«Propiciaremos el establecimiento del juicio por jurados para la sanción de aquellos delitos graves que se cometan en el ámbito federal. Estaremos cumpliendo así con una cláusula de la Constitución Nacional de 1853 que nunca se hizo operativa a nivel federal”. Así dijo Alberto Fernández en su discurso del 1º de marzo ante la Asamblea legislativa.
Efectivamente la Constitución desde 1853 prevé el establecimiento del juicio por jurados, que nunca se hizo efectivo en la Justicia federal, y sólo en los últimos años ha sido incorporado por las leyes procesales de algunas provincias, para juzgar ciertos delitos “comunes” (no federales). La idea puede parecer simpática a quienes están acostumbrados a ver en películas norteamericanas este tipo de procesos judiciales. Sin embargo, hay que ponerla en el contexto del brutal asedio a la Justicia federal por parte del actual Gobierno. Es notorio que a pesar de los gravísimos problemas que tiene el país (y que el propio Gobierno se ocupa con entusiasmo de agravar), la principal prioridad de la Administración parece ser aliviar a la Vicepresidente (y a su familia, testaferros y amigos) de las condenas que se ciernen sobre ellos por actos más que probados de corrupción durante su anterior gestión. Y que frente al cúmulo de evidencias parecen casi imposibles de evitar con buenas artes.
¿Qué aporta en esa dirección la innovación del juicio por jurados en materia federal (y notemos que el Presidente expresamente lo quiere aplicar a “delitos graves”)? Es simple. En ese sistema, la función del jurado es decidir si el acusado es culpable o inocente del delito que se le imputa. Si es culpable, el juez dispondrá la pena. Si es inocente, quedará libre de culpa y cargo y se irá feliz a su casa. El “detalle” es que para un veredicto de culpabilidad, se requiere la unanimidad de todos los miembros del jurado.
Normalmente el juicio por jurados se utiliza para delitos como el homicidio, el robo, u otros temas relativamente simples de probar. Sería en cambio bastante insólito que un jurado popular sin conocimientos técnicos, deba decir si existió malversación de fondos públicos, lavado de dinero, o algún otro delito sofisticado y complejo (por no hablar de los casos de narcotráfico). En esos casos, bastaría con que uno de los diez o doce jurados se deje determinar por una afinidad ideológica o pueda ser sensible a presiones o estímulos económicos, para que el acusado (o acusada) obtenga la ansiada impunidad. Los jurados no tienen que dar razón de su decisión ni fundamentarla, como sí deben hacer los jueces. Tan sencillo como eso.