Uno de los grandes desafíos que presenta el siglo XXI es la combinación del enorme aumento de la expectativa de vida que se experimentó en el siglo pasado, sumado a la reducción significativa del crecimiento demográfico. Yuval Noah Harari, en su libro Homo Deus, destaca el cambio de realidad: a principios del siglo XX la expectativa de vida orillaba los 40 años, para saltar a 74 en su ocaso. Refiere también que actualmente y con excepción de las situaciones de guerra, las hambrunas o pandemias, el homo sapiens está “preparado” para superar ese límite de edad en condiciones de salud.
En otras palabras: el hecho de que la segunda guerra mundial haya sido la última conflagración a escala planetaria, el descubrimiento de la penicilina en conjunto con el avance de la medicina, sumados a la capacidad tecnológica de producir más alimentos de calidad, fueron los factores que provocaron el cambio de tendencia.
Siguiendo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), el concepto de “tercera edad” surgió a partir de una definición de este organismo que consideraba “ancianos” a quienes superaban los 60 años. Con el tiempo, tal calificativo se modificó a “adultos mayores”, para referirse al mismo grupo etario, el cual, en los últimos años, se ha visto incrementado de manera relevante. En tal sentido, la OMS sostiene que entre los años 2015 y 2050, la franja de adultos mayores de 60 años respecto del total de la población se incrementará del 12% al 22%. Asimismo, en 2020, este grupo superó en número al grupo de los niños menores a cinco años. Es evidente entonces que la otrora pirámide poblacional se está modificando hacia una figura geométrica de base mucho más angosta.
Esta nueva realidad, por otra parte, no cambió de manera drástica las estructuras de protección social ideadas a lo largo del siglo XX. El ejemplo más paradigmático es la famosa Ley de Seguridad Social promulgada por Franklin Delano Roosevelt en 1935, fijando en 65 años la edad para acceder al beneficio previsto, cuando la expectativa de vida para los varones era de 58 y de 62 para las mujeres. Debe decirse que no fue un “invento” de los Estados Unidos, sino el resultado de una métrica común en los años veinte y treinta en Occidente. Tal meta fue marginalmente modificada desde entonces, generando enorme presión en los presupuestos estatales, no sólo en las jubilaciones, sino también en materia de salud y cuidados paliativos, entre otras cuestiones.
En este contexto, los sistemas previsionales del mundo están comenzando a ingresar en una situación crítica debido a la caída de los nacimientos y el incremento en la esperanza de vida. Lógicamente, cada vez es mayor el número de habitantes que cobra pensiones u otros beneficios sociales mientras que la proporción activa que hace aportes económicos al sistema tiende a reducirse.
Pero no sólo la seguridad social o los sistemas de salud se ven afectados. La interacción social se modifica día a día de manera colosal a través de las nuevas tecnologías. El acceso a los servicios públicos y privados más básicos ha comenzado a estar mediado por la inteligencia artificial, los teléfonos inteligentes e internet. La paradoja está a la vista: por una parte, los avances tecnológicos son exponenciales, pero a los adultos mayores, que son quienes necesitan con mayor intensidad tales herramientas les resultan poco amigables, o sienten que carecen de capacidades básicas y conocimientos para interactuar con ellas.
Los problemas argentinos
En la Argentina, en lo que hace a la modificación de la estructura poblacional, la situación no resulta ajena a la tendencia mundial. Las proyecciones del INDEC para el período 2010-2040 mantienen una tasa de crecimiento vegetativo decreciente, aunque positiva, que va de 11% en 2010 a 5,7% en el 2040. Por otra parte, las proyecciones del organismo en lo que hace al aumento de la esperanza de vida elevan los números desde 75 años en 2010 a 81 en 2040. Pero nuestro déficit estructural en las prestaciones de salud y seguridad social reside, además, en cuestiones distintas al cambio de la pirámide etaria descripta en el párrafo anterior, que agravan la cuestión.
Respecto de las jubilaciones, Rafael Rofman –que colabora con un artículo en esta edición de Criterio–, en un trabajo publicado en CIPPEC en diciembre de 2020 (“La movilidad en el sistema previsional argentino”), subraya que, desde fines de 1960, el sistema pasó por al menos siete sistemas de movilidad jubilatoria distintos (permanentes o transitorios), con las enormes dificultades que los cambios significan para el pago de las prestaciones de la seguridad social.
A ello debe sumarse el otorgamiento de beneficios a partir de 2005 mediante moratorias previsionales a personas que hicieron poco o ningún aporte al sistema previsional, generando así una carga adicional a un sistema que ya se encontraba exigido. Mientras que en 2005 había 3,1 millones de jubilados o pensionados, la cifra pasó a 6,8 millones en 2017.De esta forma, el déficit del sistema previsional argentino, es decir, las diferencias entre sus ingresos y egresos, ha ido aumentando en el tiempo, pasando de ser 2,4% del PBI en 2005 a 5,4% en 2018.
Un factor que afecta adversamente los ingresos del sistema es la situación de un gran número de trabajadores informales que no hacen aportes. Por otra parte, la emigración de jóvenes al exterior, que parece estar acelerándose, también causará un daño importante cuya magnitud e incidencia aún se desconoce. Finalmente, existe una multitud de regímenes especiales y de privilegio, entre los que destacan las cajas provinciales no transferidas a la Nación, que permiten la jubilación a edades tempranas y con relativamente pocos años de aporte.
De lo anterior se concluye que nuestro sistema previsional está perforado desde los ingresos, cuando alrededor del 50% de la fuerza laboral es informal; y desde los egresos, en tanto reconoce beneficios jubilatorios a quienes no realizaron aportes. De esta manera, la Administración Nacional de la Seguridad Social apela no sólo a las contribuciones patronales y de empleados registrados, así como autónomos y monotributistas, sino también a otros recursos fiscales para cumplir con los mandatos legales y constitucionales. La totalidad del impuesto al cheque y parte de los recursos de los tributos a los combustibles e IVA, por ejemplo, se destinan a ese fin. A los factores antes mencionados cabe agregar la persistente inflación que sobrevuela todas las prestaciones que provee el Estado y que constituye un gravamen implícito que permite diluir transitoriamente el déficit del gasto público, en perjuicio del ciudadano.
En otros términos: si bien la Argentina goza aún de un bono demográfico con crecimiento vegetativo positivo en los próximos 20 años, según las proyecciones del INDEC, la calidad de su sistema previsional y las severas inconsistencias que exhibe hacen que el impacto negativo sea mucho mayor. En este punto, en el trabajo de Rofman citado, se señalan las inconsistencias que tiene el sistema a la hora de planificar la actualización de las jubilaciones. Por supuesto que esto tiene que ver también, huelga decirlo, con la persistente inflación, que afecta todo el arco de prestaciones que provee el Estado por mandato constitucional.
Por todas estas razones no es sorprendente encontrar que en el Índice Global de Pensiones de Melbourne Mercer, que compara y clasifica 37 sistemas jubilatorios del mundo,cubriendo el 65% de la población mundial, la Argentina se encuentra en el anteúltimo lugar. Entre los componentes del índice, la nota más baja que obtiene la Argentina es en “sustentabilidad”.
Un horizonte posible
En el número de enero/febrero de esta revista nos referimos a un Acuerdo de Paz (en palabras de Pablo Gerchunoff) para intentar resolver los enormes problemas estructurales que tiene nuestro país. Dentro de ese imaginario pacto, la cuestión de los adultos mayores y la sustentabilidad del sistema jubilatorio no pueden quedar en un segundo plano.
Si evitamos la vocinglería que en general se escucha a la hora de debatir estos temas, donde se suspende por decreto la legislación de movilidad jubilatoria para lograr efímeros equilibrios fiscales que luego se esfuman en el congelamiento de tarifas de servicios públicos, por ejemplo, debería pensarse en algunos ejes de trabajo a largo plazo que otorguen cierta previsibilidad, consistencia y sustentabilidad a un sistema que hoy cruje.
En primer lugar, es necesario un debate serio sobre la modificación de la edad jubilatoria y la unificación de la totalidad de las distintas jubilaciones y sistemas que operan de manera deficitaria en varias áreas del Estado, de manera de evitar privilegios a sectores que hoy no parecen tener un justificativo razonable.
En segundo lugar, la estructura de moratoria previsional no resulta sustentable, y por otra parte resulta inequitativa respecto de aquellos trabajadores que aportaron durante toda una vida. No estamos diciendo en modo alguno que no pudiera pensarse en una Asignación Universal para la Tercera Edad, porque entendemos que su existencia responde a un derecho social. Lo que sostenemos es que tales prestaciones no deberían tener la categoría ni el marco normativo de las jubilaciones, de manera de separar los recursos para cada caso. La asignación que proponemos, en cambio, surgiría del presupuesto que se vota en el Congreso todos los años, en tanto que las jubilaciones correrían la suerte de un sistema previsional previsible, consistente y sustentable.
En tercer lugar, la definición de un nuevo marco regulatorio para la generación de más empleo formal de calidad resulta fundamental, para intentar mejorar la estructura de ingresos del sistema previsional. Hoy, las cargas sociales que pagan empleados y empleadores duplican las de los Estados Unidos, por poner sólo un ejemplo. Esto demuestra –al menos rudimentariamente– que la presión va hacia el trabajo formal, para financiar también las jubilaciones del informal. La suba de impuestos, por otro lado, tampoco es una alternativa real en una economía exhausta por la compleja y pesada carga tributaria existente.
En cuarto lugar, incentivar mediante exenciones impositivas la constitución y gestión de fondos privados de pensión que permitan, a quienes tengan la posibilidad, adherir a algún fondo complementario de capitalización.De alguna manera sería un incentivo a la responsabilidad personal por el propio futuro, a la promoción del ahorro y la generación de riqueza.
En fin, se trata de esbozos de líneas de acción que en modo alguno pretenden agotar el tema, pero que –como puntapié inicial– requieren una acción política consensuada y necesaria para debatirlo seriamente, con una mirada de largo plazo.
Finalmente, este desafío que nos presenta el siglo XXI precisa también una mirada holística, en donde no sólo la gestión política esté involucrada, sino también el desarrollo de bienes culturales, espirituales y sociales que orienten la mirada hacia esta realidad. La atención al tema, claro está, no es exclusiva del Estado, sino también de la sociedad civil. La iniciativa del papa Francisco, que instituyó una Jornada Mundial por los Abuelos y los Mayores, forma parte de este camino desafiante, que requiere de creatividad, solidaridad y gratitud.