La inflación no sólo es una degradación en el valor del dinero que poseemos sino que también conlleva efectos destructivos sobre la economía en su conjunto, al alterar los cálculos económicos, perjudicar los contratos pactados y reducir el mercado crediticio. Podríamos recomendar muchos trabajos académicos sobre el tema. Pero es una obra literaria la que quizás más descarnadamente muestra sus efectos. Se trata de El obelisco negro (1956), una novela ambientada en la década de 1920 en una Alemania inmersa en un proceso hiperinflacionario. Su autor es Erich María Remarque –también creador de Sin novedad en el frente, pieza literaria que fuera llevada al cine por Lewis Milestone en 1930–. La obra que nos interesa aquí es un relato tragicómico, que trata en buena medida de las restricciones que sufría una pequeña empresa dedicada a la venta de placas y monumentos funerarios ante el violento cambio cotidiano en los precios. Aunque la Argentina no está en el momento en una situación hiperinflacionaria sino de alta inflación, los males descriptos son similares.
La novela de Remarque se ambienta en el pueblo ficticio de Wenderbruck en 1923, pero podríamos ubicarla en cualquier ciudad bonaerense en 2021. Los protagonistas son dos socios propietarios de la empresa y un empleado, Ludwig, que ejerce el papel de espectador y relator del drama. Lo primero que destaca Remarque es que la inflación produce un espejismo en las empresas, que parecen aumentar exitosamente sus ventas en moneda nominal, pero en realidad es a costa de crecientes pérdidas. En el primer párrafo del libro se lee: “… nuestros negocios marchan bien. El primer trimestre ha sido sumamente animado; hemos realizado ventas brillantes, y con ello, nos estamos arruinando…”. ¿Cuál era el principal problema? Que el reponer la mercadería tenía costos astronómicos, mayores a los logrados por las ventas. Por este factor la tarea de los empresarios se complicaba enormemente, ya que no bastaba hacer un cálculo simple de rentabilidad, sino que ahora debían estimar la evolución futura de los precios para concretar negocios razonables.
Como en la Argentina en el pasado y en el presente, en la novela la inflación creciente hacía que el gobierno tuviera que emitir billetes de cada vez mayor valor nominal. Uno de los socios de la empresa exclama: “Los nuevos billetes de cien mil se imprimieron hace dos semanas, pronto serán necesarios los de un millón. ¿Cuándo llegaremos a los de un billón?” En nuestro país no hace tanto el gobierno se resistía a la emisión de billetes de 1000 pesos para no reconocer la dificultad creciente de hacer transacciones con billetes de 100 pesos. Obviamente que si el proceso sigue o se acelera se necesitarán en un futuro no lejano billetes de 5000 y 10000 pesos.
En Alemania, en 1923, la moneda de referencia dejó de ser la local (el marco) y ese lugar lo ocupó el dólar norteamericano, cuyo valor todos parecían tomar como referencia para establecer los precios. Esto llevaba a un frenético seguimiento de su cotización a lo largo de cada jornada para así poder determinar el importe real de los otros bienes o remuneraciones. El único descanso para los actores económicos ocurría durante el domingo, cuando la divisa no se transaba. En la novela una prostituta informa a un cliente que sus servicios costarán 60.000 marcos, por la cotización esperada del dólar. Ante la reacción negativa de su cliente, exclama: “¡Cálmate! La cotización del dólar es como la muerte, no puedes escapar de ella”.
Uno de los efectos negativos de la inflación que destaca Remarque es la desaparición del crédito. Ningún proveedor quería vender a plazo porque se erosionaba el valor pactado: el resultado era que todas las transacciones terminaban siendo al contado. Esto dificultaba mucho el accionar de las empresas que no poseían capital del trabajo suficiente para desarrollar su potencial, con la consecuente reducción de la producción. Es verdad que los empresarios alemanes habían encontrado una forma de financiarse haciendo pagar el costo inflacionario al Estado. Al comprar un insumo, por ejemplo, mármol en el caso de la empresa alemana, el adquirente entregaba una letra que estipulaba un pago futuro. Esta letra era trasferida a la banca estatal con un descuento mucho menor a la inflación esperada. Obviamente ello generaba un déficit público creciente ya que cuando el Estado cobraba la letra, su valor era insignificante. En la Argentina, los subsidios a los servicios públicos (transporte, energía, etc), al consumo y al crédito, producen el mismo efecto sobre las cuentas públicas.
La inflación, en la novela, causaba otros efectos. Uno de ellos eran las tensiones generadas por los continuos pedidos de aumento de salarios, ya que los empleados veían como su poder adquisitivo se derrumbaba rápidamente. Por otra parte, las víctimas principales de la inflación eran todos aquellos que no podían ajustar rápidamente sus ingresos, los jubilados, los trabajadores y, en general, los más pobres. Toda negociación salarial por parte de los funcionarios o a favor de los pensionados llegaba tarde en sus incrementos; los montos pactados ya habían sido superados por los nuevos aumentos de precios. La novela describe muchos casos de suicidios de ancianos, pequeños rentistas o pensionados. Uno de ellos, un funcionario retirado, exhibía junto a su cuerpo la libreta de inversiones bancarias, con fondos depositados que había creído se abonarían en su valor oro original. En cambio, el banco público los pagaba en marcos, una suma insignificante. Remarque es lapidario: “El Estado, ese prevaricador impune, que estafa billones y encarcela al que defrauda 5 marcos”.
En la Argentina ha ocurrido en reiteradas oportunidades. Podríamos mencionar, a modo de ejemplo, los bonos del Empréstito 9 de Julio (1962) creados por el ministro Alsogaray durante el gobierno del presidente Frondizi para pagar sueldos a jubilados y estatales y que después de un año ya habían perdido el 30% de su valor; y el Plan Bonex (1989), una conversión forzosa de los depósitos bancarios por bonos a 10 años, implementado por el ministro Erman González durante el gobierno del presidente Menem en un contexto de hiperinflación (más del 3000% anual) y default de la deuda externa. También el más reciente “corralito” (2001) del ministro Cavallo durante la crisis política e institucional que derivó en la renuncia anticipada del presidente De la Rúa y la posterior pesificación asimétrica (se pagaron $1,40 por dólar cuando la cotización rondaba los $4 por dólar) de los depósitos en dólares de los ahorristas ya durante la mandato provisional del presidente Duhalde.
Seguramente el relato de Remarque sonará extraño y lejano para un lector sueco, japonés o canadiense. No así para un argentino. Para nosotros no es más que una descripción de una realidad pasada y presente. Si algún escritor elaborara una odisea realista de una familia argentina que cubriera los últimos 75 años, la inflación indudablemente debería estar en el trasfondo de todos los acontecimientos relatados. En la novela, el obelisco negro era un monumento que la marmolera no había podido vender por su fealdad, pero que permanecía muy visible en el jardín de exhibición del establecimiento. Así es la inflación para los argentinos, indeseable y desagradable, pero siempre visible. Nuestro obelisco negro.
Carlos Newland y Juan Carlos Rosiello son profesores de Eseade