La inflación en la perspectiva de la moral social católica

En diciembre de 1990, al aproximarse el centenario de la gran carta encíclica del papa León XIII, Rerum Novarum, tuve oportunidad de desarrollar en CRITERIO el tema del título de esta nota. En aquel momento nuestro país estaba experimentando el drama de una hiperinflación que se había desatado en febrero de 1989, cuando un dólar se cambiaba por 16 australes, y que sólo terminaría en abril de 1991, cuando la ley de Convertibilidad fijó el tipo de cambio en 10.000 australes. Una simple cuenta revela que a lo largo de esos 26 meses el precio del dólar aumentó a razón de 28,1% por mes o de 1.852% por año.
La conclusión de aquella nota era que la inflación o desvalorización de la moneda, cuando es alta, volátil y endémica, corroe los valores, derechos y principios que, inspirados en la visión cristiana del hombre, deberían reglar la organización de la convivencia social. No estará de más repasar la lista de esas exigencias, siguiendo, tal como lo hice hace treinta años, lo que algunos meses antes había escrito el recordado Rafael Braun (1): la Iglesia ha proclamado en primer lugar el derecho inalienable a la libertad de pensamiento, de religión y de expresión. Vendría luego el derecho de asociación, que en materia económica se traduce por derecho de iniciativa, y no sólo del empresario, sino de toda persona en capacidad de trabajar. En orden de importancia seguiría el derecho de propiedad, defendido desde siglos por los padres de la Iglesia y, desde Rerum Novarum, enunciado en todos los documentos de la Doctrina Social como el derecho que da el trabajo sobre los frutos del mismo. La Iglesia ha reconocido en la propiedad un elemento inherente a la libertad personal, predicando a la vez en favor de su máxima difusión y de la intervención de las autoridades para combatir prácticas de acaparamiento monopólicas o desleales.
El derecho de iniciativa es la contracara del principio de subsidiaridad, expuesto por san Juan XXIII en Mater et Magistra con estas palabras: “Como tesis inicial hay que establecer que la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen estos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes… La intervención de las autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa, salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona humana. Entre estos hay que incluir el derecho y la obligación que a cada persona corresponde de ser normalmente el primer responsable de su propia manutención y de la su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción”.
Finalmente, también desde Rerum Novarum la Iglesia ha predicado la solidaridad como otro principio fundamental que debe inspirar al orden social, principio que se materializa a través de la caridad privada y la permanente inquietud del corazón de cada hombre por la suerte de su hermano y prójimo, pero también al combinar ésta con la decisión social de dedicar recursos públicos al auxilio subsidiario (o complementario) de las necesidades de los grupos de menores ingresos.
Tratando de responder a la pregunta de cómo podría impactar el fenómeno de la inflación endémica sobre estos derechos y principios, notaba que, hasta donde daba mi conocimiento, la Doctrina Social de la Iglesia no se había ocupado del tema de la inflación como cuestión grave y lo atribuía a que, en los países desarrollados, aun experimentando inflación como endemia, se la ha sabido mantener baja y acotada. Observando dichas economías desde una perspectiva moral, se podía concluir que sus inflaciones no provocaban graves daños económicos, sociales o éticos y que, por el contrario, podían ser un costo soportable para estabilizar la economía mantener una baja tasa de desocupación.
Por el contrario, nuestra experiencia indicaba que, lejos de contribuir al desarrollo económico y social, las altas y mega-inflaciones habían provocado vulneración de contratos y realidades materiales, fuga de ahorros, desaparición del crédito a gran escala y plazos, enorme volatilidad de precios relativos, mala asignación de la escasa inversión remanente, pérdidas de productividad y competitividad, estancamiento, desempleo y el deterioro en la distribución del ingreso y de la riqueza. Y me preguntaba: ¿Cuántos años deberán pasar hasta que se recupere la ética del trabajo, del esfuerzo y del ahorro en una sociedad que, merced a la megainflación, funcionó durante quince años (1975-1990) con los incentivos propios de un casino de juegos? ¿Cuánto tiempo llevará revertir la preferencia –y hasta la admiración– por el cortoplacismo, la ganancia rápida especulativa y hasta la ostentación de la última maniobra financiera?
Concluía mi nota de 1990 denunciando como indecente la colusión de intereses privados y gobernantes tomando decisiones que conducían a la desvalorización incontrolada de la moneda y –también– clamando para que, aunque la cuestión no fuera tema en Europa, los daños y perjuicios de la alta inflación –verdadero pecado social, como diría san Juan Pablo II– no fueran por más tiempo ignorados por nuestras jerarquías eclesiásticas.

¿De qué sirvió en los siguientes treinta años todo lo que en 1990 creíamos bien saber?
De nada. Bastaría con señalar que aquella unidad monetaria nacional, el Austral, de la que en marzo de 1991 eran necesarias 10.000 unidades para comprar un dólar, ha caído tan bajo que, al momento de escribir estas líneas (16 de octubre de 2020), hacen falta 1.700.000 (¡sí, un millón setecientos mil!) para hacerse de aquel mismo dólar. Eso sí, para ilusionarnos de que el fracaso no ha sido tan catastrófico nos engañamos quitándole cuatro ceros al Austral, de manera que, en treinta años, el tipo de cambio pesos/dólar “sólo” subió de 1 a 170.
¡Cuánta enfermedad e irresponsabilidad en nuestras dirigencias políticas revelan estos números! Primero, por la magnitud de la desvalorización de la moneda, a razón de un 1,46% promedio por mes –la inflación que Alemania tiene en un año. Y segundo, por el engaño de andar quitándole ceros al patrón o unidad de valor, de prometer estabilización y justificar los fracasos echando culpas por todos lados.
A comienzos de estos treinta años, el espanto provocado por las hiperinflaciones llevó, en abril de 1991, a la aprobación de la ley 23.928, más conocida como la ley de Convertibilidad. Inspirada en los regímenes e instituciones que pusieron fin a las hiperinflaciones de varios países europeos en la década de 1920, la ley fijó el tipo de cambio que debía respetar el Banco Central y el respaldo en dólares que debía tener el dinero emitido por esa institución.
Al haber fijado un tipo de cambio nominal (aquellos 10.000 australes por dólar) significativamente mayor que el anterior a su aprobación, (cerca del 70%) la ley llevó el tipo de cambio real a un nivel favorable a los equilibrios fiscal y externo (llamados superávits gemelos). La ley fue exitosa en generar confianza y con ella, repatriación de capitales, financiación externa, crecimiento del crédito y de la demanda agregada. A fines de 1994 la crisis mexicana conocida como “Tequila” provocó un cimbronazo de desconfianza y recesión que fue superando en los meses finales de 1995, a la vez que la tasa de inflación argentina convergía a la internacional (en torno al 2% anual).
Sin embargo, al momento de alcanzar esa estabilización, los precios internos –medidos por el IPC– ya eran 60% mayores que los de marzo/abril de 1991, lo que implicaba (dado que el nominal seguía en 10.000 australes, ahora 1 peso) que el tipo de cambio real había caído casi 40%. Parecía no haber problemas, pero cuando en 1997, 1998 y 1999 hubo crisis y devaluaciones en países de Asia, Rusia y, sobre todo, en Brasil, se empezó a notar que el tipo real de cambio estaba fuera de línea.
¿Qué había ocurrido? Está fuera de discusión que, para perpetuarse, las inflaciones requieren laxitud monetaria, pero también hay abundante evidencia que contextos en los se combinan a) economías cerradas, b) muchos sectores y empresas protegidas sin competencia, c) sindicatos llenos de privilegios y d) políticos irresponsables que administran el fisco a mano rota, generan una dinámica que empuja los precios al alza aún bajo políticas monetarias de estabilización. Más tarde o más temprano y ante la perspectiva de recesiones prolongadas, esta dinámica lleva al abandono de los planes de estabilización, fenómeno que se verificó durante la vigencia de la Convertibilidad, pese a las masivas privatizaciones que aportaron al fisco US$ 30.000 millones.
Debe señalarse alto y claro que esa dinámica prebendaria no era novedosa, sino, más bien, una vieja conocida. Con matices y variantes ya había liquidado los planes de Gómez Morales (1952), Alsogaray (1959), Krieger Vasena (1967), Rodrigo (1975), Martínez de Hoz (1979) y Sourrouille (1985). Pese a toda la cháchara sobre el “neoliberalismo” de los ‘90, poco se hizo para cambiar aquellas características y así cayó un plan más, el de Cavallo (1991), el séptimo y el más ambicioso y prometedor de la lista.
Otra oportunidad se perdió tras la innecesariamente salvaje e indecente devaluación del peso en 2002, que triplicó el precio del dólar. Tanto que, junto a un poderoso boom de los términos del intercambio, aseguraron superávits gemelos por cinco años. También, pasado el cimbronazo inflacionario inicial, la inflación bajó hasta el 2% anual a comienzos de 2004. En este caso y a diferencia de la experiencia anterior, tanto las cifras del fisco como las de inflación deben ser tomadas con pinzas. Las primeras porque ocultan el no pago de intereses resultado del largo default (sólo parcialmente resuelto a fines de 2005) y las de inflación, subestimadas por el también largo congelamiento de tarifas desde principios de 2002. Aun así, a fines de 2004 también el IPC era cerca de 60% mayor que el de enero de 2002. Aunque no había compromiso de mantenimiento del tipo nominal, éste permaneció prácticamente sin cambios hasta septiembre de 2008, cuando el IPC ya era bastante más del doble que a principios de 2002. No debe extrañar que poco después, pese a acelerarse la tasa de devaluación, las autoridades hayan introducido controles de cambios que desembocaron en brechas del 50% y una inflación (la verdadera, no la vergonzosa medida del IndeK) que bordeaba el 40% anual. ¿Causas de la debacle? Las mismas que habían corroído el plan de Convertibilidad: una economía cerrada con altos niveles de monopolios no competitivos, con sindicatos llenos de privilegios y una fenomenal irresponsabilidad fiscal que llevó el gasto público del 30 al 45% del PIB.
Finalmente, lo de Macri en 2016-2019 también reveló la enfermedad y el fracaso de la Argentina, una sociedad que de la boca para afuera dice querer cambiar, pero llegado el momento, vacila, resiste o recula. El proteccionismo aduanero (abusivo y discriminatorio), el sindicalismo obstruccionista (monopólico y en muchos casos anti-productividad) y el gasto público desmadrado e ineficiente (con sus secuelas de elevada y distorsionante presión impositiva, un endeudamiento que ahoga u obliga a emitir dinero sin medida), son los principales factores que explican por qué la alta inflación ha devenido en un cáncer aparentemente incurable.
Con esta institucionalidad no hay independencia de Banco Central que valga, porque la financiación de un gasto público elefanteásico y el comportamiento de empresas y sindicatos monopólicos, más tarde o más temprano, lo llevarán puesto. Es la enfermedad de la Argentina, enfermedad que ya es pecado. Las izquierdas y los nuevos populismos lisa y llanamente no comparten este diagnóstico. Los que han logrado beneficiarse con las distorsiones, de mil maneras obstaculizarán cambios. Están también los que creen (más o menos resignadamente) que la pesada estructura de proteccionismo, gasto público y legislación laboral es el precio a pagar por la paz social. La Iglesia, por ejemplo, comprometida con los más débiles y pese a los desastrosos resultados de este modelo en materia de pobreza, siempre ha mirado con desconfianza las iniciativas vistas como contrarias a las “banderas” del peronismo.
El futuro, entonces, no depende de lo que piense tal o cual partido en el gobierno, sino de una dirigencia política que sea capaz de vencer resistencias y superar intereses y argumentos muy enraizados. Sin una vanguardia capaz de asumir este diagnóstico, de sobreponerse a intereses sectoriales y de ponerse de parte del cambio, nuestro futuro seguirá siendo cada vez más oscuro y lamentable. Parafraseando a Carlos Pellegrini, concluyo clamando por que surja esa nueva generación de dirigentes políticos.

Martín Lagos es Licenciado en Economía y profesor universitario

1. CRITERIO, LXIII, N°2057, p. 511.

1 Readers Commented

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  1. Ricardo Daniel Ferrero on 18 enero, 2021

    Cuando el particularismo pretende explicarlo todo, lo que evidencia es que se desconoce la naturaleza del conocimiento en la racionalidad humana organizada para anular la institucionalidad de una comunidad o del paìs. Pero valga indicar que esto deviene a su vez, del desconocimiento de la naturaleza humana. Pero coincido con articulista en señalar que el hàbito vicioso del vulgo presidiario ciudadano, exige, ya no dirigentes, pues la visiòn de que las èlites son las que salvan, lo que hacen es reproducir en sus decisiones, efectos elitistas antes que ser un medio transitorio. Sino lo que esta realidad demanda son formadores de campo, que proporcionen y determinen que una acciòn convincente y formativa que acucie a que se asuma que todos deben ser esos formadores: todos los hombres de un paìs por estructura deben asumir los ùnicos valores nacidos desde la bùsqueda honesta de la verdad, la que ahora es la Filosofìa Aristotèlica y Tomista, convertida en sabidurìa cristiana por la revelaciòn de JesuCristo y la apostolicidad asistida misteriosamente con un sentido de ser cuasi-perfecto y una coherencia a prueba de exàmenes informatizados: deseo esclarecer por què? La vida de la Iglesia se desarrolla en la gracia del Espìritu divino porque hay una naturaleza racional fidedigna a lo que son las cosas y el hombre y la honestidad institucional en dos mil años de gente honesta, fiel y formada ha generado el ejèrcito de vocaciones que hacen de la virtud teologal el fundamento de su racionalidad, amèn de ejercer la racionalidad natural en sus cenits: entonces concluyo, no son suficientes 2000 años de santos, de màrtires y de honestos? Por què evitar invitar a todos los seglares catòlicos a generar una conciencia de reino de Dios o naciòn trascendente para vivir nuestra patria que en 500 años ha evidenciado la malicia del capricho y la falsedad del iluminismo, el modernismo por ser ideologìas sustentadas por logias extranjeras y dineros: el hombre sin Dios es un estùpido para vivir y sin fundamento rechaza el principio y fuente del orden: Dios y manosea todos los logros cristianos de occidente en Argentina. Por què entonces dejar de iniciar el «sunami» amante del orbe fiel y arrojado en valor, de ñuestra Iglesia fiel en CristoJesùs y su tradiciòn y magisterio??….Lo administrativo es una simplicidad, si actuamos con nuestros principios humanos en Cristo: Os invito a que invitèis a todo hombre con Dios y sin Dios: solo èstos os responderàn ràpidamente con el rechazo del adolescente necio e irresponsable. Salud en El. Ricardo

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