Las fake news y las operaciones mediáticas son el pan nuestro de cada día, y el cambio de humor social, por ellas inducido, se va haciendo tan frecuente como lo era en la Inglaterra del 1984 de Orwell, donde la mentira es la verdad.
Es difícil prever qué efectos futuros va a tener este permanente amasar a las masas con una comunicación de dominio, aunque la fragmentación de las tribus y el fundirse en el nosotros de los populismos, podrían estar indicando las direcciones alternativas.
Hay en esto algo humano, que registra Shakespeare en el genial monólogo de Marco Antonio a la muerte de César, y algo histórico de la Modernidad.
Desde la toma de la Bastille (14 de julio de 1789), en la que había sólo siete presos, hasta la caída del muro de Berlín (9 de noviembre de 1989), lo simbólico desencadenó las mareas de la historia. Cuando se analizan algunos de estos hechos, se ve en su origen una sucesión de errores de comunicación, casi de comedia de enredos y burocracia, distantes de la épica con que fueron percibidos.

Vidas paralelas
En la Modernidad del siglo XVI son contemporáneos Tomás Moro y Nicolás Maquiavelo. El primero piensa en términos de comunidad y el segundo de Stato.
Para Moro la finalidad de una comunidad era moral: producir buenos ciudadanos. Hombres con libertad, eliminar la ociosidad, subvenir a las necesidades físicas de todos sin excesivo trabajo, abolir el derroche del lujo, mitigar las diferencias sociales y terminar con la miseria.
Tomas Moro satiriza los vicios de la vida social inglesa, relativiza la propiedad y la guerra, postula la necesidad de la tolerancia religiosa y señala el desmedido afán de lucro como fuente generadora de la miseria y del malestar social.
En Utopía (1516) es más realista que Maquiavelo; su explicación de la crisis agrícola inglesa, de las causas del robo y la indigencia, su crítica del sistema penal y el origen de las guerras fueron precisos y acertados.
Sin embargo, es Maquiavelo la voz auténtica de la época que estaba naciendo. Desde Maquiavelo, ya no interesará la vida buena y de la buena sociedad, sino la supervivencia, y la construcción de un ente político independiente de la comunidad, al que se le va considerando cada vez más como componente pasivo y amorfo, para la finalidad de acceder al poder y perpetuarse en él.
Se conserva el ejemplar de El Príncipe que anotaba minuciosamente Napoleón, hubo una escuela neo maquiavélica que optó por el fascismo y por el nacional socialismo, y del otro lado del mostrador Gramsci partirá de la obra de Maquiavelo, a la que considera como una filosofía de la praxis –el marxismo– profundizando en las realidades del poder y el consenso, desde la función de la cultura en los sistemas de poder político.
Sus trabajos sobre la “superestructura” de la sociedad, el rol de los intelectuales, de la educación y de las ideologías en la formación de las clases sociales para el mantenimiento o ruptura del orden social, son el nuevo Príncipe de nuestra Actualidad, en la que no importa lo que es, sino el valor simbólico de lo que acontece.

Visiones optimistas y pesimistas
La antropología de Moro se conoce como un optimismo moderado: el hombre es bueno, pero hay en él una tara, un quiebre, una ruptura interior, que puede hacer que no haga el bien que quiero sino el mal que no quiero.
Las antropologías optimistas han tendido a sobrevalorar la racionalidad del hombre (como John Locke, Adam Smith); otros, el proceso histórico al modo gnóstico (como Condorcet, Comte, Hegel, Marx).
Las palabras atrévete a saber, que conectan el racionalismo, la ilustración y el iluminismo, proclamaban que el hombre no era ni un ángel caído, ni un niño desvalido, sino un proyecto de civilización y adultez para la humanidad.
Esta autopercepción europea desató un inmenso poder, que trajo dominio sobre la naturaleza, riqueza material, y expansión colonial/civilizadora, del vapor, de la electricidad y de la Armada, desde Benjamin Disraeli hasta Winston Churchill, desde la reina Victoria, hasta la reina Elisabeth II.
Por su parte, en una línea que va de Maquiavelo y Hobbes, pasando por Max Weber, hasta muchos sociólogos políticos de hoy, la herida humana lo tiñe todo y la responsabilidad política es incompatible con la profesión de altos ideales para la comunidad, los hechos mandan y los valores sólo oscurecen su cruda visión.
Este proceso ambivalente, de historicismo, cientificismo y maquinismo, fue acompañado por la represión consciente del concepto “naturaleza”. La naturaleza era la que finalmente sería dominada por la civilización.
El optimismo, la ilimitada fe en la luz de la razón, y el glamour glow –que terminará siendo racista– tenían la contrapartida de negar todo lo que no fuera reductible a la racionalidad. Inclusive el abordaje freudiano, a fines del siglo XIX, se agotará en encender la luz eléctrica (la razón cientificista) en el subsuelo pasional.
La ley moral del deber y de la obligación se fue transformando en una ley del pertenecer y del qué dirán, por lo que la llamada ética victoriana entró en una crisis mortal. En el siglo XIX ya comienza lo que Nietzsche llama la trasmutación de todos los valores: el nihilismo se centrará en esta vida y en el deseo de vivirla plena e intensamente, una moral fuerte y creativa, que confiere valor supremo a la realización del hombre.
Las reacciones a la insuficiencia victoriana fueron, desde los naturalismos preservacionistas de la naturaleza, hasta los movimientos de masa gnósticos (como llama Eric Voegelin al fascismo, al nazismo y al stalinismo), con la lucida observación del teólogo reformado Karl Barth: Cuando el Cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos.

Naturaleza y valor
Hasta la segunda guerra mundial, el pensamiento euroamericano reprimió conscientemente el concepto de naturaleza de las cosas; las ideas están determinadas por el contexto social y político. Así, en 1932, sólo se disponía de procedimientos avalorativos weberianos para detener el ascenso de Hitler y hasta los juicios de Nüremberg no se dispuso de otra cosa que de la autonomía nacional para la pirámide jurídica alemana.
Surge así la insuficiencia del concepto de valor: un buen ciudadano en la Alemania de Hitler era un hombre malo en cualquier otra parte; lo que nos devuelve al problema clásico de la buena sociedad: una buena sociedad es aquella en la que un buen hombre puede ser un buen ciudadano (Leo Strauss).
A los que conspiraron y murieron por el atentado del búnker contra Hitler no les importaba si fracasaban, porque les interesaba dejar el testimonio de que también había existido una Alemania decente. Quisieron ser malos ciudadanos para ser buenos hombres.
Habíamos llegado a ese momento de la historia diciendo que nada es malo, ni nada es bueno… por naturaleza, aunque vivíamos que es preferible el agua potable a la contaminada, la justicia a la injusticia, la solidaridad al egoísmo, la libertad a la tiranía, la paz a la guerra, etc. (Mario Bunge).
Problema con el cual aquí estamos, sin saber qué hacemos… como ciudadanos, como electores, como trabajadores, como directivos, como padres y como hijos…
Para resolver la contradicción, el intento pedagógico católico ha ido por la identificación del valor con el bien, como si sólo se tratara de una nueva terminología. Con las lógicas derivaciones escolares de hablar de anti valores, como si fuera la anti materia; lo cual también es problemático, por cuanto lo que nos resulta valioso, nos resulta así porque metafísicamente se vincula con la bondad de las cosas.
Nuestra voluntad no es causa de la bondad de las cosas, sino que es movida por ella como por su objeto. Su bondad verdadera o estimada provoca el amor en nosotros. Entonces, ¿el antivalor proviene de la “antibondad”? Porque si todo lo creado es buscado, querido, sostenido en la existencia cotidiana por Dios, ¿de quién proviene la “antibondad” que hace atractivo al “antivalor”?
Tomás Moro tenía en claro otro planteo: yo puedo querer lo que quiera, lo que no puedo es hacer bueno lo que he querido. La bondad es una propiedad de la cosa, su valor es una propiedad que le asigna el sujeto, aún a lo que es bueno.
Esta potencia del sujeto, que hace a la ambigüedad de sus actos, es parte del proceso de su libertad.
La afectividad desea lo valioso, como la capacidad intuitiva sobre la riqueza de lo real, nos permite el conocimiento de lo bueno.
Pero podemos valorar lo que es bueno y podemos no valorar lo que es bueno. Como escribió Alejandro Lerner, “defender mi ideología, buena o mala pero mía”. O como declaraba Moro en el juicio: no soy quien para juzgar lo que piensa el Rey, sólo sigo lo que mi conciencia me señala.
Esta separación del valor y el bien no es relativismo, ya que lo bueno se corresponde con la verdad de las cosas; pero sí relatividad, porque lo valioso es siempre la experiencia de alguien, a cuya sensibilidad las cosas le hablan –las cosas no son mudas– y resplandecen como valiosas.

Valores y cultura
Ahora bien, hay bienes que brillan más en una época que en otra. Así podemos distinguir el ethos de una época por los valores a los que esa época es especialmente sensible. Pero aquello a lo que esa época puede no ser sensible, ¿es bueno? Porque como nos recordaba Sábato, “siempre será bueno que el hombre sea libre, siempre será bueno que no haya esclavos, siempre será bueno que no haya pueblos oprimidos, siempre será bueno que no haya persecuciones raciales, siempre será bueno que un chiquito no muera de hambre”.
Como intuimos en la experiencia ecológica, la naturaleza está allí con prescindencia de nuestra estima o amor para con ella. Lo personal nos hace individuos y sociedad, el ser sociedad es ser constructor o no de un orden humano de normalidades que nos normalizan en un ethos cultural, un sistema de conductas animado por una concepción del mundo y de la vida. Su conexión con lo natural hará a su estabilidad, y como lo sugiere La vida de los otros, a la felicidad o suicidio de sus ciudadanos.

Es decir que hay valores del hombre, por cultura –cambiantes, fluctuantes–, que pueden o no ser buenos, y hay bienes del hombre, por naturaleza –permanente, estables, transculturales y trans históricos–, a los que sólo podemos acceder culturalmente, sólo en lenguaje humano.
Esto sería una reflexión aislada sobre la realidad, si no fuera porque como explicó Leo Strauss: toda acción política está encaminada “a la conservación o al cambio. Cuando deseamos conservar tratamos de evitar el cambio hacia lo peor; cuando deseamos cambiar, tratamos de actualizar algo mejor. Toda acción política, pues, está dirigida por nuestro pensamiento sobre lo mejor y lo peor. Un pensamiento sobre lo mejor y lo peor implica, no obstante, el pensamiento sobre el bien”.
Deberíamos poder introducir en nosotros la reflexión sobre si lo que valoramos es bueno, porque para nosotros es natural ser culturales, no podemos sino ser culturales –al menos en la vida que conocemos–, no podemos dejar de actuar según lo que valoramos.
El modulor no es un hombre, sino un acceso al hombre y su dinámica. Porque la libertad del hombre se encuentra enrollada en una espiral ascendente/descendente, que según sean sus decisiones se hace mejor como hombre, o volviendo al ejemplo anterior, ¿mejor como ciudadano y peor como hombre?

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?