En su comentario al Evangelio del Domingo XXV durante el año, el pasado 20 de septiembre, en el Angelus, el papa Francisco interpretó la parábola de los obreros de la viña de San Mateo (20, 1-16). Como una de las frases que usó entonces fue reproducida en Twitter fuera de contexto, en la Argentina fue leída en el marco de declaraciones que el Presidente había hecho despreciando los méritos que pueden hacer las personas y condenando lo que mencionó como “meritocracia”.
En su comentario, Francisco comienza destacando que el dueño del campo sale una y otra vez a buscar obreros para su mies; hace un paralelo con la necesidad de que la Iglesia salga también a buscar nuevos operarios para el Reino y expresa que es mejor optar por correr los riesgos de esa salida que quedarse sin hacer nada. Afirma que Dios sale siempre. Esto es, a Él le corresponde la iniciativa.
Se refiere luego a la recompensa a los trabajadores. El dueño ordena la misma paga para todos, lo que ocasiona que los primeros que entraron a trabajar se indignaran y murmuraran contra él. Pero el dueño, Dios, insiste. Porque Él, dice el Papa, siempre paga lo máximo. Explica que Jesús no está hablando del trabajo ni del salario justo, sino del Reino y de la bondad de Dios. Para Dios no cuenta quién llega al final; recuerda que, de hecho, el primer santo reconocido por la Iglesia es el buen ladrón que reconoce a Jesús justo antes de morir a su lado.
Al trabajador del Reino le cabe tener como única recompensa la amistad con Dios. Él da la gracia, que es más de lo que merecemos. Por eso, el que confía en sus propios méritos, fracasa. En cambio, el que confía en la misericordia de Dios, no. Dios no mira el tiempo y los resultados, dice Francisco, sino la disponibilidad con que nos ponemos a su servicio. Su actuar, entonces, es más que justo.
Después, el Papa escribió en su cuenta de Twitter: “Quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con la propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último. En cambio, quien se confía con humildad a la misericordia del Padre, pasa de último a primero (cfr. Mt 20, 1-16)”.
Una lectura religiosa del texto
En la parábola, el dueño de la viña acuerda con los primeros el jornal de un denario –algunos expertos dicen que era suficiente para cubrir las necesidades de una familia–. A los segundos les dice que les dará lo justo. A los demás, sólo les dice que vayan a la viña, como si se sobreentendiera el precio. Ellos van. A los últimos les pregunta cómo es que estuvieron todo el día parados, a lo que ellos responden que nadie los había contratado; dan a entender que no era que no quisieran ir a trabajar, sino que no tuvieron posibilidad de hacerlo.
Con los primeros fijó un precio explícito, un número inequívoco, exacto. A los segundos les menciona “lo justo”; a los últimos, no les menciona la paga. Quizá se pueda leer una diferencia entre los que acuden a trabajar por una cantidad precisa fijada por contrato, los que lo hacen por una retribución justa, sin conocer su cantidad, lo que implica un cierto depósito de confianza en el dueño, y los que van a la viña por lo que fuera, antes de volver a casa sin nada.
¿Es justo el denario?
El denario fijado por contrato es justo porque está acordado por ambas partes; el denario justo para los segundos lo es porque lo dice la palabra confiable del dueño, y así lo entienden los que aceptan ir a la viña sin un número; el denario pagado a los últimos es justo porque es compasivo: los que estuvieron esperando todo el día sin oportunidad, también necesitan llevar algo para el sustento de sus familias. La parábola afirma el valor de cumplir los contratos, el valor de la palabra de la persona honesta, y el valor de la compasión y la generosidad.
Cuando los primeros contratados murmuraban contra el dueño, no le reprochaban incumplimiento de contrato ni falsedad, mezquindad o injusticia. No argumentan el haber hecho bien su trabajo, o mejor de lo que se esperaba de ellos, sino haber aguantado el día y el calor. No hablan algo que merecieron y no recibieron, sino de un costo que ellos tuvieron por haber cumplido y los últimos, no.
La respuesta del dueño de la viña se refiere primero a haber cumplido el contrato; después, a su deseo de dar algo igual a los últimos lo mismo que a los primeros: es el contrato, pero también es la atención a la necesidad de cada trabajador. Finalmente, expresa la soberanía de su voluntad por la que no puede ser cuestionado, su libertad de ser bueno, y la impertinencia de tener una mirada negativa sobre eso. En resumen: que el denario es justo en todos los casos.
El contexto de la parábola
Si en Levítico 19, 13 Dios manda: “No oprimirás a tu prójimo, ni lo despojarás. No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente”, en Deuteronomio 24, 14-15 el mandato se expresa así: “No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que resida en tus ciudades. Le darás cada día su salario, sin dejar que el sol se ponga sobre esta deuda: porque es pobre, y para vivir necesita de su salario”.
La primera fórmula expresa la norma; la segunda, además de la norma, agrega la compasión. Esta expresión da razón de la norma, el fundamento por el que ella debe ser cumplida: el fundamento y el fin. La parábola remite implícitamente al texto deuteronómico.
El texto de Mateo no tiene paralelos en los otros dos sinópticos. Parece responder a la pregunta que Pedro hace a Jesús en el párrafo anterior: “nosotros, que hemos dejado todo para seguirte, ¿qué recibiremos?”. En lo inmediato, Jesús les dice que, cuando Él esté en su trono de gloria, ellos estarán a su lado para gobernar las doce tribus de Israel, y que respecto a lo que cada uno dejó, recibiría el ciento por uno y heredaría vida eterna. La pregunta ya estaba respondida entonces.
Pero al parecer, al referirse a los diferentes tiempos de ingresar a trabajar por el Reino, Mateo se hace eco de un problema planteado en la primera comunidad de cristianos: si los que llegaban a ella siendo paganos –o incluso pecadores, publicanos, extranjeros o prostitutas–, tenían la misma condición de quienes habían respondido al Maestro siendo judíos, “a quienes Dios habló primero”. El denario prometido es la vida de gracia, la vida eterna: todos la recibirán.
Una interpretación posible
Jesús habla del Reino de los Cielos. Como todas las parábolas, esta enseña con imágenes de la vida cotidiana que representan una realidad no visible. Aquí el dueño de la viña es Dios que sale a buscar a los trabajadores. Y llama a unos trabajadores primero y a otros después. Lo importante es que todos respondieron afirmativamente y fueron. El denario prometido es la vida eterna. El relato supone que todos trabajaron y no cuenta si mejor o peor, sino sólo el tiempo de ingreso a la viña, y el momento de la paga final.
El dueño que sale a buscar trabajadores revela que la iniciativa siempre la tiene el Señor. Al hombre le corresponde responder al llamado. Hay un pacto: Dios propone un trabajo, una misión, y promete una recompensa, como Jesús hace en el párrafo anterior (Mateo 19, 27-30), y como Dios había hecho con Abraham y en adelante. El llamado se repite. A los que hacia el final del día no habían trabajado todavía no les amonesta sino que los incluye.
Cuando ordena al administrador comenzar el pago por los últimos y terminar por los primeros, pareciera que adopta un criterio arbitrario. Sin embargo, podría pensarse que cumpliendo la norma, el pago de un denario, asume el elemento compasivo: atiende a que los últimos esperaron todo el día sin que nadie los llamara con la angustia que podría ocasionar no tener nada que llevar al volver al hogar. No hay un juicio sobre quién hizo mejor el trabajo.
La respuesta a quien murmuraba dice mucho: primero, no hace injusticia; segundo, afirma su voluntad de dar a todos algo igual –no olvidar que no ese algo es la vida eterna-; tercero, que eso implica hacer con lo suyo lo que quiere: esto es, su poder libérrimo; cuarto, que ese poder es también su bondad; quinto, que su bondad no debía generar una mirada mala –“tu ojo malo” –. La mirada mala puede entenderse como el medirse con otro, el compararse con otro, que es la raíz de la envidia y el resentimiento. La contundencia de la respuesta dada con mucha autoridad remite a Romanos 9, 11, donde Pablo afirma “la libertad de la elección divina”, y la argumentación siguiente sobre que Dios no es injusto, pero sobre todo 9, 20: “¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?”.
El versículo final: “Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos”, se reproduce en Marcos 10, 31, también hablando de la recompensa al desprendimiento; y en Lucas 13, 30, al finalizar el pasaje en que Jesús habla de que el dueño de casa puede cerrar la puerta dejando fuera a muchos de sus conocidos mientras adentro, junto a los Patriarcas y Profetas, “vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios”. Claramente, los últimos llamados.
Esta parábola entonces se refiere al llamado y la inclusión en el Reino de los Cielos; a la iniciativa, la justicia, la bondad y la libertad de Dios. En la liturgia del día y en relación a las otras lecturas, el tema central es la misericordia divina.
Una interpretación laica
Un lector que mirara este pasaje evangélico sin darle una connotación religiosa y sin referirlo a otros textos bíblicos, podría tomarlo como un texto de sabiduría. Como tantos otros, se trata de una narración simbólica.
Nuestro lector laico anotaría que el dueño del campo sale a buscar sus operarios porque los necesita. A los primeros que encuentra les propone un jornal por un denario, pacta con ellos y cumple su parte. A los demás les propone el mismo jornal y también cumple su parte. Cumplido el contrato, todos reciben lo que esperaban. El criterio para pagar igual suma por distintos tiempos de trabajo, no es explícito.
Si salió a buscar obreros porque los necesita, luego llama a otros porque ellos necesitan. A los ojos de los primeros es una injusticia, pero él cumple estrictamente el jornal pactado, y luego ejerce su libertad de ser bondadoso y generoso. Hay en el relato una valoración del cumplimiento del contrato, del trabajo necesario –todos trabajan–, como también de la magnanimidad del propietario. “¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?”, es una contundente afirmación de la legitimidad de la propiedad privada.
El último versículo es misterioso. Con seguridad, no se refiere al desempeño de los trabajadores ni a sus defectos o virtudes. Tampoco se lee competencia entre ellos ni ninguna característica especial del administrador. Aparte del salario pactado, no se percibe otra relación con el dueño. El lector laico se quedaría sin respuesta.
El asunto del mérito
Las palabras del Papa permitieron que muchos las interpretaran como un apoyo a la opinión de rechazo al valor de los méritos y los esfuerzos personales. Esta opinión es parte de una ideología que está actualmente extendida y expresada en diversas formas. Es de lamentar que esas palabras del Papa no generen una lectura unívoca. Y parece oportuno reflexionar sobre el valor del mérito, tanto en lo personal como en el aspecto cultural.
La etimología de “merecer”, vocablo que proviene del latín, lo vincula con las ideas de “alcanzar a, llegar a” (Corominas y Pascual). El Diccionario de la Real Academia Española registra tres acepciones principales: 1. Acción o conducta que hace a una persona digna de premio o alabanza; 2. Derecho a reconocimiento, alabanza, etc., debido a las acciones o cualidades de una persona; 3. Valor o importancia de una persona o de una cosa. El cuadro de Velázquez es de gran mérito.
En la vida cotidiana, salvo que medie un reglamento específico, concurso, competencia o contrato que establezca un derecho para quien cumpla condiciones establecidas, el mérito hace a la persona acreedora a una aprobación o desaprobación en cierto modo indeterminada, que depende de la voluntad, los valores y la empatía de quienes la otorgan. Esto significa que no necesariamente el mérito crea derechos.
Pero en el ámbito religioso cristiano, sobre el mérito hay doctrina. El fondo de la cuestión es la salvación por sólo la fe, o por la fe y las obras. Asunto que generó un prolongado debate teológico y divisiones entre los cristianos en el pasado.
La Iglesia Católica en su Catecismo se refiere específicamente al tema. En efecto, cabe reproducir los siguientes parágrafos:
2006. El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte de una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la rige.
2009. La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la “herencia prometida de la vida eterna” (Cc. de Trento: DS 1546). Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf. CC. de Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido… los méritos son dones de Dios” (S. Agustín, serm. 298, 4-5).
956. Los santos ruegan por nosotros en el Cielo, y nos ayudan, porque ellos presentan ante el Padre, por medio de Jesús, el único Mediador, “los méritos que adquirieron en la tierra…”
1733. Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito de demérito. [Las cursivas pertenecen al original].
Otros números reiteran que son los méritos de Cristo los que alimentan todas las gracias, nuestra esperanza, etc. Es Él quien genera esa carga de valor que permite que las acciones humanas tengan un valor ante su Padre, un valor salvífico, un mérito.
Es legítimo vincular el mérito al esfuerzo y al trabajo. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia abunda en la afirmación del valor del trabajo:
257. El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza o, al menos, de condiciones para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la pobreza (cf. Pr… 10, 4) (…)
259. En su predicación, Jesús enseña a apreciar el trabajo. Él mismo “se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco de carpintero” en el taller de José (cf. Mt. 13, 55; Mc. 6, 3), al cual estaba sometido (cf. Lc. 2, 51). Jesús condena el comportamiento del siervo perezoso, que esconde bajo tierra el talento (cf. Mt.25, 14-30) y alaba al siervo fiel y prudente a quien el patrón encuentra realizando las tareas que se le han confiado (cf. Mt. 24, 46). Él describe su misma misión como un trabajar: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn. 5, 17); y a sus discípulos como obreros en la mies del Señor, que representa a la humanidad por evangelizar. (…).
261. Durante su ministerio terreno, Jesús trabaja incansablemente, realizando obras poderosas para liberar al hombre de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte. (…).
263. El trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no solo como participación en la obra de la creación, sino también de la redención. (…).
264. La conciencia de la transitoriedad de la “escena de este mundo” (cf. 1 Co 7, 31) no exime de ninguna tarea histórica, mucho menos del trabajo (cf. 2 Ts 3, 7-15), que es parte integrante de la condición humana, sin ser la única razón de la vida.
Nuestro recordado Papa Pablo VI, hoy santo, en su encíclica Populorum Progresio expresó claramente el valor del esfuerzo personal:
15. En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta. Desde su nacimiento, ha sido dado a todos como en germen, un conjunto de aptitudes y de cualidades para hacerlas fructificar; su floración, fruto de la educación recibida en el propio ambiente y del esfuerzo personal, permitirá a cada uno orientarse hacia el destino que le ha sido propuesto por el Creador. Dotado de inteligencia y de libertad, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación. Ayudado, y a veces estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más.
En nuestra opinión, si el trabajo es una forma de insertarse dignamente en la comunidad, y si es la manera de construir la vida material personal y social, aun cuando sea satisfactorio y otorgue reconocimiento, pero sobre todo cuando no lo es plenamente, el trabajo es esfuerzo; muchas veces, sacrificio; incluso, consumidor de las mejores energías hasta el límite de cada uno. Y eso es mérito. Desde el punto de vista de la vida civil, digno de ser puesto de manifiesto, de compensarse, de alentarse, de premiarse.
El esfuerzo de un padre de familia para llevar el sustento a su hogar; el de una madre para atender a sus niños pequeños y orientarlos en la vida; el de un artesano, un científico, un médico, un maestro, un deportista, un político, un técnico, un misionero; el esfuerzo de cada uno para llevar adelante la propia vocación, ganarse la vida honestamente, sostener una familia y contribuir al crecimiento de la sociedad, eso es mérito. Eso merece ser enseñado, estimulado, aplaudido. Lo contrario es creer en la vida fácil, enseñar a tomar beneficios sin participar en su obtención, generar individualismo hedonista, indolencia y parasitismo. Porque dependemos unos de otros, todos debemos poner nuestra parte para nosotros mismos y para los demás. Sin duda, esto es lógica humana, pero es una buena lógica apoyada en la experiencia, la historia y muchas enseñanzas de sabios que pasaron por el mundo.
Sobre la meritocracia
Hay una crítica más o menos difundida a la “meritocracia”. Se entiende que esa crítica señala la supuesta injusticia de que los puestos sociales –académicos, económicos, laborales– sean ocupados por quienes obtuvieron más méritos en sus carreras, que otros. La injusticia se basa, dicen, en que no todos parten del mismo punto sino que unos, que no tienen ni siquiera sus necesidades básicas satisfechas, deban competir con otros que cuentan con muchos recursos que los favorecen.
Es cierto que hay muchas situaciones en la vida social en que hay que competir por un puesto y que los evaluadores tratan de ser objetivos al adjudicarlo a quien tiene mejores antecedentes. Muchas veces, los jurados o evaluadores juzgan los logros que el candidato presenta a consideración, sin tener en cuenta lo que a cada uno le costó obtenerlos. Pero eso es algo que depende de los criterios y del tino de los evaluadores que, si verdaderamente son objetivos y miden con la misma vara, no serían subjetivamente injustos. La injusticia tendría lugar si tomaran en cuenta los antecedentes de uno y no de otros, o si le concedieran más valor a un antecedente porque fue presentado por uno, siendo el mismo presentado por otros. Lo injusto es el favoritismo, no el reconocimiento de los legítimos méritos.
Pero si una sociedad tiene arraigada la costumbre de valorar los méritos individuales, la competencia limpia, las decisiones de los jurados; si cada uno respeta las normas y es honesto en las situaciones en que compite; en fin, si se rechazan las trampas y los atajos, si la confianza es lo normal y la transparencia se obra, se exige, se comprueba y se premia, no puede haber sino ganancia para el sistema social. Una sociedad prospera para bien de todos si encarna una cultura de reconocimiento al esfuerzo, la constancia, la creatividad, la innovación; la veracidad en los datos personales y públicos, el cuidado del patrimonio recibido y la gratitud a las generaciones pasadas; la inversión en producción y bienestar, sobre todo en educación porque en ella reside la clave para asegurar un punto de partida más equitativo. Finalmente, si incorpora a su cultura la austeridad y la solidaridad con los más débiles.
La igualdad simple, es decir, que todos los miembros de una sociedad sean iguales en todo sentido, sólo es sostenible en un sistema fuertemente autoritario que ignore las aptitudes, las capacidades, las libertades y los valores de las personas. Un sistema que, por otra parte, no podría operar sino admitiendo que “unos son más iguales que otros”. La experiencia histórica reciente lo demuestra.
Al respecto, la propuesta del filósofo Michael Walzer (2) sobre la igualdad compleja brinda una herramienta adecuada para la comprensión de las sociedades actuales y para tratar de diseñar formas éticas de funcionamiento de distintas áreas sociales respetando las diferencias y consolidando la justicia.
¿Qué mejor cosa podría aspirar una comunidad que ser gobernada por los mejores, beneficiada por los talentosos, impulsada en su desarrollo por los más capaces en cada esfera de la vida social, para beneficio de todos?
Una acertada distinción
En un artículo reciente (3), el escritor perteneciente a la Real Academia Española, Javier Marías, contestó a ciertas voces que criticaban el manifiesto de más de 150 intelectuales contra la intolerancia hacia quienes piensan distinto.
Como un artículo representativo de esas opiniones calificaba a los firmantes como “privilegiados”, Marías señala que se ha llegado al extremo de que todo logro se considera un privilegio. A cualquier individuo que tuvo éxito en su actividad se le tilda automáticamente de “privilegiado”, con la terrible connotación negativa que ha adquirido la palabra. Y agrega: “No es así, consulten el Diccionario de la Lengua Española de vez en cuando”.
Marías considera una “abominación conceptual” pensar que lo que las personas han hecho en su vida es indiferente, “y que si alguien ha tenido talento, mérito, tesón, suerte o incluso astucia, eso lo convierte de inmediato en un repugnante privilegiado elitista”.
Compartimos con Javier Marías la preocupación por la falta de distinción entre lo que es un logro –conseguido la mayor parte de las veces con esfuerzo, sacrificios, renuncias, constancia, fe y amor por la propia vocación– y lo que es un privilegio: un lugar y sus beneficios a quien no hizo nada por llegar a él.
El artículo de Marías da cuenta de una práctica en España, pero que lamentablemente está muy difundida también en nuestro país.
A modo de conclusión
Está claro que la parábola de los obreros de la viña se refiere centralmente a la misericordia divina. Una lectura atenta del texto permite comprender su profunda riqueza. En particular, cabe observar la complementación del elemento normativo con el elemento moral que es, finalmente, su fundamento.
Como se hizo una lectura vinculada al mérito, se presenta la ocasión de recordar la doctrina católica al respecto que se puede resumir así: Jesús es la fuente de todos los méritos ante Dios, pero cada uno puede alcanzarlos con su esfuerzo para desarrollar los talentos recibidos. El trabajo, el esfuerzo y la constancia valen para cada persona, para la vida eterna, y valen para la comunidad.
Condenar los méritos personales en nombre de una hipotética igualdad es obrar en sentido contrario al común, es empobrecer la vida comunitaria, es dar más oportunidades a la injusticia.
NOTAS
1. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6.
2. Michael Walzer. (1997). Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad. México, Fondo de Cultura Económica.
3. Publicado el 19 de septiembre de 2020 en su blog http1s://javiermariasblog.wordpress.com/