A 45 años de la  muerte de Hannah Arendt

“El nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo solo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. Este sentido de iniciativa, un elemento de acción y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas. Más aun, ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político, diferenciado del metafísico”.
Hannah Arendt

El 4 de diciembre de 1975, Hannah Arendt moría en Nueva York, dejando inconclusa la tercera parte de The Life of the Mind, en la que examinó la vida del espíritu en una triple dimensión, siguiendo la lógica de las tres Críticas kantianas: “Thinking”, “Willing” y la no escrita “Judging”: pensar, querer y juzgar. Este giro en los últimos años de su vida hacia cuestiones que podrían tildarse de estrictamente filosóficas fue suscitado por su presencia en el juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén en 1961. Arendt, que desde 1933 tuvo la determinación de no alistarse nunca más en el milieu de los pensadores de profesión (léase, los filósofos), retornó después de la experiencia de Jerusalén a cuestiones de filosofía moral y a los eternos interrogantes filosóficos y teológicos, que la habían atraído en su juventud, cuando estudió con Karl Jaspers, Martin Heidegger y Rudolf Bultmann.

El pathos del ’33, el incendio del Parlamento alemán, la consolidación del nacional socialismo y la desconcertante “coordinación [die Gleichschaltung]” de la buena sociedad alemana despertaron en ella tempranamente los cuestionamientos que luego formuló y e intentó responder en la década del ’60, a saber: “¿cuál es el fundamento último de la moralidad?”. Su interrogación en esos años no tenía la pretensión de pasar por alto los principios básicos de los grandes paradigmas éticos: los buenos fines aristotélicos, el deber kantiano y el utilitarista. Tampoco creyó que el Decálogo hubiese perdido su razón de ser. No tuvo pretensiones normativas universales ni con su pregunta ni con su respuesta. Ella solo se atuvo a lo que ocurrió en Alemania y se vio compelida a formularse la cuestión con toda la radicalidad de la interrogación filosófica. Es decir, cuando todas las normas, las costumbres se pervierten, cuando el derrumbe de la moralidad es a tal punto generalizado que arrastra consigo las instituciones, ¿qué nos queda?
Es decir, ¿cómo es posible que amigos y colegas para quienes “la moralidad va de suyo”, o “se entiende por sí sola”, pudiesen adoptar sin escrúpulos un nuevo código de conducta a todas luces criminal? En otras palabras: ¿cómo explicar la coordinación casi automática de todos los sectores de la burguesía alemana en una “sociedad altamente civilizada”?
En los textos secuela de Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal compilados en Responsabilidad y juicio, la pensadora se pregunta básicamente qué es finalmente lo que hace que una persona decida bien y actúe en consecuencia en situaciones límite. Dichas situaciones límite no han de ser entendidas como la compulsión a actuar cuando está en riesgo nuestra vida o cuando somos amenazados (según Mary McCarthy, su amiga y albacea literaria: si alguien te dice “mata a tu amigo, o te mataré, te está tentando, y eso es todo”). La situación límite acaece cuando todo el entorno está coordinado y los axiomas inmemoriales de moralidad no son de ayuda. Lo que ocurrió en esos años, recuerda Arendt, es que el delito y el crimen habían mudado en “principios públicos y honorables” de conducta.

En defensa de la capacidad de juicio independiente y del Selbsdenken (pensar por sí mismo) dijo: “sólo es una catástrofe para el mundo moral si se acepta que los hombres no están en condiciones de juzgar las cosas en sí mismas, que su capacidad de juicio no basta para juzgar originariamente, que sólo puede exigírseles aplicar correctamente reglas conocidas y servirse adecuadamente de criterios ya existentes”. Es decir, según Arendt, existe en los humanos una facultad de actuar y de juzgar con independencia de la debacle política y de la perversión moral del entorno. En otras palabras: podemos juzgar sin preconceptos (sin criterios previos) y actuar en forma no prevista. O sea, la acción libre en desmedro de las conductas anticipables como simples reacciones a estímulos. Y también: la libertad es espontaneidad, no liberum arbitrium que se auto-determina entre “esto o lo otro”.

El fragmento antedicho da cuenta de dos tópicos clave de su pensamiento que aportan la salida esperanzadora a su diagnóstico fatal sobre la progresiva claudicación a juzgar por uno mismo. Cuando escribió The Human Condition, acuñó los términos “natalidad” y “segundo nacimiento” para mentar no el atributo esencial de hombre, sino simplemente lo que es el ser humano. Paul Ricoeur vio esto mejor que nadie cuando dijo que a pesar de la determinación de Arendt de no hacer filosofía nunca más, “el principio de la natalidad es la única categoría de franca hondura ontológica” de su pensamiento.
Como pensadora rigurosamente política, se alejó de Heidegger y su comprensión del hombre como “ser para la muerte”, y sentenció que “si bien los hombres han de morir, han sido hechos para comenzar”. Es decir, cierto es que la muerte es un destino ineludible, pero no es eso lo que nos define, aun concediendo que la proximidad de la muerte podría cambiar el enfoque de la existencia y volverla “auténtica”. Al morir partimos de la compañía de los hombres, y volvemos “al lugar de donde venimos” (Arendt cita el fragmento del coro de Edipo en Colono en varias ocasiones: “No haber nacido es la suprema razón; pero una vez nacido, el volver al origen de donde uno ha venido es lo que procede lo más pronto posible”). La muerte es un suceso solitario.
En cambio, por el nacimiento ingresamos a ámbitos definidos por la compañía. Nuestro primer nacimiento, físico y biológico, acaece en el espacio privado del hogar y de la familia, pero el “segundo nacimiento” nos instala en el mundo, que para Arendt es sinónimo de espacio público. Si el hogar y la familia nos alojan en relaciones –en principio– de desigualdad, el espacio público sólo cobra realidad entre iguales. De allí que el “segundo nacimiento” implica un estado de adultez o de lucidez imposible de datar o de fechar, porque no todos llegamos a ella, si llegamos, al mismo tiempo o a la misma edad. En todo caso, para Hannah Arendt moverse a la luz del espacio público (mundo) conlleva abandonar el cobijo y la calidez de hogar, en donde la propia vida está protegida. En consecuencia, cuando nos movemos entre iguales, la prioridad deja de ser el cuidado y la satisfacción de necesidades vitales o el goce de la felicidad privada. Para ella, son espacios diametralmente opuestos, porque toma sus metáforas de la tensión entre oikos y ágora, de la antigua Grecia. Se le ha imputado la “grecofilia” heredada de Martin Heidegger, pero –a mi entender– no debemos comprender su posición como la nostalgia de un pasado remoto y paradisíaco al que no podemos retornar. Arendt está tan lejos de actitudes reaccionarias como de utopías irrealizables.

Por su segundo nacimiento todo ser humano es un “principiante [beginner]”. Con esta palabra, lejos de aludir al inexperto o al ignorante, quiso trasladar a términos políticos la sentencia de San Agustín que transcribe tan repetidas veces al aludir a la libertad: “Initium ergo ut esset creatus est homo ante que nemo fuit”. Ser principiante alude literalmente a la capacidad exclusivamente humana de actuar espontáneamente, por su propia iniciativa. Además del conjunto de la creación, glosa Arendt a San Agustín, el hombre es la única criatura que, por su segundo nacimiento, experimenta el don de introducir en el mundo creado un initium, un nuevo curso de acción, inesperado e impredecible. La natalidad es una categoría simple: señala que porque los humanos somos “únicos y distintos” (no hay dos biografías iguales) puede esperarse de ellos lo inesperado. Ni las estadísticas y los estudios behaviouristas pueden anticipar con rigor ni predecir con exactitud científica la acción y la palabra humanas. Todo nacimiento es “un milagro que salva al mundo de su ruina natural”.
Por esa razón, y como pensadora política, la primera en revitalizar en la década del ‘50 el humanismo cívico maquiaveliano (Margaret Canovan dixit), Hannah Arendt quiso poner en evidencia no sólo la coincidencia entre libertad y acción, sino también destacar la confianza en esta facultad humana que los totalitarismos intentaron extinguir. Al don de la acción libre, Arendt lo entendió como “la capacidad de hacer milagros”. En ¿Qué es la política?, lo describió de esta manera: “en el ámbito de los asuntos humanos […] es el propio hombre quien, de un modo maravilloso y misterioso, está dotado para hacer milagros. Este don es lo que en el habla habitual llamamos la acción […]. A la acción […] le es peculiar sentar un nuevo comienzo, empezar algo nuevo, tomar la iniciativa o, hablando kantianamente, comenzar por sí mismo una cadena. El milagro de la libertad yace en este poder comenzar […] que a su vez estriba en el factum de que todo hombre en cuanto por nacimiento viene al mundo —que ya estaba antes y continuará después— es él mismo un nuevo comienzo”.

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