Hay una narrativa falsa que debemos abordar cuando se trata de la comunidad afro o latinoamericana negra: que América Latina, por multiétnica que sea, está libre del racismo sistémico y de la violencia racial.
Tras la muerte de George Floyd y Breonna Taylor, y en sorprendente coincidencia con el Decenio Internacional de las Naciones Unidas para las Personas de Ascendencia Afro 2015-2024, el mundo ha sido testigo de un levantamiento global contra el racismo estructural, con muchos países latinoamericanos que también denuncian este fenómeno. Sin embargo, en la región más desigual del mundo, los prejuicios raciales no son algo nuevo, ya que los negros o los afrodescendientes están entre los más marginados y discriminados en las Américas.
Las estructuras étnicas jerárquicas impuestas tanto a los negros como a los pueblos indígenas preceden a la sociedad latinoamericana moderna. Durante la época de la esclavitud colonial, entre los años 1500 y 1867, alrededor de 12,5 millones de esclavos fueron traídos a la fuerza a América desde África. Alrededor del 40% de los esclavos desembarcó en Brasil, mientras que el resto fue llevado a otros puntos de entrada en América Latina, como Montevideo, Buenos Aires, La Habana y Cartagena. La colonización europea –y la previa invasión, si queremos verla así– se estableció y prosperó a partir de un sistema de esclavitud que se convirtió en la base de una larga historia de racismo sistemático y estructural en la región.
Un ejemplo es la Argentina, donde suele escucharse la expresión «aquí no hay negros», lo que genera la pregunta de por qué los argentinos tienden a hacer tal declaración. ¿Es por orgullo, vergüenza o una simple observación? Buenos Aires es una ciudad cosmopolita con una vida cultural vibrante pero en la cual, a diferencia de otros países latinoamericanos, prácticamente no hay negros.
En 2005 se llevó a cabo un censo piloto de población que contaba a los negros y argentinos de ascendencia africana por primera vez desde 1887, en un intento por recopilar datos sobre la demografía de la etnia respectiva. Varias ONG estiman que el número de afroargentinos se sitúa entre el 4% y el 6% de una población total de 40 millones. Sin embargo, el censo oficial de 2010, en el que se introdujo por primera vez la pregunta del autorreconocimiento y origen étnico, indicó que el número de afroargentinos apenas llegaba a los 149.400. Los datos, claramente inconsistentes, revelan de esta manera una evidente falta de información sobre el número exacto de afrodescendientes y de sus respectivas condiciones socioeconómicas. El problema de la tergiversación y la invisibilidad racial trasciende sin ninguna duda la esfera social de la nación, donde afirmar que uno es descendiente de inmigrantes europeos es motivo de gran orgullo para los argentinos.
Las personas negras o afrodescendientes en la Argentina, como suele suceder en toda la región, tienden a tener trabajos mal pagos, sin beneficios sociales, y son más propensos a trabajar dentro de los márgenes de una economía informal bastante grande. No es de extrañar entonces que, entre las cien principales empresas de la Argentina (el 32% son de origen nacional, el resto son empresas transnacionales), no haya un solo CEO negro. La ausencia de políticas públicas inclusivas, particularmente para el mercado laboral, la baja asistencia escolar y la falta de educación de calidad de los afroargentinos sólo empeora los niveles de pobreza persistentes. El legado de la esclavitud está tan profundamente arraigado en el pacto social de una nación, que además de negar el racismo, excluye de manera silenciosa a los ciudadanos argentinos de descendencia africana de la vida oficial económica, social y política.
En América Latina, la segregación está compuesta de raza y clase, siendo esta última determinada por la primera. Las jerarquías sociales y las inequidades son claramente étnicas y se basan en el color: cuanto más oscuro es el color de la piel, inferior es el nivel socioeconómico y menores son las oportunidades disponibles. Este fenómeno también se conoce como desigualdad de color o “pigmentocracia”, término acuñado por el antropólogo chileno Alejandro Lipschutz, en la década del ‘40.
Un precursor ideológico a tener en cuenta es un elemento racista inscrito en la Constitución Argentina. El artículo 25 fomenta explícitamente la inmigración de colonos europeos, estableciendo hasta el día de hoy una identidad nacional eurocéntrica particularmente fuerte. Es por eso que la gente negra y las comunidades indígenas, es decir, los negros y morenos, son pensados y tratados como si fuesen ciudadanos invisibles y de segunda clase. En el país, existe una distinción evidente de etnias que se refuerza con la “cancelación” de las culturas negra e indígena, y de su contribución histórica. Lo que es notable, además, es el hecho de que la ideología eurocéntrica, así como se expresa en el artículo 25 de la Constitución Argentina, promoviendo la inmigración blanca-europea en vez de la no-europea, con evidentes implicaciones legales, ha sobrevivido siete reformas constitucionales entre el 1860 y 1994. Esto reafirma la correlación entre la Constitución y la naturaleza insidiosa de las disparidades raciales en la vida social, económica y política de la nación.
Un informe publicado por la CEPAL (Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe) en 2017, ha puesto en evidencia que las Constituciones de países como la Argentina no hacen referencia a las comunidades nacionales de ascendencia africana, las poblaciones, razas o etnias negras. La Constitución Argentina así como la de los Estados Unidos dejan claramente expuesto un sesgo antidemocrático: el poder político desde su fundación siempre ha estado destinado a una élite blanca, negando los mismos derechos a los ciudadanos negros.
Existen momentos en los que los gobiernos reconocen que un cambio transformador es fundamental para la supervivencia de la democracia. Es imprescindible revisar y reformar las Constituciones nacionales para reflejar la evolución social, y esto es algo que los responsables políticos y legisladores deben considerar seriamente. Como herramienta que proporciona el marco legal que las naciones necesitan para operar, la Constitución debe orientar, pero también reflejar, la sociedad que organiza políticamente. En otras palabras, debe guiar firmemente y adaptarse con flexibilidad a las necesidades de un mundo moderno.
La falta de información causada por la invisibilidad estadística sistémica en la Argentina, y un sistema político que favorece desproporcionadamente la representación blanca sobre las comunidades negras y morenas, destaca la importancia de una demografía precisa, y de un próximo censo más inclusivo y ambicioso. Las disparidades y prejuicios raciales intergeneracionales están tan omnipresentes en el tejido cultural argentino que perpetúan el ciclo de la desventaja y la vulnerabilidad de los negros e indígenas, y esto debe cuantificarse adecuadamente a través de indicadores sociales sólidos y transparentes.
Si nuestro objetivo es ir más allá de una democracia disfuncional, y llevar a la práctica la teoría, debemos reconocer la necesidad de corregir los errores del pasado y revertir el racismo institucional derivado de un sistema constitucional racista. A medida que el Covid-19 continúa exacerbando las desigualdades en la región, es fundamental que los gobiernos adopten acciones afirmativas en todos los ámbitos. Las instituciones públicas democráticas deben desmantelar los sistemas que perpetúan las inequidades raciales, implementar políticas inclusivas que enfaticen las disparidades étnico-raciales, y al mismo tiempo empoderen a las comunidades marginadas y discriminadas despojadas de su humanidad y dignidad.
Stephania Constantinou es Consultora en Desarrollo Sostenible
1 Readers Commented
Join discussionMuy buen artículo. Una pena que el formato obsoleto de la página no facilite difundirlo con facilidad en redes.