En un artículo publicado en CRITERIO y en la revista Teología, Ignacio Navarro escribió: “Detrás de cada gran obra, acuciando y alentando cada obra de verdadera importancia espiritual, suele haber una sola pregunta”. (1) El artículo trataba sobre la pregunta detrás de la obra de Jorge Luis Borges. Pero aquello es un axioma aplicable a otros casos.
Quiero presentar aquí la que creo que es la pregunta detrás de un poeta un tanto olvidado: Charles Péguy, nacido en 1873, en la que él consideraba la antigua Francia (la fille aînée de l’Église antes de la llegada del mundo moderno), y caído en batalla, a comienzos de la Primera Guerra Mundial. En algún momento, fue más difundido entre nosotros. En la década del cuarenta, en la Argentina, Emecé publicó tres ensayos: la confesión sobre la participación en el Affaire Dreyfus, llamada Nuestra juventud, y los títulos filosófico-teológicos, Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana y Nota sobre Bergson y la filosofía bergsoniana. La colección fue dirigida por Eduardo Mallea. Las Notas fueron prologadas de manera muy hermosa por Carmen Gándara. En los últimos años, ha habido algo así como un reverdecer de su literatura. Destaco dos acontecimientos felices. El primero, la publicación que la Editorial Cactus hizo, en 2009, de un libro nunca antes traducido al castellano, Clío, diálogo de la historia con el alma pagana. El segundo es de índole más personal: desde hace un tiempo, un grupo de personas interesadas nos reunimos a leer a Péguy con creciente entusiasmo. Tiene razón Jean Bastaire cuando dice que quien comienza a leer al poeta francés, nunca se recupera. (2)
Podría formular la pregunta detrás de la obra de esta manera: ¿Cómo puede el hombre, cualquier hombre pero en especial un cristiano, estar tranquilo ante la presencia de tantos hermanos suyos exiliados, excluidos, abandonados fuera de la comunidad? Hablamos de exilios así en la tierra como en el cielo, de infiernos temporales y del infierno eterno.
Durante la juventud, Péguy encontró en el socialismo (aunque por fuera de su estructura partidaria) una “mística” que luchaba contra la exclusión. La ciudad socialista, en efecto, debía incluir necesariamente a todos. Así aparece en uno de sus primeros libros, escrito con menos de veinticinco años, Marcel: primer diálogo de la ciudad armoniosa:
Todos los hombres de todas las familias, todos los hombres de todas las tierras, de las tierras que nos son lejanas y de las tierras que nos son próximas, todos los hombres de todos los pueblos se hicieron ciudadanos de la ciudad armoniosa, porque no conviene que haya hombres que sean extranjeros. (3)
En el catolicismo de su época, en cambio, no halló ecos de esta inquietud. Más bien tropezó con una doctrina que justifica la condenación y la acepta, una teodicea racionalmente fría. Para las almas del infierno, ya no se puede esperar otra cosa que una justicia divina que equivale a condena inapelable. Y más terrible aún, por aquellos años algunos teólogos afirmaban que los santos se alegran (¡junto con Dios!) por la ejecución de la justicia así comprendida. Frente a esto se rebela Péguy en otro escrito de juventud: el drama Juana de Arco, libro de setecientas páginas y una sola venta. Desde aquel momento, representar a la doncella del siglo XV (que por entonces no había sido ni siquiera beatificada) será la misión de su literatura. En ella encontró el ícono de una vocación eterna que se realiza en la historia. En vez de regocijarse por la condenación, Juana se entrega a sí misma como ofrenda:
Si es necesario, para salvar de la Ausencia eterna
las almas de los condenados que enloquecen de Ausencia,
abandonar mi alma a la Ausencia eterna,
que mi alma vaya a esa Ausencia eterna.
Mi alma a esa ausencia que nunca acabará. (4)
Casi diez años después de estos libros, Péguy redescubrió la fe. Muchos hablan de él como de un converso. Sin embargo, no lo es. No se convirtió de nada. Profundizó en la misma pregunta y lo hizo tercamente (con “cólera”, según George Steiner 5), hasta descubrir en lo más hondo de su inquietud que el Evangelio vibra por lo mismo. En 1909 volvió a escribir sobre Juana: El misterio de la caridad, publicado en vida, y El misterio de la vocación, publicado de manera póstuma. Respecto del drama de juventud, no hay ni una “i” ni una coma anulada. Hay cumplimiento cristiano. Además de la ofrenda de sí, ahora Juana se confronta audazmente con Dios. Si el Hijo se ha encarnado y ha compartido la vida con los hombres, con todos ellos, lo ha hecho para salvarlos del exilio. Pero si hay un solo condenado, ¿no habrá fracasado su obra? Juana insiste de manera incansable. Se espera la salvación para todos o no se espera humana y cristianamente.
Y he aquí lo más propio del poeta francés: la insistencia en la pregunta y la terquedad de la oración lo conducen a un secreto divino. Así reza la patrona de Francia en El misterio de la vocación:
Mi Dios, tengo oraciones secretas. Tú lo sabes. Soy tu confidente. Tú eres mi confidente. Te lo pido. Hay un secreto entre nosotros dos. Tenemos un secreto juntos. He osado tener un secreto contigo. Hay un secreto entre nosotros. (6)
Tengo la intuición de que los siguientes Misterios nos revelan ese secreto (tal como se revela un misterio, en el ocultamiento). Alcancen algunos textos. En El pórtico del misterio de la segunda virtud, se describe lo que la oveja perdida produce en el Buen Pastor:
Hizo temblar el corazón mismo de Dios.
Un temblor de temor y un temblor de espera.
Un temblor también de miedo.
Un temblor de una inquietud
mortal.
Y después, y así, y además
de aquello que está ligado al temor, al miedo, a la inquietud.
Con una unión que no se rompe, con una unión que no se deshace,
temporal, eterno, con una indestructible unión
ha hecho temblar el corazón de Dios
con el temblor mismo de la esperanza.
Ha introducido en el corazón mismo de Dios la teologal
esperanza. (7)
Pero la esperanza del Pastor es el pórtico de un secreto más hondo. En El misterio de los santos inocentes, el que habla es el Padre cuando ve venir al Hijo a la cabeza de la gran flota de santos y pecadores. Los versos devuelven a la oración toda la fuerza que un cierto racionalismo habitual en la época amenazaba con robarle:
Toda esta inmensa flota de oraciones y de penitencias me ataca
con la espuela que ustedes conocen,
una flota de combate.
Que avanza para atacar al rey.
¿Y qué quieren que haga? Me han atacado.
A la cabeza marcha la flota innumerable de los Padre Nuestro.
(Así he sido atacado. Les pregunto. ¿Es justo?).
(No, no es justo, porque todo aquello pertenece al reino de mi Misericordia).
Y todos los pecadores y todos los santos juntos marchan detrás de mi hijo
y detrás de las manos juntas de mi hijo,
y ellos mismos tienen las manos juntas como si fueran mi hijo.
En fin, mis hijos. En fin, cada uno un hijo como mi hijo.
El reino del cielo sufre la fuerza, y los hombres de fuerza lo toman a la fuerza. Ellos lo saben bien.
¿Cómo quieren que me defienda? Mi hijo les ha dicho todo. Y no solamente eso. En el tiempo se puso a la cabeza. Y son como una gran flota antigua, como una flota innumerable que ataca al gran rey. Detrás del punto, detrás del extremo punto de este extremo punto, este extremo punto avanza, y detrás, apretándose como una gavilla que no puedo separar, este punto mismo avanza descaradamente detrás de sus pesados trirremes antiguos y desafían, más apretados que la falange de Macedonia, con descaro desafían la flota de mi cólera, y de la cólera de mi justicia.
(Y de la justicia de mi cólera) (8)
El Hijo ha revelado el misterio: el corazón del Padre, donde la misericordia se subleva y vence. Más adelante, la ternura paternal se vierte sobre el juicio final:
Padre nuestro que estás en los cielos, bien lo sabía mi hijo cómo tramar la conjura.
Para encadenar el brazo de mi justicia y para soltar el brazo de mi misericordia.
Y ahora tengo que juzgarlos como un padre. Por lo que puede juzgar un padre. Un hombre tenía
dos hijos.
Si es que es capaz de juzgar. Un hombre tenía dos hijos. Se sabe cómo juzga un padre. Hay un
ejemplo conocido.
Se sabe cómo fue juzgado el hijo que se marchó y luego volvió.
Era el padre el que más lloraba.
He ahí lo que mi hijo les contó. Mi hijo les reveló el secreto mismo del juicio (9).
El secreto son las lágrimas del Padre en el juicio.
Poco queda por decir. Navarro afirmaba en el artículo referido al comienzo, que la pregunta “animará a toda la obra y le irá imponiendo una determinada forma” (10). Aquí la forma es el diálogo en todas sus variantes. En primer lugar, la plegaria que es también batalla audaz y confiada. Juana está allí. Segundo y más importante, el diálogo del Padre al ver a su Hijo llegar después de haberle confiado el secreto a sus amigos, los hombres.
Como afirma Hans Urs von Balthasar, apasionado lector del poeta francés, “sólo una fe en el Espíritu Santo puede hacer hablar así a Dios” (11). Se entenderá por qué no hemos podido recuperarnos. La herida que produjo la revelación del secreto sigue curándonos por dentro. La gracia fluye por los versos de Péguy con naturalidad; su voz es fuerte, sonora; el lenguaje es el de los pequeños. Como si se tratara de un cuento para ir a dormir, sería hermoso leer algunos de estos poemas con niños.
Ignacio María Díaz es sacerdote de la arquidiócesis de Buenos Aires. Miembro del consejo de redacción de la revista Communio.
NOTAS
1. I. NAVARRO, “La pregunta detrás de la obra”, Revista Criterio 2417 (2015); Revista Teología 116 (2015) 126.
2. J. BASTAIRE, Péguy, El insurrecto, Madrid, Ediciones Encuentro, 1979, 5.
3. C. PÉGUY, Oeuvres en prose, 1989-1908, Bibliothéque de la Pléiade, Gallimard, 1959, 11-12.
4. C. PÉGUY, Oeuvres poétiques, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, 1957, 38.
5. G. STEINER, “Une grande colère”, Amitié Charles Péguy 50 (1990), 194-204.
6. PÉGUY, Oeuvres poétiques, 1219.
7. Ibíd., 609.
8. Ibíd., 699-701.
9. Ibíd., 696.
10. NAVARRO, “La pregunta detrás de la obra”.
11. H. U. VON BALTHASAR, Gloria III: Estilos laicales, Madrid, Ediciones Encuentro, 1986, 497.