Publicamos el quinto artículo de una serie en torno al problema de la organización carcelaria en la Argentina.
Dos casos emblemáticos ilustran el pensamiento de quienes aún creen en la perfectibilidad humana. En el primer caso, Jean Valjean es encarcelado durante 19 años por haber robado un pedazo de pan que intentaba dar a unos chicos hambrientos. Como era de esperar, el encierro lo embrutece y, cuando sale de prisión, ya tiene la mentalidad de un auténtico delincuente. Alojado en la casa de Monseñor Myriel, un bondadoso curita de aldea devenido obispo casi por azar, paga la hospitalidad con el robo de su platería. La policía lo detiene y lo lleva a la casa del anfitrión para comprobar la poco creíble afirmación de que los objetos le habían sido obsequiados. Pero Myriel –incurriendo en un obvio encubrimiento del hurto– confirma la mentira, añade aún más platería a la bolsa de Valjean y, cuando la policía desaparece, lo despide con estas palabras: “Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenecéis al mal, sino al bien. Es vuestra alma la que compro; se la quito a los malos pensamientos y al espíritu de perdición y se la entrego a Dios”. Valjean parte y se convierte en un hombre de bien. Ahí empieza otra historia, la de un hombre extraordinario, con bellos principios y actitudes abnegadas y heroicas.
Esto es ficción. La novela es Los Miserables de Victor Hugo (1802-1885).
Pero también puede citarse, como segundo caso, una historia real. Relata en un Seminario el psiquiatra norteamericano Milton Erickson (1901-1979) la historia de Joe, un joven ladrón, de carácter violento, que había sido condenado a varios años de prisión. Al salir en libertad volvió al pueblo donde se había criado y siguió cometiendo hurtos y robos, se comportaba de forma pendenciera con los hombres y molestaba a las muchachas. Hasta que un día se encontró con Edye, una chica joven, muy bonita, inteligente, fuerte y trabajadora, bien instruida para los estándares locales y, además, hija del hombre más acaudalado del pueblo. Al verla, sin atreverse a decirle alguna de sus típicas groserías, Joe le preguntó irónicamente: “¿Puedo llevarte al baile el sábado?”. Toda lógica indicaba un rechazo despectivo o atemorizado. Pero Edye no se inmutó: “Puedes, si eres un caballero”.
Llegó el sábado. Joe se presentó en lo de Edye para llevarla al baile. La velada fue amable y placentera para ambos. Cabe suponer que, cuando se despidieron, Joe preguntó: “¿Puedo volver a invitarte?”. Edye respondió: “Puedes, si sigues siendo un caballero”.
El final era previsible. Joe devolvió todo lo que había robado, se convirtió en una persona seria, honesta y trabajadora, se casó con Edye y fue uno de los mejores amigos de todos y uno de los mayores benefactores del pueblo. Entre sus beneficiados se contaba, justamente, el joven Erickson, a quien Joe animó y ayudó económicamente para se fuera del pueblo y estudiara medicina.
Esto no significa que un trato así asegure el cambio de actitud, pero en estos casos la experiencia emocional correctiva actuó en forma positiva.
En cambio, como comprobaron Erwing Goffman (1922-1982) y Donald Clemmer (1920-1994), sociólogos norteamericanos que se ocuparon de las consecuencias psíquicas que deja la cárcel, la experiencia emocional en estos casos no es correctiva sino reforzadora de las actitudes que se pretenden corregir.
La pregunta que puede formularse ahora es si es factible introducir la experiencia emocional correctiva en su sentido positivo en situaciones de detención.
Nuevos posibles paradigmas conectados con tres neologismos
Si bien las historias de Jean Valjean y Joe son ejemplos atípicos, son también plausibles y, así, ilustran cómo las actitudes de las personas pueden cambiar en forma radical, dando giros copernicanos de actitud.
Aun así, muchas personas dirán que estos casos aislados, por tratarse de comportamientos poco habituales o bien sólo producto de mentes románticas como la de Victor Hugo, no pueden generalizarse. La idea de que quienes reiteran una y otra vez sus delitos son incorregibles sigue siendo muy fuerte y está muy arraigada.
Pero algunos pensadores con perfil humanista piensan de otro modo. Por ejemplo, el criminólogo noruego Nils Christie, si bien concedió que podría existir la imposibilidad del cambio de actitud en “monstruos”, inmediatamente agregó que, a través de su extensa dedicación al mundo del delito, nunca encontró un solo monstruo, es decir, un individuo absolutamente incorregible.
También contribuye a desmitificar la idea de la incorregibilidad una reflexión del filósofo y poeta alemán Johann-Wolfgang Goethe (1749-1832) que, significativamente, está pintada en la entrada del cordón de seguridad en una prisión argentina: “Si tomas a las personas por lo que son, las harás peores de lo que son. Si las tomas por lo que pueden llegar a ser, las ayudarás a llegar adonde deben ser llevadas”.
Si se trata al delincuente como delincuente, ¿por qué asombrarse de que se convierta en algo peor? Y, por otra parte, ¿qué sucedería si se lo tratara de otro modo? ¿Como posible caballero, tal como trató Edye a Joe?
El criminólogo norteamericano Frank Tannenbaum (1893-1969), al trabajar con delincuentes juveniles, sostuvo que tratar a alguien como si fuera un delincuente suele convertirse generalmente en una profecía autocumplida: “El joven delincuente se vuelve malo porque es definido como malo”.
Esta es la esencia de la teoría del etiquetamiento (labelling approach). Si se trata al delincuente como tal, se lo convertirá en algo peor. Y se convertirá en delincuentes a quienes aún no lo son.
Por eso los tratamientos que se dirigen “al delincuente” –y en los tratamientos tradicionales se lo etiqueta así– son ineficaces o hasta contraproducentes, lo cual impulsa a preguntarse si no es posible elaborar un sistema que, a pesar de todo lo desprestigiado que está el conjunto “re” –rehabilitación, readaptación, resocialización, recuperación, reeducación, reinserción en la sociedad, reforma moral–, intente lograr, mediante alguna experiencia emocional correctiva, cambios de actitud en los ofensores.
Pero, para ello, se deben introducir cambios. Y cambios profundos, no sólo cosméticos. De lo contrario, se continuará con el “nothing works”.
Y estos cambios deberán relacionarse con el castigo –ya que es muy difícil lograr cambios de actitud si se inflige a alguien una pena meramente aflictiva–, con la reparación –ya que cualquier cambio de actitud requiere responsabilizarse y, al menos, tener la intención de reparar el daño ocasionado– y con el tratamiento –ya que éste debe ser dirigido sin menospreciar al destinatario–.
Ello lleva a introducir tres neologismos, es decir, conceptos que no existen en el lenguaje ordinario:
-la “impunitividad” o la superación de la antinomia castigo o impunidad;
-la “oblatividad” o el otorgamiento a la víctima de algo valioso mediante la pena reparativa; y
-la “valjeanización” o etiquetamiento inverso para lograr un cambio copernicano de actitud.
José Deym es Doctor en Psicología Social, especializado en Criminología