por amor –solamente por amor– y no precisamente para que “sirva” a Dios. Dios lo crea y lo sostiene permanentemente en el Ser, con la única y exclusiva preocupación de hacerlo avanzar, apoyándolo y sosteniéndolo en su esfuerzo por una realización lo más plena y humana posible. Pero ese impulso respeta siempre la libertad humana ya que se ejerce como ofrecimiento gratuito. Y esa libertad es una libertad finita, jamás plenamente dueña de sí misma, continuamente sobrecargada de inercia y asediada por el instinto. Dios, que nos ha creado “sabe de qué masa estamos hechos” (1 Juan 4,8-16), para ayudarnos, potenciarnos y dinamizarnos. De tal manera que vivir auténticamente es acoger el dinamismo realizador y salvador de Dios, ser es “dejarse ser” por Él.
Vivir –vivirse– desde Dios es el gran descubrimiento de toda experiencia religiosa auténtica. El más genuino y definitivo programa de vida es abrirse a Dios, dejarse ser por Él y en Él, trabajar por la permanente fuerza salvadora de su gracia. No debemos “conquistarlo”, sino dejarnos conquistar por Él; no convencerlo, sino dejarnos convencer; no rogarle, sino oír sus ruegos. En una palabra: no pedirle, sino prestar atención a lo que Él nos está pidiendo. Por allí va la misteriosa y fascinante sugerencia del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20).
Toda oración auténtica se inserta, aunque no sea conscientemente, en ese movimiento fundamental.
La paradoja de la oración se hace patente, como dice Paul Tillich cuando comenta Romanos 8, 26-27: “La esencia de la oración es el acto que Dios está trabajando en nosotros y eleva todo nuestro ser hacia Él. El modo, la manera como esto sucede es llamado por Pablo ‘gemidos’. Gemido es una expresión de la flaqueza de nuestra existencia creatural. Sólo en términos de gemidos sin palabra podemos acercarnos a Dios e incluso estos suspiros son su obra en nosotros”.
Muchos se desconciertan y se sienten ofendidos cuando se dice que la oración de petición no es coherente con el Dios revelado en Jesús; ponen el acento en “su oración”, en la intención subjetiva con que oran, que es genuina y auténtica, sin ver que la crítica acentúa y pretende corregir la estructura objetiva de las fórmulas que expresan aquella intención.
En la vida diaria, cuando pedimos algo a alguien, inmediatamente damos por entendido dos supuestos fundamentales: en primer lugar, informar una necesidad o deseo que tenemos, luego, tratar de convencerlo para que actúe –lo cual significa, además, que pensamos que es posible que ese alguien haga lo que se le pide– y me dé aquello que le informo que deseo o necesito. En el caso de Dios, resulta obvio que el primer supuesto carece de sentido ya que Él lo conoce todo (“… el Padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan” Mateo 6, 8). El peso cae, entonces, en el segundo supuesto: lograr que Dios se decida a hacer algo porque nosotros se lo pedimos.
Si Dios está absolutamente volcado contra el mal, si no hace otra cosa más que amar, porque consiste en estar amando, es claro que Dios sólo tiene sentido en nuestra vida como salvación. Dios nos está creando por amor –la llamada creatio continua por los Padres de la Iglesia– por lo tanto está siempre haciendo todo de su parte para ayudarnos; nosotros, o las leyes del mundo somos quienes podemos impedir su amor. Pero los fallos nunca vienen de Dios; derivan de la realidad, que no puede dar más de sí misma (yo no puedo estar aquí y en París al mismo tiempo, si soy varón no tengo la suerte inmensa de ser mujer y viceversa) o de nuestra libertad, cuando le digo a Dios “no quiero”, y entonces incluso podemos producir mucho mal. Pero nunca podemos atribuírselo a Dios.
Por lo tanto, si quiero orar, por ejemplo, “para que los niños del NOA argentino no sufran hambre” y digo: “Señor, escucha y ten piedad”, y el hambre sigue, la conclusión cruda y objetiva es que Dios no escucha ni tiene piedad y, por lo tanto, no es bueno, o al menos no tan bueno; de alguna manera le estamos echando la culpa a Dios. Y algo más –y esto es muy llamativo– nosotros seríamos los buenos, porque pensamos en los niños con hambre y eso nos lleva a intentar lograr convencer a Dios para que también se compadezca y entonces solucione el problema. ¿No es esto, acaso, una verdadera perversión de la oración? Y encima no lo convencemos, porque sigue habiendo hambre en el NOA y en muchos otros lugares del mundo (y seguramente habrá siempre).
¿No será que tendríamos que orar al revés? Decir: “Señor, estás recordándonos a todos que muchos niños de la Argentina sufren hambre y nos llamás a que colaboremos con vos haciendo todo lo que podamos como individuos y como comunidad para mejorar esa situación, para cambiar la economía, para ser verdaderamente solidarios y hacernos presentes para ayudar”. Eso es lo que hacemos en definitiva cuando trabajamos en una comunidad, en Cáritas, por ejemplo, recaudando fondos u organizando grupos de trabajo y campañas para recolectar alimentos, etc… No es pidiéndole a Dios, sino escuchándolo nosotros a Él. Es Dios quien nos pide a nosotros.
Las Sagradas Escrituras nunca deben interpretarse textualmente; si así lo hiciéramos, no sería posible creer en Dios, en un dios que, por ejemplo, según los textos sagrados del Antiguo Testamento, ahogó en las aguas del Mar Rojo a un ejército entero. También hay numerosos ejemplos en el Nuevo Testamento: “Les aseguro que todo esto sucederá antes de que pase esta generación” (Lucas 21:32);en la alusión de Jesús al fin de los tiempos. O también: “por eso les digo que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de Dios”(Mateo 19:24); en este último caso, entre otras cosas, habría que comenzar por redefinir la palabra “rico”. Conviene más bien, buscar una intención más genuina a través de ese significado literal. Es cierto que en el Evangelio Jesús hace varias veces referencia a la petición “pidan y recibirán” (Mateo 7,7; Lucas 11,9; Juan 16,24);probablemente haya hablado así porque en esa época, en esa cultura, estaba muy arraigada la petición. Pero fue el mismo Jesús quien también dijo: “no hagan como los paganos… ya el Padre que está en los cielos sabe perfectamente lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan” (Mateo, 6:8).
Lo que postula Jesús, en definitiva, es la confianza absoluta en Dios; por Dios nunca queda pendiente nada por hacer; Dios es plenitud de amor y de entrega, por lo tanto, una vez que caemos en la cuenta de esto, debemos manifestar nuestra confianza, apoyarnos en Dios, dejarnos solicitar por Él y tratar de acogerlo.
También existen, dentro del evangelio, varios textos que ya no hablan de “pedir” sino de “orar”. Aunque muchas veces se conserva el sentido de pedir, o se lo toma como sinónimo de orar, no deja de ser una buena advertencia. Porque la oración bíblica es mucho más que petición: es también alabanza, admiración, acción de gracias, confianza, entrega. Todas ellas también de enorme peso religioso.
Santo Tomás expresa de manera acertada y concentrada:“Debemos rezar, no para informarle a Dios de nuestras necesidades y deseos sino para que nosotros mismos nos percatemos de que necesitamos recurrir a la asistencia divina”. Y agrega: “La oración no es ofrecida a Dios para cambiarlo [a Él], sino para excitar en nosotros la confianza de pedir, considerando su amor infinito en nosotros, porque Él quiere y sólo quiere, nuestro bien”.Es Dios, en cambio, quien, a través de su presencia permanente y de su amor infinito e incondicional, está a nuestro lado, haciéndonos ver qué es lo mejor para nosotros y cómo podemos hacer para ayudar a quien lo necesita.
El padre Torres Queiruga lo explica magistralmente recurriendo a la hermosa parábola del Buen Samaritano: hay un hombre que está desangrándose porque lo atacaron unos ladrones. Según las leyes del mundo, está condenado a morirse. Dios, que es puro amor, está haciendo todo lo posible por aquel viajero, está sosteniéndolo en su ser, está haciendo que la realidad sea curativa, intentando que la gente ayude a los que sufren, en una palabra, está amándolo con toda intensidad. Pasa por allí un sacerdote; Dios lo llama, le dice “atendé a ese hermano tuyo que está sufriendo y se está muriendo”, pero aquél no le hace caso y sigue su camino. El infortunado sigue desangrándose. Pasa entonces por allí un escriba y como Dios está trabajando continuamente en nuestro corazón, le dice “mirá, fijate, ese hermano tuyo está sufriendo, se está desangrando, va a morir”, pero el escriba tampoco escucha la voz de Dios en su interior; el otro pobre sigue desangrándose y va a morir sin remedio, porque así lo marcan las leyes de la naturaleza y Dios no interfiere desde fuera del mundo para romper esas leyes ni para torcer la libertad individual. Por fin, pasa un samaritano, acoge la llamada del Padre –el Abbá, puro amor, que le habla en su corazón a través de su ser– atiende y escucha el llamado de Dios, levanta del suelo a aquel hombre malherido y lo lleva en su caballo para hacerlo curar. Este samaritano ha realizado un verdadero milagro, porque escuchó lo que Dios le decía. Si no hubiera libertad no se habría podido producir esa curación; de haber ocurrido todo según las leyes naturales, el infausto viajero se habría desangrado y muerto inevitablemente.
Cuando una libertad humana se encamina escuchando a Dios y entra en el dinamismo creador de Dios, que crea por amor, que está permanentemente a nuestro lado, creándonos a cada instante y sosteniéndonos, pueden producirse hechos maravillosos. Pero no sucede porque lo pidamos a Dios. Al revés: es Dios quien nos pide a nosotros. Él no puede interferir y meterse alterando las leyes del mundo, irrumpiendo en su maravillosa creación; este mundo finito e imperfecto, pero que en definitiva es producto permanente de su creación. Dios no puede intervenir cada vez que alguno de nosotros hace un mal uso de su libertad; no sería lógico, no sería un obrar de Dios.
Somos nosotros quienes invariablemente debemos colaborar con Él. Imaginemos por un momento al sacerdote o al escriba de rodillas diciendo: “Señor, ayuda a ese pobre herido para que no se muera y no siga sufriendo, escucha y ten piedad”. Eso mismo es lo que tantas veces hacemos nosotros, inclusive durante la misa.
Una observación que tal vez nos ayude a echar un poco más de luz sobre el tema es que el lenguaje del deseo puede convertir lo que se lleva como petición ante el Padre. El pedido es en realidad un deseo que reconoce tácitamente la indigencia propia de quien pide y que ansía que la salud y la fraternidad del Reino se extiendan de verdad en el mundo. Entonces cabe plantearnos que en lugar de “desear pidiendo”, “deseemos deseando”: expresar el deseo de manera concreta y orientarlo en su justa dirección; esto es, orientar la mirada hacia Dios, al Dios que nos crea por amor, en cada instante, y que por eso está ya trabajando en aquello que deseamos, suscitando nuestro mismo deseo.
Cuando oremos, entonces, encaucemos nuestro psiquismo hacia la fe confiada en esa presencia permanente y activa, tratando de bendecirla, acogerla y transformarla en comunión con el Padre.
Enrique F. Capdevielle es diácono permanente.
2 Readers Commented
Join discussionHola señor
Pido una oración para obtener MPU 100 millones de ariary (dinero malgache) para estudiar en la universidad (enseñanza de televisión) y construir una casa.
Estoy de acuerdo con lo que plantea, orar es abrirse a permitir que te moldee, es ponerse en sus manos para que seas lo que estas llamada a ser y sin él no es posible.