En los recientes debates sobre la legalización del aborto en la Argentina ha resurgido un discurso antirreligioso particularmente preocupante, que viene a impugnar la participación de los ciudadanos creyentes en el debate público en pie de igualdad con los no creyentes: se considera que el discurso religioso es algo negativo para la democracia y el pluralismo. En las líneas que siguen argumentaré que este tipo de afirmaciones son empíricamente falsas y políticamente peligrosas, pues erosionan un pilar central de las ya de por sí debilitadas democracias republicanas: la libertad de expresión y participación.
En primer lugar, este discurso neolaicicista se apoya en una idea de secularización que no tiene correlato fáctico en el mundo moderno, ni oriental ni occidental. Como bien ha sostenido el destacado sociólogo José Casanova, sólo en Francia encontramos aún un modelo de Estado laicicista, que se relaciona con las distintas confesiones y prácticas religiosas a partir de su exclusión del discurso religioso de la esfera pública. En el resto de los países europeos, los Estados Unidos, así como en muchos países de Asia y África, el Estado convive con múltiples formas religiosas y difícilmente se puede sostener el mito de la secularización total de esas sociedades. Este proceso de secularización mitificado se sustenta a su vez en dos argumentos hoy científicamente refutados: el de la paulatina desaparición de la religión producto del avance de la modernidad y el de la absoluta privatización de las preferencias religiosas.
Las religiones no han desaparecido, ni se han privatizado totalmente, sino más bien se ha pluralizado en sus expresiones y globalizado en sus alcances. Muchas expresiones religiosas son parte de la identidad local de algunas comunidades, así como también alimentan discursos de alcance global sobre los problemas del mundo en el siglo XXI. La Iglesia católica del papa Francisco es sin dudas uno de los ejemplos más evidentes de esta renovada presencia de la religión en la esfera pública.
¿Es negativa para la democracia la presencia del discurso religioso en la esfera pública? ¿Los ciudadanos creyentes (cristianos, judíos, musulmanes, budistas) debemos dejar de lado nuestras creencias al momento de participar del debate público? Muchos intelectuales liberales han argumentado en ese sentido, como si un ciudadano que sostiene ideas comunistas o libertarias, por más extremas y antidemocráticas que estas sean, tuviesen una legitimidad de origen de la que el discurso religioso carece. El detalle autoritario de esta manera de pensar es apenas percibido por quienes denuncian como ilegítimo el componente religioso de un pensamiento o expresión: cuestiona la libertad que todos los ciudadanos tienen para expresar sus ideas y la igualdad que se les debe reconocer para participar del debate público.
El peligro subyacente a esta manera de pensar es que no repara en que la exclusión de discursos a priori sólo puede ser realizada desde un lugar de superioridad moral e imposición, incompatible con el pluralismo social y la igualdad política que debe reconocerse a toda persona en una democracia. Paradójicamente, esa actitud es denunciada por los mismos intelectuales cuando gobiernos intolerantes pretenden deslegitimar sus discursos, apelando a una descalificación identitaria que silencia los argumentos atacando a la persona que argumenta. Como en muchos otros ámbitos de la vida, la vigencia de la libertad de expresión y la igualdad ante la ley es apreciada sólo cuando nos falta.
Tampoco está de más recordar que la descalificación basada en consignas intolerantes y reduccionistas no ha sido históricamente monopolio de las tradiciones religiosas. El siglo XX ha demostrado que los totalitarismos persiguieron a las religiones, y fueron justificadas apelando a muy seculares ideas en torno de la superioridad de la Raza, el Pueblo y el Estado. En este siglo XXI, ciertos discursos religiosos han favorecido el entendimiento entre comunidades, el reconocimiento recíproco y el abordaje consistente de alguno de los mayores desafíos epocales, como el cambio climático y el encuentro entre culturas.
Lejos de debilitar las alicaídas democracias constitucionales actuales, el discurso religioso puede fomentar una ciudadanía crítica y activa, celosa de los gobiernos que “van por todo” y dispuestas a participar de la vida pública con la inspiración y la firmeza que dan las tradiciones religiosas. Como sostuvo Jürgen Habermas, el mundo democrático postsecular necesita de la vitalidad del discurso religioso, en el que creyentes y no creyentes encuentren instancias sociales e institucionales de convivencia y respeto recíproco. Contra el extendido presupuesto de que el discurso religioso debe ser “traducido” a un lenguaje secular para tener validez, pensamos con Charles Taylor que es necesario que creyentes y no creyentes puedan elevar sus voces en el debate público en pie de igualdad, aun cuando debamos hacer el esfuerzo por argumentar sin obligar al interlocutor a aceptar el punto de partida religioso o secular de un argumento.
Ni extinto ni privado, el discurso religioso tiene mucho que aportar a la deliberación democrática en un mundo global y plural. En el caso del catolicismo, el discurso social del papa Francisco ha favorecido el diálogo entre religiones y culturas, la construcción de una agenda de problemas comunes y la defensa de lo popular frente al populismo. Como alternativa a la grieta global generada por sociedades desiguales y diversas, el papa Francisco nos invita a aceptar la polaridad propia de lo político y eludir la contradicción facciosa. Nos convoca a diseñar instituciones poliédricas que permitan la unidad en la diferencia, en lugar de favorecer antinomias irreductibles y estériles pactismos. Como señala Francisco en Fratelli Tutti, la violencia implícita de la moda deconstruccionista, la negación del pasado y la intolerancia hacia las tradiciones culturales son el fermento de procesos que socavan por dentro las democracias constitucionales.
Carlos Strasser suele recordar que las democracias constitucionales se apoyan en una formula químicamente inestable, producto del precario ensamblaje de elementos de la tradición liberal, republicana y democratista. Si la tradición liberal reconstruye los puentes con la religión que el laicismo moderno y la “hiperinflación del yo” han dinamitado, podremos contribuir a restituir ese delicado equilibrio institucional y robustecer la fraternidad “que dará a la libertad y a la igualdad su justa sinfonía” (1).
1. Papa Francisco & Austen Ivereigh, Soñemos Juntos. El camino a un futuro mejor, 1era ed., Plaza y Janés, 2020, p.7.
Guillermo Jensen es Abogado, Magister en Ciencia Política y Sociología y Doctor en Derecho Político. Director del Instituto de Investigación de la Facultad de Ciencias Jurídicas – USAL
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Join discussionInteresante artículo del doctor Guillermo Jensen, tan clásico como moderno, tratado con autoridad y consistencia.