
En mayo de 1961 Viridiana, de Luis Buñuel, ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes y La mano en la trampa, de Leopoldo Torre Nilsson, el premio Fipresci de la Crítica Internacional. Dos películas habladas en español, filmadas y enviadas con harto riesgo al Festival y ambas protagonizadas por el mismo actor, Fernando Rabal. El cine hispanohablante nunca había tenido en Cannes, y no ha vuelto a tenerlo, un triunfo semejante. Para calibrarlo, recordemos que ese año también competían Dos mujeres, de Vittorio De Sica, con Sofía Loren, Una larga ausencia, de Henri Colpi (que compartió la Palma con Viridiana), El sol brilla para todos, con Sidney Poitier, Madre Juana de los Ángeles, de Jerzy Kawalerowicz, La epopeya de los años de fuego, de Yuliya Sointseva, y otras de René Clement, Wolfgang Staudte, Alf Sjoberg, Valerio Zurlini, Anatole Litvak, Kon Ichikawa, Mauro Bolognini, Lima Barreto, Zoltan Fabri, Cacoyannis, todas grandes figuras de la época. Señalamos también, por el buen recuerdo, The Hoodlum Priest (Refugio de criminales), de Irvin Kershner, sobre la vida del padre Charles Clark, redentor de marginales, película que en aquel Festival se ganó el premio de la Ocic, Oficina Católica Internacional de Cine. Inspirado en los sucesos que rodearon la filmación de La mano en la trampa y Viridiana, sus problemas de censura, las amenazas y loas recibidas, la vida de los directores y sus seres queridos, Javier Torre, hijo mayor de Torre Nilsson, escribió La gloria, una novela donde, como él mismo dice, “me permití utilizar fragmentos del mito, de la ilusión y también de las emociones”. Anécdotas familiares, recuerdos, nombres queridos, se suceden agradablemente, sólo perturbados por la presencia del tenebroso sacerdote Marcial Maciel y sus Legionarios de Cristo, figuras innecesarias en el relato, aunque quizás dignas de otra novela. Como nos parecen innecesarias, decidimos preguntar por otras cosas más interesantes.
-¿Cómo fue siguiendo allá en 1961 las noticias que venían de Cannes, de aquellas jornadas históricas para el cine hispanohablante, como usted bien recalca?
-Yo era niño. Las noticias de Europa llegaban a cuentagotas y las cartas tardaban 15 o 20 días. Los llamados de teléfonos tenían largas demoras y a veces no se concretaban, había muchas interferencias y siempre con la sensación de una operadora escuchando lo que uno hablaba. Por lo demás, mi padre era un hombre tímido, muy reservado para mostrar sus afectos.
-Pero los llevaba a la cancha.
-Efectivamente, íbamos mucho, en particular a La Plata, a ver a Estudiantes. Luego al cine Real, a ver dibujos y cortos de Laurel y Hardy, Chaplin y Buster Keaton, que mi padre adoraba y nos inculcaba.
-Según lo pinta en sus páginas, usted y su hermano crecieron entre la grisura del hogar materno, las torturas del colegio religioso y la intrigante vida “pecaminosa” y financieramente inestable de su padre. ¿Era así?
– Lo que usted llama “grisura” no fue tal. Pilar Barcos, mi madre, fue una mujer muy especial, alejada de la vida pública, que rechazaba. Era muy católica, creía y nos inculcaba la resurrección de los muertos, los mandamientos de la Iglesia. Era amante de la pintura y de la música, amaba a su familia y los valores tradicionales, como de alguna manera también me pasa ahora a mí. Era muy joven cuando yo era un niño, y muy atractiva, pero rechazaba a cualquier hombre que la pretendiera. Un dato curioso: me sorprendió cuando en 1973 votó a Cámpora, perdón por contarlo. Se había vuelto progresista. De todas maneras separarse en los años ‘50 significó una tragedia en la familia. Nunca se alejó de la Iglesia católica, pecado que yo si cometí con total impunidad. Lo que llama “torturas” por parte de los Hermanos Maristas no hubo jamás. Hubo episodios como los que narro, tensos, dado que efectivamente existía esa prevención contra el ateísmo y el comunismo. Pero por lo demás los maristas eran austeros, correctos, enseñaban a ser estudiosos, en los deportes eran una maravilla (todavía lo son) y tengo un muy buen recuerdo de muchos de ellos, al punto de que mi primer novela, Rubita (prohibida en 1976, con el correspondiente susto) está dedicada a uno de ellos, que me cuidó y me protegió mucho. Supongo que nos veían bastante desamparados. Otro dato interesante respecto de mi padre, que se jactaba de ser ateo y de izquierdas –aunque vivía como un hombre de derecha con enormes lujos y privilegios bien ganados– fue su amistad con el jesuita Ismael Quiles, a quien admiraba. Quiles dijo palabras muy bellas cuando mi padre murió, en 1978, agobiado por la dictadura militar. Por momentos la novela utiliza tiempos verbales que pronostican un futuro donde todo habrá de derrumbarse, como sucedió con la Argentina. El horror estaba lejos todavía, y no creo que nadie lo imaginara. También es interesante, contradictorio y pintoresco recordar que tanto mi padre como mi madre leían la revista católica CRITERIO. Me gustaba verlos coincidir al menos en eso. Por otro lado en La Gloria también están las historias de amor de Buñuel y su mujer, que lo acompañó toda la vida, y de la actriz mexicana Silvia Pinal y su marido, el empresario Gustavo Alatriste (respectivamente protagonista y productor de Viridiana).
-Y algo de la historia de su padre con Beatriz Guido.
– También me sucedió que mientras vivieron mi madre y Beatriz Guido yo no quise escribir sobre ellas por delicadeza, por no provocarles algún dolor. Las dos quisieron mucho a mi padre, y él a su vez fue muy generoso y respetuoso con ellas, muy bueno, muy culposo también. Aun en momentos muy difíciles que vivimos siempre hubo una protección y un diálogo especial, a media voz, para que los niños no escucháramos demasiado. La novela, por lo demás, busca lograr ese tono, y puede leerse como una novela de amor. Y está la intriga: ¿quién robo las cartas entre mi padre y Beatriz? ¿Dónde se fueron su biblioteca y aquellos muebles fabulosos? ¿Es cierto que el departamento que él compró para nosotros en calle O’Higgins se lo quedó la hija de un conocido, mediante un engaño? ¿Dónde están los negativos de las películas? ¿Y la foto de mi padre con Fellini? Todas esas son intrigas que plantea la novela y que mis padres no previeron. Lo trato de una manera muy sutil, como con elegancia frente al horror.
Una pregunta frívola: ¿de veras el hipódromo de Cagnes-sur-Mer, vecino a Cannes, dedicó una placa de homenaje a su padre, por haber ganado las ocho carreras de una tarde? ¿Estará todavía esa placa?
-Estando en San Sebastián, Monsieur Bage, que había sido el distribuidor de La casa del ángel en Francia, tuvo la delicadeza de invitarme a cenar al célebre restaurant Arzak, y allí me contó esa y otras anécdotas maravillosas. Fui varias veces a Cannes, conozco los pueblos de alrededor, pero nunca entré a ver esa placa por una sencilla razón: mi padre perdió fortunas en los hipódromos de todo el mundo. Aún hoy, cuando paso frente al de Palermo, puedo ver exactamente el lugar de la tribuna oficial donde él se ubicaba y me siento estremecido. Por lo demás le agrego otro dato interesante: mi padre también acertó todas las carreras en el Hipódromo de Karlovy Vary, en la República Checa, y parece que también allí fue ovacionado por la concurrencia.
-Es un capítulo muy lindo.
-A lo largo del tiempo mucha gente me decía que tenía que contar esas historias, hasta que descubrí el punto de partida: el triunfo de Viridiana y La mano en la trampa, del que en mayo se cumplen 60 años. Ese fue entonces el punto de partida. Si bien está El gran Babsy, el libro excelente de Mónica Martin, y de Buñuel está su maravillosa autobiografía Mi último suspiro, pude ir encontrando con mucha curiosidad más historias fascinantes, episodios de aquella época donde la Argentina era un país culto y próspero. Ya adolescente, sólo se hablaba de cine. Lo viví como un privilegio maravilloso. Aquellos almuerzos de los domingos en La Cabaña eran para escuchar a mi padre hablar de cine. Fue la época de mayor suceso comercial en su carrera. Con Martín Fierro y más aún El Santo de la espada las colas en la calle Lavalle daban vuelta a la manzana en todas las funciones, él ganó verdaderas fortunas (siete millones de dólares de esa época, según me calculó una vez el productor Héctor Olivera). Empecé a estudiar Letras, a trabajar como pizarrero (una pesadilla) y vivir una doble vida. A mi madre no podía contarle que mi padre me prestaba su Mercedes Benz para salir con chicas. A la Facultad iba en colectivo y no contaba que veraneábamos en el Chateau Frontenac o en una casa que mi padre compró en Punta del Este y que años más tarde entregó para pagar deudas con el Laboratorio Alex. Aquel mundo ya no existe. Nuestro país quedó sumergido en la pobreza, algo que parecía inimaginable, que los personajes de la novela no pueden prever ni imaginar.