El orden social es una trama de vínculos de pertenencia y convivencia regidos por un cierto orden normativo. A este orden se suma un entramado de hábitos que están vigentes en la práctica más allá de las leyes. Prácticas que condicionan nuestras opciones y decisiones, sean o no conformes a la ética.
El bien de todos depende de ese orden social, que se acrecienta en el respeto de las normas justas y se deteriora cuando las normas justas son violadas o se privilegian las prácticas por izquierda. Hoy en día el orden mundial y el orden de los argentinos se ven alterados por la pandemia y cuando haya pasado esta crisis, nos encontraremos probablemente con un orden empeorado.
La Argentina llegó a 1983 con un consenso nuevo: los argentinos no quisimos nunca más gobiernos militares. Pero entre 1983 y 2020 no hemos alcanzado todavía un orden democrático pujante.
El orden político desde hace tiempo parece no diferenciar al Estado del Gobierno. A ello se suma una crisis de representación en la medida en que no está claro quién es en realidad el primer mandatario.
Nuestro orden federal nos debe desde 1994 la ley de coparticipación dispuesta por la Constitución.
Nuestro orden judicial padece de la enfermedad de la procrastinación. Una justicia lenta no es justa. Se ha la politizado la justicia o juridizado la política, y en algunos fueros y casos, hubo corrupción.
Nuestro orden público está atravesado por la criminalidad y el narcotráfico.
Nuestro orden económico financiero es el de un país endeudado en exceso, con inflación desproporcionada y altos índices de desempleo, sin que conozcamos todavía el camino de salida. Durante décadas nos habituamos a generar una demanda que supera la oferta disponible en cada momento.
Nuestro orden impositivo es distorsionado y perjudicial directamente para el trabajo y los inversores, e indirectamente para el mismo Estado.
Nuestro orden social muestra una altísima proporción de jóvenes en la categoría de “ni ni”, sin una perspectiva de futuro o de realización de su potencial de personas.
Podríamos seguir con datos de nuestro orden precario en materia de educación, salud, medio ambiente…
Este orden desordenado que ostentamos es también parte de nuestra cultura anómica, a la vez causa y efecto de nuestros problemas de convivencia. Si rastreáramos un poco nuestro pasado, podríamos encontrar una matriz de relativismo ético subyacente.
Con el proceso de secularización floreció una cultura del relativismo ético, donde la responsabilidad se diluye y la vergüenza y la culpa desaparecen. Una cultura de principios cambiantes, según la conveniencia.
Nuestra cultura inflacionaria es en parte coherente con ese relativismo: nos condenó a un eterno presente y fue una de las causas que hizo imposible imaginar y proyectar un futuro mejor, condenándonos al cepo del cortoplacismo.
Nuestros propios defectos nos llevaron a un orden de pobreza del 40% de la población, porcentaje que con la pandemia no dejó de crecer y no sabemos a dónde llegará dentro de algunos meses.
La cultura argentina la hicimos y hacemos nosotros. Juan José Sebreli nos recuerda que “La sociedad argentina está acostumbrada a vivir de mentiras”. Norma Morandini agrega: “Por la tergiversación, por las mentiras, por las interpretaciones ideológicas, no terminamos de entender que en una democracia, definida por su pluralidad, la memoria también debe ser plural para caminar hacia lo que es esquivo para los argentinos, la reconciliación”.
En el orden que tenemos, la reconciliación se ha convertido en una mala palabra para muchos argentinos. Y hay interesados en que siga siéndolo.
Nuestra cultura inconstante, con algo de anárquica, llegó a decir “que se vayan todos”. Hoy nuestro orden social está cruzado por una grieta. Nuestra grieta no se produjo por sedimentación o por accidente, es intencional. Es una grieta que venimos arrastrando porque desde dirigencias opuestas se buscó polarizar a la ciudadanía con propósitos electorales. De ambos lados de la grieta se supone ser representantes de una voluntad popular “verdadera”, rígida y eterna. Unos y otros nos sentimos “argentinos de bien” y consideramos apátridas o vendepatrias a los del otro lado. En esa intolerancia anida la voluntad o la añoranza de un régimen de facción que no es auténticamente democrático.
La grieta se muestra en falsas polarizaciones, como la contraposición entre derechos individuales y colectivos, ya que todos los derechos están para ser respetados y defendidos.
A la grieta sumamos el desorden de la corrupción. ¿Cómo podría no crecer la corrupción si desde que se creó la Oficina de Anticorrupción ningún Gobierno dispuso que dependiera de una autoridad distinta del mismo Poder Ejecutivo que debía ser auditado?
También es desordenado el desarrollo entre las provincias y regiones del interior y el gigantismo de la megalópolis del AMBA. Las provincias son rehenes del Gobierno federal de turno. En medio de este desorden, prolifera la ocupación ilegal de terrenos.
La grieta y la corrupción son alimentadas por el populismo, que, de derecha o izquierda, confunde al prejuzgar que todo lo que viene del pueblo es en principio bueno y santo. Natalio Botana recuerda que la gente quiere que haya populismo, el denostado populismo es una creación de la propia sociedad.
La nuestra es una cultura gregaria, con rasgos predemocráticos, refractaria a las reglas, una cultura del que “si pasa, pasa”, que envidia el éxito y sospecha del mérito. Juan Grabois dijo: “No es culpa de Alberto ni de nadie, es un problema cultural de la política”.
Entonces, ¿qué lugar ocupan los valores en nuestro orden?
Los valores son el móvil que condiciona y orienta las convicciones, las opiniones, las decisiones y en definitiva las conductas, lo que queremos y esperamos de un orden social.
En nuestro orden la vigencia cultural de valores comunes es débil. Nuestra “moralidad promedio” es baja. Hay relativismo moral en la Argentina. Las encuestas con las que trabaja Marita Carballo, de VoicesResearch, señalan que sólo para un tercio de los argentinos las líneas directrices sobre el bien y el mal son claras y las reglas éticas a seguir son indiscutibles; los demás se ubican en un escenario de incertidumbre o bien reconocen directamente que no hay brújula moral.
El deterioro ético de nuestra sociedad coincide con el deterioro económico y político registrado en lo que va del siglo. El mal humor y las tensiones políticas y sociales precedían a la pandemia, pero ésta los acentúa. Así llegamos al orden sui generis de hoy a partir de la convicción de que ciertas normas no serán respetadas y que eso no generará ni vergüenza ni sanciones.
¿En qué orden queremos vivir?
Queremos vivir en un país donde las conductas de los ciudadanos de a pie y sus dirigentes en todos los órdenes, no solamente en la política, se guíen por la vigencia efectiva de los valores comunes: la verdad, la libertad, la justicia y la paz.
Que para ello nuestros hijos y nietos sean educados en la fidelidad con esos valores.
Que elijamos dirigentes que se distingan por su compromiso con esos valores.
Que el discurso y el debate político se ejerzan en el respeto y la exaltación de esos valores.
Que la violación de esos valores sea sancionada por la Justicia según las leyes y por la vergüenza de quienes los violan.
Queremos vivir en un orden donde pueda reinar la confianza: confianza en que nuestros políticos fundarán sus propuestas en estudios serios, en que sus promesas serán mantenidas cuando llegan al gobierno, en que serán veraces en las informaciones que nos brindan.
Queremos un orden económico donde la confianza no se mida en dólares.
Queremos vivir en nuestra polis sin necesidad de salir a las calles como piqueteros o como manifestantes.
Queremos que los ciudadanos designados como funcionarios o elegidos como representantes puedan generar confianza, porque han llegado por su idoneidad y no por acomodo.
El orden que necesitamos es el consenso social y político, basado en la Constitución Nacional.
¿Cómo haremos para reordenarnos?
La pandemia está afectando la confianza en la política y los consensos sociales en todo el mundo. Cuando pase esta crisis global necesitaremos cambiar hacia un consenso de consistencia ética, para un orden renovado.
Necesitamos perseverancia y paciencia para renovar el consenso que se generó a comienzos de siglo con el consenso del Diálogo Argentino. Un consenso que desmienta la grieta y a quienes entre nosotros tienen interés en profundizarla.
Necesitamos el coraje colectivo para sacudir las falsas seguridades del “siempre se hizo así”, despertar nuestra imaginación y asumir la aventura de labrar el futuro. El mismo coraje para ponernos en actitud autocrítica respecto de nuestra cultura autocomplaciente.
Si la historia nos trajo al orden actual, necesitamos imaginar un orden del futuro, con etapas progresivas y un camino de consensos sobre políticas de cambio que nos lleven a una Argentina confiable, sin grieta y sin corrupción.
José Nun usa una metáfora adecuada para ilustrar nuestro tiempo: dice que estamos “en un difícil tiempo de siembra y no de cosecha”.
Nos debemos acordar, generar y provocar los cambios virtuosos necesarios para el bien común. No se trata de cualquier cambio, porque la tentación del orden nuevo puede esconder atajos y trampas no democráticas, como alguno que se intenta en el ámbito de la Justicia.
No queremos el orden de una polarización antidemocrática, de la elección de líderes por aclamación, un falso orden a costa de la libertad de pensamiento, opinión y de prensa.
Nos debemos encarar los cambios en nuestra cultura política, económica y social. Monseñor Stanovnik, en su reciente entrevista en esta revista, decía que entre nosotros hay una suerte de colonización cultural que nos impide escuchar a todas las voces. El primer paso que podemos dar consiste en cultivar la cultura de la escucha, que es el paso natural previo al encuentro y al diálogo. La cultura de la escucha nos llevará a resignificar viejos slogans como los de “liberación o dependencia”. Con ellos se pretendió justificar la violencia.
De lo que se trata ahora es de liberarnos de falsos valores como el pragmatismo y el dogmatismo, que tienen algún grado de vigencia y adherentes entre nosotros. Son como dos enfermedades que compiten entre sí para ver cuál hace más daño a un mismo cuerpo enfermo. Pragmatismo y dogmatismo son parte de la dependencia cultural de lo políticamente correcto, que sirve para ocultar lo que no se quiere ver y para hacer propaganda de lo que le conviene a algunos.
Hoy por hoy, nuestra cultura política se asienta sobre las bases de la crisis de la representatividad política que se verifica también en otras partes del mundo. Prácticas políticas como la de legisladores que no son fieles al mandato de sus votantes, o que violan la incompatibilidad de ser a la vez legisladores y funcionarios, cuando la ley expresamente lo prohíbe, o las “ candidaturas testimoniales”, que son una burla a la confianza de los electores.
La pandemia, que nos ha privado por un tiempo de las reuniones presenciales, ha llevado a multiplicar los debates virtuales, con una participación inusitadamente alta. Estas nuevas prácticas pueden convertirse en hábitos que faciliten una lectura más profunda y más comprensiva de los signos de la Argentina de hoy y den luz a una voluntad de diálogo y compromiso que generen nuevos consensos.
En agosto pasado, los Gremios Confederados y las organizaciones de la Economía Popular publicaron un documento donde afirman que “La Argentina tiene un solo camino para salir adelante: el camino de la Unidad Nacional”. Lo que es muy cierto.
El gran cambio cultural que debemos alentar es el de la cultura de la escucha, la cultura del reencuentro, la cultura de la reconciliación. Nos debemos el pensar juntos, dialogar, y también negociar y acordar con otros que pueden no compartir nuestra visión sobre la realidad. Se trata de pensar y dialogar sobre el futuro al mismo tiempo que se van desarrollando los hechos.
El agente del cambio con el que podemos contar es la sociedad civil. La Argentina tiene una sociedad civil fuerte, es un país con muchas instituciones que no nacen ni dependen del Estado, sino de sus miembros. Hay millares de asociaciones de la sociedad civil a lo largo y lo ancho del país En la sociedad civil se gestan los cambios culturales. Ella puede frenar la tentación totalitaria del monopolio de la opinión pública del partido hegemónico o del Estado absorbente en manos de un partido paternalista.
La toma de conciencia del propio peso como sociedad civil puede llevarnos a mejorar nuestra participación pública de manera que pasemos de ser meros habitantes para asumirnos como ciudadanos. La fortaleza de nuestra sociedad civil puede ser la base desde donde alcancemos una participación cívica más comprometida, más lúcida, más responsable.
En una reciente audiencia general Francisco afirmó que los demagogos dicen “todo para el pueblo” pero sin oír a la sociedad y recordaba el principio de la subsidiariedad del que hablan las enseñanzas sociales de la Iglesia. Un principio que también obliga a la sociedad a ocuparse de lo que el Estado no hace o hace mal.
Afortunadamente, además, en nuestra sociedad civil la mujer argentina tiene una participación que es cada vez más significativa. Monseñor Víctor Fernández, puso de relieve recientemente la necesidad de que la mujer lidere “los cambios hacia un enfoque más materno de la eficiencia y de la vida social (…) abriendo el camino a nuevas solidaridades y a otras formas de pensar la sociedad, ya que hasta ahora predominó un proyecto masculino de triunfo, dominación y pretendido control de la realidad”.
En este cambio cultural los creyentes tenemos una responsabilidad indelegable. Entre nosotros no faltan quienes citan la Doctrina Social de la Iglesia o del Papa y al mismo tiempo hacen la vista gorda a las inconductas o las mentiras en la política, la economía o los medios.
Hay un camino mejor: hagamos una lectura profunda, rezada y colectiva de los signos de los tiempos y no nos equivocaremos en las prioridades. Hagamos del Estado la expresión de una comunidad política, más que un aparato anónimo y hostil.
Preservemos a la prensa, los medios y la opinión pública como un espacio de libertad, como un foro de diálogo, de informaciones veraces, de opinión. Dejemos de lado presunciones, imputaciones, rumores, escraches y el lawfare. “Es el momento de convertirnos profundamente como ciudadanos”, decía el inolvidable Monseñor Carmelo Giaquinta.
Dejemos seducirnos por los valores del corazón, que son la misericordia, la fidelidad y la belleza.
Desterremos el mal humor, el desasosiego y el pesimismo…
Cultivemos nuestra escucha antes que nuestro discurso.
Admitamos que nos hemos empobrecidos todos en nuestra Argentina,
pobres en ingresos, vivienda y trabajo,
pobres en humildad, pobres en sabiduría, pobres en fidelidad,
pobres en confianza entre nosotros.
En la siembra muchos tenemos que empezar por pedir perdón para que podamos cosechar reconciliación.