2021, un año complejo y desafiante

El año que comienza intentará alejarse de su predecesor en todos los aspectos posibles. A los meses signados por el encierro y la incertidumbre, hay que sumar el marcado deterioro de las condiciones económicas y sociales de la gran mayoría de los argentinos. Los índices de pobreza e indigencia aumentaron de manera sustancial respecto de años anteriores, lo que resulta agravado en las franjas más jóvenes de la población. Salvo excepciones, la actividad económica en 2020 se vio seriamente afectada. Resulta difícil, en términos generales, encontrar algún aspecto positivo en el año que nos dejó.

Es por eso que 2021 comienza con una enorme expectativa. La posibilidad de que la vacuna (cualquiera sea), finalmente pueda devolver alguna normalidad a la vida cotidiana, en especial a la población con mayor exposición al COVID-19, abre una luz de esperanza en una sociedad que está exhausta. No obstante, las informaciones y desinformaciones sobre el origen y los tiempos de las vacunas agregan incertidumbre.

Los interrogantes se multiplican: ¿Volverán las escuelas y universidades a funcionar normalmente? ¿El año electoral transcurrirá con normalidad? ¿Podrá el Gobierno poner en marcha un programa económico consistente? Y en el plano de las relaciones internacionales, ¿permaneceremos en una peligrosa indefinición? La postura de la Argentina frente a la dictadura venezolana ejemplifica esta confusión vergonzosa. Otros países con deterioros similares tal vez se formulen alguna o varias de estas preguntas. Pero entre nosotros sobrevuela, persistente, una más relevante: ¿quién gobierna?
Por supuesto que la lista de cuestiones no se agota en las referidas en el párrafo anterior, pero lo que está claro es que el año que pasó mostró una gestión de gobierno enormemente dificultosa, que se vio en tres dimensiones.

Una primera dimensión tuvo que ver con el impacto del COVID-19 y la manera en que el Estado, en sus tres niveles, intentó lidiar con ella. Si bien no queremos insistir en lo que ya vivimos, lo que pudo observarse fue un enorme déficit de coordinación en lo que hace a la gestión del Estado. La pandemia, en definitiva, iluminó la incapacidad gubernamental. Esta dificultad, que se exteriorizó de manera consistente a lo largo del aislamiento preventivo y el flexible distanciamiento en el que hoy estamos, nos ubicó en una triste posición en materia de contagiados y fallecidos a nivel mundial.

La segunda dimensión tiene que ver con la situación de bloqueo interno, o mejor dicho, de cambio de cuadrante en el ejercicio (o condicionamiento) del poder, desde el Ejecutivo hacia el Senado de la Nación. En el inicio del gobierno de Alberto Fernández algunos sectores abrigaron esperanzas de que un peronismo más moderado que el kirchnerismo fuera capaz de ordenar la agenda política, económica y social de la novel administración. El año 2020 demostró lo contrario. Primero, cierto condicionamiento soterrado a la iniciativa presidencial comenzó a poner en duda su real capacidad de gestión. Luego, el bloqueo de algunas iniciativas, su reforma y el impulso de otras, delineó el cambio de cuadrante de que hablamos más arriba. En tercer lugar, la obsesión de la Vicepresidente en materia judicial hizo que la agenda política esté atravesada por esta cuestión.

Finalmente, la tercera dimensión tiene que ver con el deterioro sistemático de las variables macroeconómicas, que pueden resumirse en un esquema de alta inflación, emisión monetaria como casi único mecanismo de financiación del Estado, un sistema impositivo terriblemente complejo y pesado y –como siempre en nuestra historia– escasez de dólares
(o abundancia de pesos, a decir de Guzmán y otros economistas). La renegociación de la deuda soberana no produjo los efectos esperados y la futura negociación con el Fondo Monetario Internacional promete tensiones en el frente fiscal.

Cualquier análisis de lo que nos deparará el año que comienza, entonces, no puede prescindir de estas dimensiones. La capacidad de gestión estatal deberá demostrarse en temas tan relevantes como la aprobación, la adquisición y la distribución de la vacuna; el comienzo de las clases y la revinculación de los alumnos con su rutina educativa, y –en fin– la organización de un cronograma electoral en conjunto con las provincias, signado por la pandemia. Los desafíos, entonces, son de enorme magnitud.

Este problema se ve agravado por el condicionamiento político que describimos en la segunda dimensión. Si bien ambas se retroalimentan, pareciera que la segunda complica aún más a la primera. En efecto, toda iniciativa, no importa de dónde provenga, tiene que ser validada –más no sea tácitamente– por la Vicepresidente o su hijo. La suspensión de las PASO, el cierre del aeropuerto del Palomar, la reforma de la Justicia y el mantenimiento (o no) de la prohibición de los intendentes del conurbano para presentarse a una segunda reelección son sólo algunos ejemplos de lo que afirmamos. La obsesión del kirchnerismo con la Justicia, el lawfare y la Corte Suprema no hacen más que agregar un condimento a este condicionamiento generalizado.

En esta coyuntura, la política económica enfrenta un año de enorme complejidad. A los problemas de financiamiento, emisión y escasez de dólares que reseñamos más arriba, se le agrega un profundo déficit fiscal, que el Ministro de Economía reconoce e intenta domesticar pese a la oposición interna, con ajustes en las jubilaciones e intentos de incrementar las tarifas para reducir el nivel de subsidios. En paralelo, se pretende mantener el gasto social, que dadas las circunstancias, resulta imprescindible.

Ante este panorama, un interrogante de primera magnitud sobrevuela la escena, y se refiere a la incapacidad estructural de la Argentina de poder acordar un modelo de desarrollo que permita un crecimiento sostenido y realista.

Los condicionamientos que describimos más arriba no hacen más que acentuar la polarización, dando lugar a dos visiones de país que se autoeliminan. Hoy pareciera que predomina un camino hacia una economía cerrada, con alta intervención estatal y una modestísima inversión (sea local o extranjera) signada por la falta de confianza, en el medio de un debate extremadamente ideologizado. Un Estado regulador, que modere las desigualdades y otorgue marcos jurídicos y económicos previsibles para facilitar la generación de riqueza, liberar las fuerzas del mercado y la inversión y así generar un crecimiento sostenido, parece perderse frente al griterío de los microclimas de las redes sociales, donde circula la agresión y la permanente descalificación al otro.

Mientras tanto, el único sector de la economía que mantiene su dinamismo es el vinculado a la producción agropecuaria, esperanza para la generación de los dólares que el Gobierno necesita para continuar en esta incertidumbre.

Pareciera entonces que el año que comienza resultará enormemente dificultoso, con el agravante de que continuará afectando sobre todo a los más vulnerables. Las elecciones de medio término tampoco parecen presentar una solución: la oposición no despierta suficiente motivación para la acción ni presenta un liderazgo claro. La coalición gobernante, en su condicionamiento interno, no parece dispuesta a moderarse para intentar mover el cuadrante hacia un lugar que permita una mínima construcción. Finalmente, la agenda judicial se mantendrá y continuará condicionando toda la política.

¿Cómo destrabar esta situación de enorme complejidad? La pregunta es abrumadora. Un atisbo de respuesta supone que las instituciones, la Constitución y los partidos políticos actúen como el entramado virtuoso para avanzar en lo que Pablo Gerchunoff llama un “acuerdo de paz”, en el que la Argentina pueda construir las bases de un desarrollo sostenido, aprendiendo de sus fracasos y cediendo a la permanente disputa sectorial. La política, los sindicatos, la sociedad civil y el sector privado deberán alumbrar liderazgos lo suficientemente potentes para comenzar a desatar los nudos de nuestro futuro.

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