Como los Reyes Magos, a la búsqueda de Dios

1. Los magos, buscadores en la noche, guiados por la estrella
Los magos de Oriente vienen de lejos y han abandonado sus seguridades para emprender un camino en muchos aspectos arduo. Ellos manifiestan que el Señor se deja encontrar por los que lo buscan, por quienes se cuestionan, quienes abandonan sus certidumbres para ir hacia él.
En segundo lugar, los magos van guiados en la noche por una estrella. Hoy sabemos que la estrella es la Palabra de Dios. El Señor permite que lo encuentren quienes en la noche del corazón, en la noche del tiempo, se dejan iluminar y conducir por su Palabra.
Los magos adoran al Señor y le ofrecen sus dones. Un hermoso símbolo del intercambio entre Aquel que es el don de Dios y nosotros, que le ofrecemos lo que somos, lo que podemos.
Pero lo que cuenta es que después de este encuentro, esta adoración que llena el corazón de alegría, los magos regresan a sus pueblos. En otras palabras, el encuentro con Cristo no nos transforma en extraños con respecto a nuestra vida diaria, sino que nos transforma para que en lo cotidiano podamos llevar su luz.
Un último detalle: Herodes. En el camino de todos nosotros hacia el encuentro con Cristo siempre hay un Herodes que trata de despistarnos; que de alguna manera, por ambición, celos o avidez humana, trata de hacer difícil, de obstaculizar el acceso del Dios hecho hombre. Pero los magos saben persistir en su elección, en su decisión, y saben también evitar con astucia el regreso a Herodes, lo cual hubiera sido ciertamente algo que podía condicionar su libertad de testigos de lo que habían visto y adorado. A veces nos parece estar apresados, inundados por una permanente masa informativa, una continua forma de propaganda que llega hasta nosotros. Elevar la mirada, saber dirigirla hacia lo alto, tomar distancia de lo inmediato, de lo efímero, constituye un acto de libertad y de coraje. Es la voz de la Palabra de Dios que nos invita a una mirada más alta, a un horizonte más profundo, a una belleza que no se confunde con lo inmediato propio de lo efímero y del consumismo.

2. La noche como deseo y espera del alba
“¡Despierta, alma mía! ¡Despierten, arpa y cítara, para que yo despierte a la aurora!” (Salmo 57.9). Despertar a la aurora significa esperar con impaciencia la llegada del día. Despierta la aurora el deseo del corazón sediento de luz, mientras está en vigilia proyectado hacia el momento en que acabe la oscuridad y despunte la estrella de la mañana. En esta condición de espera suenan espontáneas las preguntas: ¿cuánto falta para el amanecer?, ¿dónde estoy en esta noche? A esas preguntas sólo puede responder el centinela que vigila en la oscuridad. La Palabra de Dios es la lámpara que ilumina nuestros pasos y que le permite a nuestro corazón comprender dónde estamos y quiénes somos.
Y preguntamos: “Centinela, ¿cuánto queda de la noche?” (Isaías, 21.11). Como el siervo que llevaba la antorcha para iluminar el camino, así la Palabra nos ayuda a comprender los rostros de la oscuridad, para discernir en nosotros cuánto falta para que llegue el alba y qué sendero emprender para ir a su encuentro: “Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino” (Salmo 119,105).
Ciertamente la noche es ambigua, temible como la muerte: “No temerás los terrores de la noche, su brazo es escudo y coraza” (Salmo 91,5). Y sin embargo la noche es indispensable para la vida, es parte de ella: “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos: un día transmite al otro este mensaje y las noches se van dando la noticia” (Salmo 19,2). En cada uno de nosotros está la ambigüedad de la noche: no todo es luz, transparencia, libertad y verdad. Una parte de esta tiniebla es indispensable para vivir, forma parte de nuestro ser: no queramos llevar todo a la luz, no queramos extinguir el pozo inagotable de nuestro corazón. También hay una parte nocturna en nosotros que es fruto del pecado, del miedo y de la mentira. ¿Dónde está esta oscuridad? ¿Cuál es el rostro ambiguo de la noche en mí, en nosotros, en el tiempo que vivimos?
La noche es el tiempo de la prueba, de la lucha, de la agonía: “Sobre ellos se extendía una pesada noche, imagen de las tinieblas que les estaban reservadas. Pero más que de las tinieblas, ellos sentían el peso de sí mismos” (Sabiduría 17,21). Es durante la noche que Jacob luchó con Dios. “Aquella noche, Jacob se levantó… y cruzó el vado de Iaboc… Se quedó solo y un hombre luchó con él hasta rayar el alba” (Génesis 32,23-25). Al amanecer terminará la prueba, la noche es el tiempo de la lucha: “Déjame partir –le dirá al asaltante nocturno– porque ya está amareciendo” (Génesis 32,27). Terrible es Aquel que irrumpe en la noche e invade el silencio: “Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su rápida carrera, tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, como un guerrero implacable, en medio del país condenado al exterminio. Empuñando como una espada afilada tu decreto irrevocable, se detuvo y sembró la muerte por todas partes: a la vez que tocaba el cielo, avanzaba sobre la tierra. Entonces, bruscamente, las visiones de horribles pesadillas los sobresaltaron, y los invadieron terrores inesperados” (Sabiduría, 18,14-17). Luchar con Dios es conocer su beso mortal, pero precisamente así es el vivir. ¿Y qué espacio le doy a esta lucha? ¿Le dedico mis mejores energías? En la noche se consuma el drama de la infidelidad: “Después de recibir el bocado, Judas salió. Ya era de noche” (Juan 13,30). “La noche en que fue entregado…” (1 Corintios 11,23). La noche es el no amor, el Amor no amado; la noche es traicionar, rechazar el Amor; la noche es el egoísmo, la falta de caridad y de atención fiel a los demás. La noche son las tramas de Herodes para sonsacar noticias sobre el Niño y destruir la luz con la violencia y la muerte: es la noche negra y desesperada del mal absoluto. Todos tenemos que preguntarnos: ¿cuánta noche hay en mí? ¿Cómo se presenta en mí la tiniebla del pecado? ¿Advierto el peso doloroso y opaco? ¿Reconozco el drama?
Sin embargo, también la noche puede ser el tiempo de la vigilia y del caminar hacia la luz, tal como hicieron los magos. “Bendigan al Señor, ustedes, que son sus servidores, los que pasan en la Casa del Señor las horas de la noche” (Salmo 134,1). “Me levanto a medianoche para alabarte por tus justas decisiones” (Salmo 119,62). Así, la noche puede convertirse en impaciente vigilia del alba. La noche es deseo y espera: “Mi alma te desea por la noche…” (Isaías 26,9). Es especialmente en la noche cuando a Jesús le gusta vivir la experiencia del Padre: “Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios” (Lucas 6,12). ¿Vivo yo también la espera en la noche? ¿Buscamos a Dios? ¿Vigilamos para conocer su rostro? ¿Encontramos espacio para él? ¿Lo deseamos? ¿Lo amamos? A la espera del alba todos podemos ser buscadores nocturnos de Dios, peregrinos en la noche, abiertos a dejarnos alcanzar por el toque de la gracia, por el esplendor de la estrella y de la luz que ilumina a cada hombre…

3. Durante la noche llega el esposo
“A medianoche se oyó un grito: ‘Ya viene el esposo, salgan a su encuentro’. Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas” (Mateo 25,6). Quien llega en la noche es el Salvador: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz… un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: ‘Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz’” (Isaías 9,1-5). “La Palabra era la luz verdadera que, al venir al mundo, ilumina a todo hombre” (Juan 1,9). La noche es el tiempo privilegiado de las revelaciones divinas: así fue para Abraham (Génesis 1,9); para Jacob en Betel cuando sueña la escalera que une el cielo y la tierra (Génesis 28,11); para Elías en Horeb (1 Reyes 19,9), para Daniel y sus visiones nocturnas (Daniel 7,2). Así también sucede con nosotros en esta noche de luz: “Se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: ‘No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre’” (Lucas 2,9-12). Quien cree, ya no pertenece a la noche: “Todos ustedes son hijos de la luz, hijos del día. Nosotros no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas” (1 Tesalonicenses 5,5). ¿Recibo en mi noche al Dios que llega, verdadera luz del mundo y de mi corazón? ¿Creo en Dios? ¿Soy hijo de la luz? ¿Me comporto como tal? ¿Irradio la luz de Dios en la caridad? ¿Soy para los demás luz en el amor y en la fe?
Quien cree se deja guiar por la estrella, en la esperanza del tiempo en el que no habrá más noche: “Tampoco existirá la noche, ni les hará falta la luz de las lámparas ni la luz del sol, porque el Señor Dios los iluminará, y ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22,5). ¿Cómo vivo, cómo vivimos la esperanza en las promesas de Dios? ¿Nos ilumina en nuestras tinieblas? ¿Y en las de los demás? Somos peregrinos en la noche, trabados por la prueba, atraídos por la luz, en camino hacia la estrella de la redención, alcanzados esta noche por la luz del niño nacido para nosotros. Nos atraviesa su luz de infinita ternura. En la fe en él nos iluminamos, somos redimidos, sedientos del día que no tendrá fin. En lucha con Dios, pero alcanzados, tocados y redimidos por él, perdidamente rendidos ante su tiniebla luminosa y santa. Como canta el místico español de la “noche oscura”:

¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada
amada en el Amado transformada!.
Como peregrinos rezamos en la noche para recibir la luz del Dios con nosotros, con los versos de un gran poeta italiano del siglo XX, Giuseppe Ungaretti:
Cristo, latido pensativo,
astro encarnado en las humanas tinieblas,
Hermano que te inmolas
perennemente para reconstruir
humanamente al hombre,
Santo, Santo que sufres
para liberar de la muerte a los muertos
y sostenernos a nosotros, infelices vivos;
de un llanto solo mío ya no lloro,
te llamo Santo,
Santo, Santo que sufres.

Bruno Forte es Doctor en Teología y en Filosofía y Arzobispo de Chieti-Vasto

Traducción de José María Poirier

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