En su primera epístola, San Pedro dice a los cristianos que en ese momento eran hostigados: “Siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia” (3, 15-16).
Es la cuarta mención a la esperanza en esta carta:
Bendito sea el Dios y Padre… que “mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva…” (1, 3)
“Por lo tanto, ceñíos los lomos de vuestro espíritu, sed sobrios, poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la Revelación de Jesucristo” (1, 13).
“… los que por medio de él (Cristo) creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios” (1,21).
La epístola afirma: Que nuestra esperanza, como nuestra fe, está en Dios que resucitó a Jesucristo, y que esa Resurrección nos reengendró a una esperanza viva, diferente a la del Antiguo Testamento. Exhorta metafóricamente a preparar el espíritu para el trabajo duro o para una lucha confiando en recibir la gracia que trae la Revelación de Jesucristo. De ese modo queda explícita la razón de la esperanza que el cristiano puede dar; la indicación de hacerlo con dulzura y respeto es un agregado que aporta un elemento de delicadeza –hoy diríamos de tolerancia– para que el trabajo o la lucha no impliquen violencia. Porque la razón es, según el contexto, no necesariamente un argumento intelectual, sino un testimonio mediante la recta conducta que busca el bien y mantiene la buena conciencia.
Los breves textos revelan la forma compleja en que la esperanza que se nos ha dado, una esperanza centrada en el Dios de Jesucristo, es a la vez una gracia y un trabajo nuestro; también, un testimonio que damos ante terceros de lo que creemos y esperamos, sostenido por Dios en nosotros.
La esperanza está implícita en el primer mandamiento, dice la Doctrina de la Iglesia. En efecto, es ante el Dios omnipotente y misericordioso, perfecto, que el hombre no puede sino creer y confiar en él y, con su ayuda, amarle.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña:
2091. El primer mandamiento se refiere también a los pecados contra la esperanza, que son la desesperación y la presunción:
Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia –porque el Señor es fiel a sus promesas- y a su Misericordia.
2092. Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).
“Testigos de la esperanza” es el título de los ejercicios espirituales de la Curia Romana en el año 2000, que Juan Pablo II encomendó al arzobispo vietnamita François-Xavier Nguyen van Thuan, con la intención de dar visibilidad a los cristianos que sufrieron persecución en el siglo XX.
La espera, materia humana
El hombre espera siempre. La espera es una forma primaria, esencial de su vida. El hombre no puede no esperar porque es un ser tempóreo, que vive en el tiempo. En este sentido, la espera es un “hábito constitutivo”, algo que hace al hombre.
La esperanza en su forma más elemental (esperanza-pasión), según Santo Tomás de Aquino y dicho en términos sencillos, es el movimiento de la fuerza vital (de la virtud apetitiva) que sigue a la representación de un bien futuro, arduo y posible de conseguir. Su objeto es siempre un bien: esto diferencia la esperanza del temor; un bien importante y relativamente difícil aunque posible de conseguir: un bien fácil y accesible sólo se desea; si es imposible, inalcanzable, genera desesperación.
Ese “algo” que la persona hace cuando está esperanzada puede ser, según Santo Tomás, “esperar” o “expectar”. Espera cuando confía en su propio poder de alcanzar el bien a que aspira; expecta cuando considera que ese bien viene de otro, que depende de otro.
Para que esa pasión sea ordenada, Santo Tomás la vincula a la virtud de la fortaleza, y en especial a una forma de ésta, la magnanimidad. Es magnánimo quien sabe esperar de un modo racional, quien aspira a bienes muy altos y valiosos, pero sólo cuando son para él realmente posibles con medios verdaderamente practicables. Así evita caer en la presunción. También evita la pusilanimidad, una esperanza deficiente; por otro lado, la vanagloria y la ambición. El magnánimo sabe esperar de un modo a la vez entusiasta, confiado y racional.
El desafío de la filosofía
Desde el comienzo de la modernidad, el conocimiento y el pensamiento filosófico en Occidente apuntaron a desarrollarse de forma autónoma, cada vez más desprendidos de la fe y de la doctrina cristiana. A partir del siglo XVII la tendencia se hace patente con el racionalismo, el empirismo, el pragmatismo, el naturalismo, el utilitarismo, el materialismo, el nihilismo y otros tantos “ismos” que intentaron demostrar que el hombre y el mundo pueden funcionar sin Dios.
Ya en el siglo XX, ciertos filósofos registraron el lado oscuro de la condición humana, su abandono en el mundo, su trágica necesidad de elegir, su soledad, su atadura a los demás: su existencia alienada. Quizá quien haya expresado más claramente esa percepción, haya sido Jean Paul Sartre. La vida humana, para él, es un gran sinsentido y sólo cabe la desesperación.
Otros filósofos salieron al cruce buscando una respuesta a tanto mal, pero tratando de afirmar los elementos positivos de la naturaleza humana, rasgos humanos que afirman una tendencia natural hacia la esperanza. Los más conocidos: Le Senne, Marcel, Bollnow.
Una filosofía constructora
Otto Friedrich Bollnow dice que el hombre que fascinado fija siempre su mirada en lo oscuro de los abismos, terminará por ser tragado por ellos. Considera que este es el peligro del existencialismo, y que la persona sólo podrá mantenerse en su propia esencia si lucha con todas sus fuerzas contra ese peligro. Se trata de procurar establecer un orden en el caos, de conseguir las condiciones para experimentar el amparo frente a las amenazas, y perseverar a pesar de todas las derrotas.
Para Bollnow, “la tarea más urgente de nuestro tiempo consiste en cuidar estas fuerzas constructoras, frente a la inclinación muy difundida que quiere despreciarlas como si fueran ilusiones”.
Frente a los embates del pesimismo existencial, Bollnow entiende que la seguridad, una vez perdida, no recobrará nunca el carácter de una posesión natural que se sobrentienda. Entonces, hay que dedicar una actividad consciente para sostenerla, superar victoriosamente la tentación de la desesperación, como quiere Marcel: eso es para él la esperanza.
Hay una esperanza que puede llamarse natural: la persona la encuentra en sí; a veces puede no ser más que un mero estado de irreflexión. Hay otra esperanza que la persona tiene que adquirir atravesando por la duda y confrontándose continuamente con ella. Esta última, la esperanza ética, se distingue de la otra –engañadora, que se consigue sin ningún esfuerzo–, precisamente por el esfuerzo necesario para su conservación.
Cuando la esperanza se refiere a algo determinado, el tiempo podrá revelarla como engañadora y podrá ser rebatida por la experiencia. La esperanza sin objeto preciso va más allá de cualquier corroboración o reprobación empírica. “Ella puede mantenerse o desmoronarse, pero no debido a un resultado concreto singular, sino debido a una perturbación dela relación humana con la vida en total”.
La espera concreta produce en la persona un estado de tensión. Puede ser ansiosa, febril. En la esperanza hay cierta soltura; es esencialmente paciente. Para Bollnow, la esperanza genera un ambiente de libertad, mientras que la espera hace que la persona esté como encasillada, lo que, si no obtiene lo que espera, produce reacciones adversas: decepción u ofuscación.
La gratitud se encuentra íntimamente ligada a la esperanza. La gratitud surge de un sentimiento de esperanza cumplida o, mejor dicho, de esperanza sobre-cumplida, ya superada.
“Se entrelazan aquí, en las tres formas diferentes de la actitud fundamental afirmativa frente a la vida, las tres referencias al tiempo: confianza, esperanza y gratitud, que se comportan como presente, futuro y pasado. Confiado vive el hombre en el presente, con esperanza enfrenta el futuro, agradecido mira retrospectivamente su vida pasada y encuentra en el pasado el poder que lo porta en el presente”.
Esperanza y confianza
La confianza es, para Bollnow, la forma presente de la esperanza. Sobre un fondo de confianza es posible la vida. La desconfianza, en cambio, seca la vida y termina por matarla.
La confianza es un rasgo de las relaciones personales porque la libertad del otro crea un margen de incertidumbre; respecto de los objetos no hay confianza sino el cálculo de las posibilidades de obtener tal o cual resultado.
Más allá del ámbito personal, la confianza es un elemento esencial en las relaciones interpersonales y en las relaciones sociales próximas y generales. No hay posibilidad de convivencia pacífica y constructiva cuando no se genera y se sostiene la confianza: en una familia, una empresa o una sociedad. La confianza es el elemento constitutivo de cualquier institución. Del grado de confianza depende el desarrollo de los países.
La confianza se basa en la buena fe que, aunque se deposita en el comienzo de una relación, se mantiene con el valor de la palabra creíble por ser veraz, con el cumplimiento de los contratos, con la transparencia de las conductas, con la generosidad de las partes empeñadas. La pérdida de la confianza tiene un poder eficientemente destructivo.
En resumen: en el ámbito religioso las razones de nuestra esperanza son la grandeza de Dios y sus promesas a quienes creen en Él, y de ellas damos testimonio con nuestra vida cristiana. En el ámbito de las relaciones humanas, las razones de nuestra esperanza son el superar el abismo nihilista mediante la confianza en el presente, la gratitud hacia el pasado y la construcción activa de un mundo más humano. Razones del corazón, diría Pascal. Razones vitales.
La esperanza es como el motor interior de las pequeñas y grandes realizaciones. Es como la llama misma de la vida.
Lucía Solís Tolosa es Licenciada en Filosofía y magister en Ética
2 Readers Commented
Join discussionRealmente ¡ EXELENTE! artículo. Muy vigente, reconfortante y desafiante.
Muchas gracias al equipo de redacción por la elección del artículo.
Cuenta nuestro Papa Francisco: «Todavía conservo sobre mi escritorio la piedrita que me regalaron cuando vi «La Strada», de Fellini. La tengo ahí.»
Se refiere a una escena donde Gelsomina, la protagonista, dice que ella «no sirve para nada», no tiene conciencia del valor de su vida.
Frente a su dolor, «el Loco» recoge una piedrita del suelo y dice: «Todo sirve para algo; yo no sé para qué sirve esta piedrita, pero si el Creador la ha puesto en el mundo para algo será».
Allí, Gelsomina toma conciencia de su propio valor cómo ser humano, acepta que tiene una misión y se dedica a ella.
Busquemos nuestra piedrita, que nos recuerde nuestra esperanza.