Hace tres décadas, en diciembre de 1990, la revista CRITERIO publicaba mi artículo “La pobreza: también un problema de los no pobres”, en el marco de un número en homenaje al centenario de la encíclica Rerum Novarum. Era un texto extenso (11 páginas), absolutamente inviable con los “criterios” actuales.
En ese número Martín Lagos escribió sobre la inflación (¡el precio de tapa era de 40.000 Australes!) (1) ; Rafael Braun sobre medio ambiente. Julio Neffa se dedicaba al trabajo y la tecnología, y Jorge Casaretto a los jóvenes. Carlos Floria, a la política. Jorge Mejía escribía sobre los países menos avanzados y se publicó un documento sobre la deuda del Tercer Mundo de la conferencia de obispos de EUA. Casi todos temas que aún hoy resuenan fuerte en los medios y ahora también, por cierto, en las redes.
En ese momento me ocupaba de las distintas conceptualizaciones existentes sobre la pobreza y su medición, haciendo notar también la extensión de este fenómeno a nivel mundial como en nuestro país. Había un par de acápites sobre lo que es más visible de la pobreza y sobre las caras que ésta presentaba (aborígenes, desocupados adultos, campesinos pobres, jubilados, los chicos que están en la calle, los sin techo, las mujeres solas con familia a cargo, los jóvenes desocupados y los nuevos pobres; una extensa y variada lista, ciertamente). Me preocupaba responder a las preguntas acerca de su magnitud e importancia. También sobre la supuesta conciencia existen-te, sintetizada en aquella sentencia laica mandatoria e insatisfecha de promover el bienestar general.
Me preguntaba: “¿Es acaso una cuestión vigente en su sentido más pleno: una preocupación activa, movilizadora, con la que muchos se sienten comprometidos?” Y sostenía que “nunca se creyó seriamente que nuestro rico y poderoso país iba a tener que enfrentar la pobreza como una cuestión de meridiana importancia”.
¿Qué se puede decir con “el diario del lunes”, 30 años después? Es obvio y reconocido que desde entonces hubo cambios en los valores de los datos, con marcada tendencia al empeoramiento de la pobreza. En realidad es muy poco lo que se ha mejorado en esta materia. ¿Se trata de actualizar índices y porcentajes o de mirar las huellas, el recorrido habido desde entonces y sus consecuencias? Pues también hubo cambios en las maneras de ver y apreciar las cosas. Esto último es quizás lo que pue-da interesar ahora especialmente. En efecto, ¿qué cosas son las más significativas?
Veamos algunos datos “positivos”. En los años setenta sólo un quinto de los adultos tenía educación secundaria completa en el AMBA. Más allá de su calidad, actual-mente este valor se ha triplicado. La mortalidad infantil, otro indicador fiable, descendió en los últimos años: de 16,6 por mil nacidos vivos en 2000 a 9,7 en 2015 y 2016 y 9,3 en 2017. En 2018, último registro disponible, no alcanzaba a 9 por mil en el conjunto del país, aunque se situaba por encima de ese promedio y alcanzaba dos dígitos en varias provincias del NOA y NEA. La pobreza extrema que mide el índice de NBI experimentó una reducción significativa a lo largo del tiempo. Los hogares con NBI eran el 16% en 1991, el 14% en 2001 y tan solo el 9% en 2010 (no hay in-formación para 2019).
En cuanto a resultados negativos se debe mencionar que en todas las décadas la cantidad de pobres no paró de crecer en su promedio (2)
1970 5.7%
1980 19.6%
1990 26.4%
2000 36.4%
2010 29.3% (y para el 2020 se puede estimar entre 33 y 34%)
En el caso de los jóvenes de 18 a 29 años, la tasa de desempleo de los pobres (29,7%) es 2,3 veces más elevada que la de los no pobres (12,6%).
Por aquella época la pobreza era un tema menos visibilizado y del que no se tenía mucha conciencia. La poca relevancia de entonces también podría explicar la escasa “politización” que el tema tenía; estar en la palestra, ser eje de discursos, núcleo de controversias y también arma para enfrentar al bando enemigo, tal como lo es ahora. Arma perversa que no consiste únicamente en señalar aumentos o disminuciones de cantidad de pobres sino en la muy antigua práctica de aplicar recursos para tenerlos como votantes cautivos.
Sin embargo, en los últimos años la pobreza se convirtió en motivo de interés general y de dominio público. Se ocupan de la pobreza organismos internacionales, organizaciones públicas y privadas. Se siguen con atención las mediciones oficiales semestrales y también instituciones como la UCA, cuyos informes tienen vasta repercusión. Esta tematización es un dato relativamente negativo pues el interés responde a la persistencia y agravamiento periódico del problema, pero positivo en la medida en que no se lo oculta y forma parte de la agenda pública. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU (ODS), en su agenda 2030, otorgan un lugar prioritario al combate contra la desigualdad y la pobreza.
Por otro lado, el tema ha interesado a la Iglesia desde larga data, y gira alrededor de la letra de la primera de las Bienaventuranzas. La exacerbación de esta preocupación se manifiesta en la exaltación del pobre por su mera condición de carenciado. ¿Pero existe esa mirada? Lo que puede decirse con seguridad es que treinta años atrás, en el momento en que escribí aquellas líneas, esta conceptualización empezaba a germinar en diversos grupos, más allá del uso que actualmente tiene. Esta mirada, conocida ahora como pobrismo, creció mucho en ciertos sectores de la Iglesia, donde también hay voces calificadas, poco estridentes, que la denuestan.
Esta preocupación específica, concentrada y hasta se podría decir “especializada” de sectores dentro de la Iglesia católica, en los últimos años ha tomado gran importancia. Entre otras razones, por la relevancia y visibilidad que desde la más alta jerarquía de la Iglesia hoy se le brinda. Aunque se insinuaba antes. En aquel artículo cité “el acaparamiento excesivo de los bienes por parte de algunos priva de ellos a la mayoría y así se amasa una riqueza generadora de pobreza. Es éste un principio que se aplica igual-mente a la comunidad internacional” (palabras de Juan Pablo II en Durango, México, el 9/5/1990). ¿Qué consecuencias políticas tienen estas afirmaciones? ¿Qué énfasis se le da a la palabra excesivo? Para unos pasará desapercibida, para otros será motivo de argumentación.
Bien se sabe que las conceptualizaciones, los significados y connotaciones que se le dan a las ideas determinan acciones y comportamientos. En la sociedad conviven concepciones muy encontradas que determinan lógicas e instrumentaciones de política pública y que inciden en las diversas formas de distribución del producto nacional y en el papel del Estado como administrador de bienes y servicios. Por cierto que muchos sostendrán que la prioridad es ponerse de acuerdo o conversar acerca de las implicancias de esas discusiones. ¡Difícil encomienda! Un tema que debe ser dilucidado, no tanto en sus aspectos esenciales filosóficos y teológicos –que seguramente seguirán en discusión– cuanto sus consecuencias socioeconómicas y políticas en cuestiones más prácticas derivadas de su aplicación.
El nudo de la cuestión pasa por saber desde qué lugar se mira la riqueza disponible (o a crearse) en el mundo y cómo debe distribuirse, si acaso eso de decidiera. Habrá polaridad: algunos consideran que es algo debe ser repartido de manera uniforme y otros la estiman como producto del esfuerzo de cada uno. Pero lo que es innegable es que deben crearse mecanismos compensatorios para superar las dificultades de acceso al mercado de trabajo y la insuficiencia de los ingresos. ¿Y cómo se convierte un Estado dispendioso e ineficiente en uno que preste buenos servicios de salud, vivienda y educación?
Hay suficiente experiencia de los últimos cuarenta años como para recoger que la disminución drástica y sostenida de la pobreza requiere como mínimo: (a) un crecimiento económico sostenido que genere empleo, (b) estabilidad en términos de inflación, al menos moderada, y (c) la reducción de la desigualdad.
La primera pregunta que sugiere esta constatación es si los llamados beneficios o contribuciones universales están entre ellas. Si se acepta un mínimo deseable de ciertas condiciones de identidad, sea raza o género, determinadas edades y la satisfacción de necesidades mínimas que deben ser alcanzadas, sin duda, universalizar los medios (asignaciones, recursos, facilidades) es valioso y en el largo plazo debiera contribuir a reducir la pobreza.
La menguante demanda de puestos de trabajo en el sector formal de la economía debido a las nuevas tecnologías hace pensar que, a futuro, aun en un escenario de crecimiento económico sostenido, no se crearán empleos suficientes para dar cabida a los sectores más pobres y de menores calificaciones educativas. Así, más temprano que tarde, parecería necesario pensar en soluciones encaminadas a la provisión de una renta básica o ingreso complementario para los sectores que no puedan acceder al empleo formal, con los peligros de acostumbramiento que esto trae aparejado. No obstante, su financiamiento plantea problemas que parecen requerir el establecimiento de un nuevo contrato social a partir de consensos.
La desigualdad existe, lo que hay que cuestionarse es si esa es la única causa de la pobreza. Aunque la pobreza aumentó, la desigualdad se redujo notablemente en los primeros años del siglo en la Argentina, a tono con lo ocurrido en la región. El coeficiente de Gini, que había crecido de 0,39 en 1980 a 0,52 en 1989 y 0,56 en 2002, se redujo a 0,45 en 2009 (datos EPH) (3). Continuó en descenso hasta 0,41 en 2015. A partir de 2016 se invirtió esa tendencia y la desigualdad creció hasta alcanzar nuevamente un valor del coeficiente de Gini de 0,45 en 2019. En el segundo semestre de 2020 se mantenía en ese valor. ¿Entonces?
Al mirar estas cuestiones hay que evitar que la bruma de la pandemia desdibuje lo que ocurrió: estamos hablando de tres décadas, no sólo del año que ahora cierra, con todos los inconvenientes extra que ha acarreado a todos y en particular a quienes menos tienen.
La más notable que se ha conseguido: haber colocado a la pobreza como tema principal en la agenda pública, desde el común de la gente hasta las autoridades, pasando obviamente por los medios de comunicación. Hoy es un tópico de interés. ¿Es un avance? Sí, aunque totalmente insuficiente. Sólo sirve para estimular a ocuparse con más ahínco.
No parece haber otro camino que insistir en lo ya dicho tantas veces en numerosos foros y documentos: políticas de Estado bien instrumentada en educación, salud y vivienda. Y oportunidades de trabajo. ¿Acaso estas prácticas no fueron propuestas antes? Sí, pero es necesario insistir con ellas. Demandarán un esfuerzo colectivo y cooperativo, mucha disposición y sobre todo, sostenido tiempo de aplicación.
¿Los años han pasado en vano? En cuanto al daño realizado a las generaciones afectadas, sin duda. Años que no se podrán recuperar en muchos aspectos. Por ejemplo, la educación; si bien aumentó la escolarización, sigue habiendo baches y camadas de niños y jóvenes deficientemente escolarizados.
Pero se ha ido avanzando en concepciones cada vez más comprehensivas del problema. Hace treinta años se hablaba de desarrollo. Luego se empezó a considerar el desarrollo integral y en los últimos años ya se está hablando y pensando operativa-mente en un desarrollo integral sustentable. Esa parece ser la senda correcta. Y hasta convendría ser más explícitos aún y agregar inclusivo. Para recorrerla hay dos gran-des escollos: quedarse en meros enunciados sin sus instrumentos consistentes y no fijarse que entre siembra y cosecha pasan muchos años. Palabras en el aire y discursos sin aplicación concreta diluyen las cuestiones. Quienes pretenden resultados inmediatos y concretos (votos) preferirían otros caminos más tradicionales y “efectivos”. Por ejemplo, subsidios a mansalva. No es que estos deban ser desechados, pero hay que focalizarlos y gestionarlos muy racionalmente y desde lugares inobjetables, con distribución directa y personalizada, como ya se hace actualmente en algunos casos. Es una operatoria que se debe resolver con el mayor respaldo del poder político en su sentido más amplio (todos). Frente a esto sólo queda la presión pública, institucional, para que se definan y lleven a cabo esas necesarias políticas de Estado.
Sé que hay aquí muchas preguntas y pocas respuestas certeras. Creo que aquéllas hay que hacérselas. Y así serán más atinadas y alineadas las respuestas para enfrentar esta enorme deuda.
NOTAS
1. Hoy serían mil setecientos billones, calcula M. Lagos.
2. Pobreza por ingresos promediada para cada década.
3. Número entre 0 y 1. Cero se corresponde con la perfecta igualdad (todos tienen los mismos in-gresos) y 1 se corresponde con la perfecta desigualdad