Vacunas y patentes frente a la pandemia

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, pretende que Europa y los Estados Unidos entreguen de manera urgente un porcentaje de sus vacunas a los países más pobres. Por su parte, el Reino Unido se comprometió a donar todas las dosis sobrantes del proceso de vacunación una vez que termine en el propio territorio. A ambas iniciativas se suma la del presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, a propósito de un financiamiento de US$4.000 millones para el Covax, el mecanismo de adquisición y distribución global de vacunas a los países más necesitados, de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
«Es políticamente insostenible una guerra de influencia alrededor de las vacunas. Puede verse la estrategia de China, y también la estrategia rusa», afirmó Macron, que cuenta con el apoyo de la canciller alemana Angela Merkel. Desde Roma, el papa Francisco pidió por el continente americano, particularmente afectado por el coronavirus: «Necesitamos más que nunca la fraternidad. Que la Palabra eterna del Padre sea fuente de esperanza para el continente americano, muy afectado por la pandemia, que ha exacerbado los numerosos sufrimientos que lo oprimen, a menudo agravados por las consecuencias de la corrupción y el narcotráfico.” También instó a quienes tienen responsabilidades a que se garantice la vacuna a todos, especialmente a los más vulnerables. Y rogó para que los nacionalismos cerrados, el individualismo y la ley del mercado no impidan ese objetivo.
Pero en otro orden, cabe señalarse que ante la pandemia del COVID-19, en 2020 se realizaron muy importantes inversiones para lograr vacunas que prevengan la enfermedad. Se están desarrollando más de 200 en todo el mundo, las primeras de las cuales comenzaron a aplicarse.
La pandemia es una enfermedad epidémica que se extiende a muchos países y amenaza la vida de sus habitantes. Enfrentarla depende de cada nación. No hay un camino único, cada país tiene el suyo, con diversos actores que responden a diferentes políticas: económicas, científicas, sociales y de acceso a la salud. De allí la complejidad de analizar cada caso.
Sin embargo, hay un punto que ha dado lugar a razonamientos e interpretaciones no del todo claras y muchas veces erróneas. Nos referimos a las patentes. Para comprenderlo debidamente es necesario recorrer y entender varios aspectos.
En primer lugar, para que una nueva medicina sea de uso público, debe ser aprobada por los organismos que garantizan su eficacia y seguridad: en la Argentina es la ANMAT (Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnologías Médicas), en Brasil ANVISA (Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria), en los Estados Unidos la FDA (Food and Drug Administration), en Europa la EMA (European Medicines Agency) y así en cada país.
Previamente, los resultados que demuestran su eficacia se publican en papers internacionales donde reconocidos científicos, entre ellos Premios Nobel, aprueban la difusión de cada nuevo medicamento. En este punto el derecho de patentes cumple un rol importante: cuando la innovación se publica en un paper pasa a ser de dominio público, es decir que si no fue patentada ante el instituto de propiedad intelectual o industrial de un país, su inventor pierde la posibilidad de comercializarla allí en forma exclusiva, por sí o a través de terceros mediante contratos de licencia. Las patentes tienen validez territorial, por lo que deben ser aprobadas por cada país en el cual se desea aplicar la invención. Pueden ser titulares de patentes las personas humanas o jurídicas, públicas y privadas, con o sin fines de lucro. La patente es un derecho exclusivo que cada Estado otorga por 20 años, contados a partir de su solicitud, durante los cuales su titular puede impedir que otros exploten su innovación. Tras ese lapso pasa a ser de dominio público, por lo que cualquiera puede explotarla sin pagar regalías. Si el inventor desea que su innovación sea aprovechada por la sociedad y no lucrar con su explotación, debería patentarla, pues de lo contrario una vez divulgada puede ser comercializada libremente por otros.
Para que una innovación sea patentable debe tener novedad absoluta y poseer aplicación industrial. Los examinadores de los institutos de propiedad industrial son quienes determinan y aprueban el otorgamiento de una patente. En el caso de las vacunas para prevenir el Covid-19, pueden ser patentadas si utilizan componentes diferentes. Si utilizaran los mismos componentes, tendrá derecho a la patente el primero que presente su solicitud. En las vacunas ya aprobadas se observan diferencias: temperaturas de conservación distintas, algunas requieren aplicar una dosis y otras dos, las eficacias son diferentes, hay vacunas para embarazadas, etcétera.
Por ejemplo, la Sputnik V, producida por el Centro Gamaleya de Rusia, presentó su solicitud de patentes en mayo de 2020, habiéndose registrado en 35 países. Idéntico trámite van haciendo las restantes. Durante 18 meses las oficinas de patentes suelen mantener en secreto el contenido de la patente, al cabo de los cuales se divulga para que el conocimiento científico no se detenga, aunque se inhibe su comercialización a terceros. Bajo nuestra antigua Ley 111 de patentes (1864), el invento se publicaba cuando la patente era concedida, trámite que suele demorar algunos años. Bajo la nueva Ley 24.481 (1995) se establece el mencionado criterio de los 18 meses, que adoptaron desde 1960 los Estados Unidos y Europa para favorecer el avance tecnológico.
Es de señalar que el derecho del titular de una patente no es absoluto. Una pandemia como la actual, que afecta a la salud mundial, constituye una de las excepciones que permiten limitar dicho derecho a través de las llamadas “licencias obligatorias”. Por ellas, los Estados pueden determinar el uso de una patente, sin autorización de su titular, por parte del propio Estado o de terceros autorizados por éste, siempre en casos de emergencia nacional u otra circunstancia de extrema urgencia. Ello permite que otra empresa fabrique y comercialice el producto patentado –en este caso la vacuna– en competencia con la empresa titular de la patente, a fin de ampliar la oferta, bajar el precio o evitar conductas monopólicas. Dicho titular puede recibir una remuneración adecuada, según las circunstancias de cada caso. Estas licencias obligatorias concluyen cuando las situaciones que les dieron origen desaparecen y no sea probable que vuelvan a ocurrir. De esta manera se protege otro derecho humano, en este caso el acceso a la salud.
Como se sabe, las licencias obligatorias están previstas en el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), que 164 países suscribieron, entre ellos la Argentina. El ADPIC es uno de los que integran el Acuerdo de Marrakech, por el que se creó en 1994 la Organización Mundial de Comercio (OMC). Tiene carácter universal, por lo cual no quedarían desamparados los países que no puedan acceder a los costos de las vacunas para el COVID-19. También el fondo internacional público-privado Covax, de reciente creación, tiene el mismo objetivo y es auspiciado por la OMS. La Argentina prevé la licencia obligatoria en su ley de patentes (art.48) y es aplicable a estas vacunas siempre que estén patentadas en el país. Tanto la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), máximo ente regulador de patentes, como la OMS, frente a la denominada Emergencia Sanitaria con la que se ha caracterizado a la actual pandemia, avalaron modificar las reglas de protección restringiendo los derechos de propiedad mientras la emergencia perdure.
Las patentes protegen el conocimiento, o sea un bien intangible. Son un derecho de propiedad sobre una invención innovadora, que requirió tiempo y dinero para obtenerla. Las solicitan inventores personales o empresas con fines comerciales; también el Estado y las fundaciones, ambos sin fines de lucro. Son un derecho de propiedad análogo al de quien adquiere un bien tangible. Es injusto que quien invirtió tiempo y dinero, vea cómo el resultado de su trabajo se lo puede apropiar quien nada hizo por él. De allí la importancia de la protección. Los investigadores argentinos, por ejemplo, sufren escasez de recursos por el bajísimo número de patentes que tienen las instituciones científicas donde trabajan, que no reciben regalías de industrias extranjeras que toman sus conocimientos desprotegidos y los comercializan, como se ha probado.
Sobre las patentes se escuchan razonamientos erróneos, tanto por ignorancia como por actitudes ideológicas. Por ejemplo, suele afirmarse que el científico argentino César Milstein, Premio Nobel de Medicina 1984 por haber ideado los anticuerpos monoclonales, generosamente no los patentó porque pensaba que eran un invento para toda la humanidad. Se ignora aquí que las patentes científicas las solicita la institución que financia la investigación, no el investigador. El Medical Research Council de Cambridge, en Gran Bretaña, donde Milstein investigaba, pidió el patentamiento de los anticuerpos monoclonales a la National Research Development Corporation de Londres, que sugirió no hacerlo pues no veía entonces su aplicación comercial. Tiempo después una industria, fuera de Gran Bretaña, los patentó y usufructuó millonarias ventas por el sinnúmero de aplicaciones que dichos anticuerpos tuvieron y tienen en medicina e investigación, hecho que Milstein lamentó.
Un documento de científicos titulado Patentes: de Aristóteles a Bill Gates, que se difundió ampliamente, afirmaba que “con el capitalismo y sus leyes hechas a medida, comenzó la legalización de la apropiación privada del conocimiento público”, a la que consideraban “legal pero ilegítima”. Sostenían que los desarrollos patentados son posibles por el conocimiento acumulado a lo largo de los siglos, desde Aristóteles, pero que sólo benefician a quienes patentan “la fase final” de ese conocimiento, Bill Gates en este caso. Postura ideologizada pues no surgió de leyes capitalistas la decisión de la Corona británica que otorgó, en 1449, la primera patente de la historia a un mecanismo de fabricación del cristal.
La economía del conocimiento, que hace décadas aplican los países desarrollados, se inicia con la protección del conocimiento, sin la cual no es posible desarrollar productos de alto valor agregado para exportar, pues la comercialización exige poseer la propiedad. La Argentina, que muy tardíamente sancionó una ley de economía del conocimiento, tiene escasa cultura sobre el tema y hasta por momentos se escuchan posiciones adversas, lo cual se manifiesta en el bajísimo número de patentes que el país solicita anualmente. Las economías más avanzadas, en cambio, encabezan el ranking de dichas solicitudes. Allí los impuestos que se aportan al Estado, las donaciones a fundaciones o las inversiones de empresas, no financian a quien toma un conocimiento desprotegido y se beneficia económicamente.
En última instancia, la responsabilidad última en la salud es competencia y responsabilidad de los Estados, que deben exigir precios accesibles y eficiencia en la distribución.

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