Pesebres distintos

Además del pesebre clásico, que es una estampa con sus personajes acostumbrados, hay infinidad de pequeños ámbitos donde algunas pocas personas gozan o sufren juntas bajo la mirada de Dios. Y también dejan una imagen.

En 1897, un Pablo Picasso casi niño pinta un cuadro que titula “Ciencia y Caridad”. En una pieza pobre, iluminada con una luz tenue, un médico, sentado a un lado de la cama, toma el pulso a una paciente que refleja en su rostro una gran debilidad y aflicción. En el otro lado de la cama, una monja con un niño en brazos ofrece a la enferma una taza para que beba. Todos se amparan unos a otros. Porque si bien el centro del cuadro es el rostro dolido de la mujer, su mirada se dirige hacia el niño, sin duda su hijo, por quien teme más que por ella misma. ¿Qué será de él? De modo que el pequeño también es el centro del cuadro. La monja mira a la mujer, está pendiente de ella. El médico mira su reloj de bolsillo, midiendo el tiempo de esa salud tan frágil. El centro, pues, es todo el cuadro, su forma: el valor inmenso y delicado de la condición humana.
Pocos años antes que Picasso, en 1891, Luke Fildes pinta su famoso cuadro “The Doctor”. El hijo del pintor había muerto, con sólo un año, en 1877, y Fildes, no obstante ese doloroso final, quedó muy impresionado y agradecido por el cuidado y los desvelos dispensados por el médico para con su hijo. Este médico se llamaba Gustav Murray; es bueno saberlo. El cuadro es dramático y sereno a la vez, conmovedor. Ya no estamos en un dormitorio sino en el rincón de una casa, también pobre, donde se ha improvisado una cama con dos sillas. Allí está acostada una niña. El doctor contempla, con atención y paciencia, el rostro de la pequeña enferma, que está iluminado por una lámpara que hay en una mesa cercana. El rostro de la niña, que parece dormir, está sereno. Detrás de las sillas y al lado de una mesa cercana a una ventana está el padre, de pie. A su lado está sentada su mujer, inclinada sobre la mesa, con el rostro escondido entre sus brazos. Tiene las manos entrelazadas, en un gesto de dolor extremo, o de plegaria, que aquí es lo mismo. El padre está mirando al médico, mientras tiene puesta una mano sobre el hombro de su mujer; el médico mira a la niña; la mujer mira algo más allá, o más interior. Otra vez, las miradas componen una imagen donde todos son una sola figura de fragilidad y también de mutuo amparo. La ventana muestra que está amaneciendo. En esto, Fildes instaló una esperanza más allá de su experiencia terrible cuando la muerte de su hijo. Él mismo escribió, acerca del cuadro: “En la ventana de la habitación el amanecer está llegando –el amanecer es el tiempo crítico de toda enfermedad mortal– y con él los padres recobran esperanzas en sus corazones, la madre ocultando su rostro para no mostrar su emoción, y el padre apoyando su mano en el hombro de su esposa como para dar confianza en los primeros atisbos de la alegría por la esperada recuperación de su hija”.

Volvamos a la estampa del pesebre, o a sus representaciones. Allí vemos que ese espacio íntimo fue lugar de amor y de cobijo, de esperanza y gozo, de alegría cantada por los ángeles y atesorada por los pastores. Ciertamente. Pero sabemos por el relato evangélico que fue también un ámbito testigo de un momento de incertidumbre, de inseguridad ante el futuro, de intemperie, de temor… El Niño ha nacido para tener una vida que ofrecer.
Algunos pintores tenían la costumbre de expresar este horizonte sacrificial, que tuvo su punto de partida en el pesebre, pintando disimuladamente en el fondo de ese establo un crucifijo profético, o haciendo aparecer al pie de la cuna un cordero con las patas atadas, preparado para la ofrenda. Hay muchos cuadros con este tema. Uno de los más nítidos es una “Adoración de los pastores”, del Greco (no el cuadro famoso, que está en el Museo del Prado, sino otro). Impresiona la composición: san José mira y alaba al Niño. La Virgen lo muestra a los pastores, que lo adoran. Pero en un primer plano, con una blancura que llama a la mirada, está el cordero que anticipa el sacrificio del Niñito. Lo notable es que esa blancura está en sintonía con la de la sábana de la cuna, hacia donde también es atraída la mirada, que puede ascender por ese camino blanco, que se prolonga en las vestimentas de un pastor, el único que no está en actitud de recogimiento ante el Niño, sino que, con los brazos abiertos y elevados, celebrando, mira por la entrada del pesebre a los pastores que afuera todavía se alegran con el anuncio y el canto del ángel, también blanco. (Dentro del pesebre ya hay también algunos ángeles que, en la parte superior, glorifican al Niño). Desde el cordero blanco hasta el Cielo blanco, en la noche. La profecía del sacrificio no apaga la alegría de la mirada luminosa de Dios sobre los hombres.
El rezo o el canto litúrgico del “Gloria”, en parte tomado de la alabanza de los ángeles ante los pastores, ha tenido, y tiene, distintas versiones. Pero las más notables aparecen en el final: “y en la tierra paz a los hombres”… “de buena voluntad”, “que ama el Señor”, “en quienes Dios se complace”… Lo que pasa es que se traduce aquí una palabra griega (eudokías, que literalmente sería “de buena opinión”) de acepción muy amplia y variada. Pero, en todo caso, tiene aquí el sentido de que el amor de Dios reposa de modo particular sobre los hombres. Es interesante ver que esta palabra que aquí anota Lucas es la exacta palabra que recoge Mateo en el episodio de la transfiguración del Señor (Mt. 17, 5). Cuando se dice: “Este es mi Hijo muy amado”, sigue eudokías, que suele traducirse como “en quien me complazco”, o “en quien pongo mi predilección”, o “mi predilecto”. No es descabellado tomar esta traducción habitual de la palabra referida al Hijo por Mateo y trasladarla al canto de los ángeles en Lucas. Ahora, en el Predilecto que acaba de nacer, que se ha unido a toda la condición humana, todos se tornan predilectos. Y hay júbilo.
Cuando la enfermedad o la muerte aparecen, hay que organizar un pesebre. Quienes se reúnen así en la fe, saben de la enorme necesidad de ser salvados, y, a la vez, de la voluntad de Dios de salvar. Crece entonces la esperanza y el consuelo. “Enfermo” es una palabra latina elocuente: in-firmus, el que no está firme, el débil, el necesitado de atención y cuidado. ¿Y quién, en último término, no se reconocerá en esta fragilidad? Cada uno a su modo. Serán pesebres distintos, pero han de ser todos pesebres de predilectos.

Poesía: «El predilecto»

Lo mira desde lejos

porque es indescifrable.

Adivina,

a través de la garúa,

que a ese peregrinar por los umbrales

no lo nutre ninguna esperanza de cobijo.

Cansado, sucio,

sin honor posible

ni forma de disimular

que se esconde de la vergüenza

de los otros.

Sólo le queda un cuerpo acabado,

pedazos enfermos,

sin alma.

Él lo mira desde lejos

y lo sabe indigno, irremediable,

portador del miedo y del asco

del río que pasa sin tocarlo.

Ahora se acerca y lo elige

ya casi rozándolo:

“¡Ah, si volviera a encarnarme!”

Ignacio J. Navarro es sacerdote y poeta

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