Seis meses sin clases presenciales representa una experiencia inédita para nuestro país. A lo largo de este período, abrupto e impensado al comenzar 2020, los educadores, los estudiantes y sus familias hemos pasado por diversos estados de ánimo. Al comienzo, sorpresa (el viernes 13 de marzo nos despedimos sin saber que el lunes 16 no volveríamos a las escuelas) e inquietud por lo desconocido. Pero en ese momento brotó en la mayoría de los educadores argentinos la decisión de responder a la emergencia desatada sosteniendo la continuidad pedagógica. En 72 horas los educadores de todo el país se arremangaron frente al reto de la no presencialidad y asumieron la responsabilidad de seguir enseñando, tratando de que ningún alumno se descolgara o se perdiera.
Un comienzo frenético, vertiginoso, a tientas, con muchos errores, pero lleno de energía y convicción. No hubo paritaria ni bono adicional: los educadores se pusieron el sistema educativo al hombro, por responsabilidad y vocación. Reitero: inmediatamente, sin solución de continuidad entre una semana y otra, los maestros y profesores argentinos, generalmente olvidados y no pocas veces menospreciados por buena parte de la sociedad, dieron la talla y respondieron. Por recordar situaciones contemporáneas, lo hicimos mientras los bancos estaban cerrados y se mostraban reticentes a atender al público, cuando la justicia se declaró en feria y cuando el Congreso de la Nación tardó cincuenta días en poder sesionar a distancia, por “problemas de conectividad”…
Hay que escuchar los testimonios y conocer las formas en que los educadores han intentado y siguen intentando llegar a todos sus estudiantes. Llevándoles cuadernillos a las poblaciones y parajes donde no solamente no hay internet sino que no llega la energía eléctrica; armando grupos de WhatsApp y juntando dinero para que sus alumnos pudieran tener más datos disponibles para conectarse; con llamados telefónicos diarios a quienes no tienen otros dispositivos de conexión, en procura de acompañar y coordinar la entrega de materiales educativos; clases y consultas a la noche o los sábados, para aquellas alumnos que no pueden conectarse en el horario escolar. Estos son algunos ejemplos de todo lo que se hizo desde mediados de marzo, en silencio, sin visualizaciones mediáticas, sin aplausos. Por convicción, por vocación y por amor.
En paralelo, los educadores comenzamos un aprendizaje acelerado en recursos tecnológicos, plataformas de comunicación y herramientas informáticas al servicio de la pedagogía. Nos tiramos a la pileta (mejor dicho, la pandemia nos arrojó), una pileta con aguas que muchos no conocíamos bien o que nos resultaba amenazante, y tuvimos que nadar como pudimos. Con mucha constancia, sentido de la necesidad de aprender y cooperación entre colegas, la mayoría de los educadores argentinos ha ampliado sus aptitudes didácticas y cuenta hoy con más recursos que en marzo. En este logro tuvo capital importancia el aprendizaje cooperativo entre docentes, el trabajo en equipo: compartir saberes, los más preparados orientando a los menos hábiles en estas lides, en pequeños grupos para adentrarse en las plataformas e ir descubriendo sus posibilidades. Entonces no solamente se ha crecido en cuanto a conocimientos, sino que se ha experimentado el valor inmenso del trabajo con otros, del aprendizaje cooperativo entre los propios educadores. En lugar de “cada maestrito con su librito”, hemos experimentado que “al libro podemos hacerlo entre todos”. Estos esfuerzos, complementados con el compromiso afectivo de muchísimas comunidades educativas a lo largo y ancho de la Patria, ha permitido la continuidad pedagógica en la Argentina 2020.
Luego de un primer momento de frenesí, a partir de mediados de abril comenzó una segunda etapa de la educación en emergencia y afloró otro estado de ánimo. Con mayores recursos pedagógicos (lo cual redundó en mayor seguridad didáctica), más estabilidad emocional y la certeza de que el aislamiento se prolongaría, como mínimo, hasta el receso de invierno, las comunidades educativas se hicieron a la idea y se construyó una rutina relativamente consolidada. Una estabilidad frágil, por lo inusual de la situación, y que se vio alterada, con frecuencia, por declaraciones o resoluciones de las autoridades educativas nacionales y/o provinciales que sacudían el inestable equilibrio en que se encontraba la tarea docente. Recuerdo, en mayo, las idas y vueltas –amplificadas por los medios de comunicación– sobre si habría o no evaluación del trabajo que se venía desarrollando con tanto esfuerzo y dedicación; opiniones de “expertos” alejados de la fragilidad de la emergencia educativa y que pontificaban sobre lo que debía hacerse; resoluciones ambiguas, precisiones demoradas. Pese a ello, la continuidad pedagógica se sostuvo en niveles aceptables hasta llegar a las vacaciones de invierno, un verdadero oasis luego de tanto Meet y de tanto Zoom.
Esa primera parte del ciclo lectivo, además del esfuerzo personal y comunitario de nuestros educadores, ha confirmado la enorme desigualdad educativa que existe en el país. Se reflejó en la diferencia en cuanto a conectividad (dificultades técnicas), pero también en cuanto a la vinculación afectiva (no es lo mismo “mandar trabajos prácticos” que conectarse periódicamente y preguntar “cómo estás”, promover interacciones, preocuparse por cada estudiante) y en cuanto a producción de conocimiento, a los aprendizajes efectivamente alcanzados. El dato más grave es el de la pérdida de alumnos: según una investigación de la Universidad Di Tella en julio de este año ya teníamos la misma cantidad de alumnos que habían desertado de la escuela que en todo 2019. Pero también fueron preocupantes los datos mencionados por Luciana Vázquez en un artículo publicado en el diario La Nación. Con información aportada por los centros de estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires y del Colegio Carlos Pellegrini, dependientes de la Universidad de Buenos Aires y con una población “conectada” técnicamente, una buena parte de los estudiantes manifestaron sentir sobrecarga de trabajos escritos y pocas devoluciones de sus docentes, falta de acompañamiento efectivo, fallas de organización y falta de comunicación (1). Estos estudiantes están más desprotegidos que otros que, yendo a colegios con menos recursos y con situaciones socioeconómicas notablemente más difíciles, han estado contenidos afectivamente por sus educadores. Brecha digital, brecha afectiva, brecha en los aprendizajes: las tres, crecientes.
Julio era un mes clave. Cuando se asumió que el aislamiento iba para largo, el receso de invierno se configuró, inconscientemente, como la montaña que había que pasar antes de volver a las aulas. La esperanza que se fue gestando y que sirvió de gran aliciente en la primera etapa del año era que después del receso volveríamos, paulatinamente y con protocolos inéditos, a las escuelas, para iniciar otra etapa en este camino especial. Pero nada de eso ocurrió y en los últimos dos meses (agosto y septiembre) la educación en emergencia ha entrado en una tercera etapa, caracterizada por el hastío, el cansancio, la desesperanza y la caída en la participación, en la asistencia y en la producción de los estudiantes. Este cansancio y hastío de los niños y adolescentes conlleva un mayor agotamiento para los educadores, quienes deben redoblar sus esfuerzos de motivación y de creatividad pedagógica.
El equilibrio inestable comenzó a deslizarse por una pendiente de agotamiento y fastidio cuando, como había sucedido en mayo, algunas disposiciones oficiales contribuyeron al clima que se gestaba. Hacia fines de agosto el Consejo Federal de Educación publicó cuatro resoluciones en torno a la organización de las clases, la evaluación y las acciones para reconectar a los estudiantes que se habían desenganchado de la propuesta. Pero el día en que fueron aprobadas, en los noticieros televisivos de alcance nacional se tituló “Ningún alumno repetirá el año”. Las resoluciones son interesantes y brindan algunos elementos para encarar el futuro educativo como oportunidad, pero el mensaje que impactó y que llegó a todas las comunidades educativas fue “nadie repite”. Un mensaje que es verdadero, pero incompleto, y que aceleró la desmotivación, la desconexión, la caída en la producción de aprendizajes. Al mismo tiempo, algunas provincias que habían empezado a permitir presencia de alumnos en las aulas debieron retroceder debido al aumento de infectados en sus territorios, y comenzaba la discusión entre el gobierno de la Ciudad, los gremios docentes y el Gobierno nacional por la autorización para que 6500 alumnos “desenganchados” pudieran concurrir a las escuelas. Una combinación de hechos y factores muy perjudicial para el frágil sistema en emergencia.
De cara al último período escolar del año, frente a la encrucijada “oportunidad o abismo”, las oportunidades parecen alejarse y el abismo se agiganta. Con mucha lucidez, Pablo Sirvén ha dado cuenta de la relevancia de este momento para la educación (y para la sociedad) cuando afirmó que “la presencia de los alumnos en las escuelas, aunque fueran pocos, sería un hecho simbólico pero no menos importante. En medio de tantas malas noticias, reencuentros, aunque sean breves, entre compañeros y docentes producirán una necesaria brisa de esperanza que nos daríamos como sociedad y hasta un buen augurio para que el ciclo lectivo de 2021 pueda desarrollarse con algún grado de normalidad” (2).
En este punto, a partir de la experiencia educativa en emergencia, nos enfrentamos a dos derroteros posibles: aprovechar lo vivido como oportunidad para afrontar cambios profundos en nuestro sistema educativo o caer en un abismo de insondable hondura. Al vislumbrar el futuro aparecen claroscuros: está lleno de posibilidades y también ofrece una perspectiva sombría, si no se aprovecha el impacto de la pandemia para atacar las causas congénitas de la debilidad de nuestro sistema educativo. Esos claroscuros no son incompatibles, sino que –sin decisión política y compromiso ciudadano– algunos aprovecharán el aprendizaje para mejorar la propuesta educativa y otros quedarán varios escalones por debajo de donde estaban, educativamente hablando, a principios de año. Es decir, cabe la posibilidad (muy cierta) de que, cuando volvamos a la presencialidad, la brecha educativa en nuestro país se siga ampliando.
Una experiencia impensada y traumática como la del aislamiento y la no presencialidad abre OPORTUNIDADES para propiciar cambios estructurales en nuestra educación. Podemos, con decisión y altitud de miras, encarar la reorganización de los aprendizajes y los circuitos de enseñanza. En este punto, como decíamos anteriormente, las resoluciones 366 y 367 del Consejo Federal de Educación, acordadas hace pocas semanas, señala entre sus objetivos, además de afrontar la emergencia desatada por la pandemia, “propiciar la instalación y/o continuidad de transformaciones institucionales previstas y deseadas, en el mediano plazo”. Es un estímulo muy positivo para las comunidades educativas. En esta línea, algunas características de esas transformaciones podrían ser:
– Un currículum aligerado, con una mirada totalizadora que reemplace el clásico enciclopedista acumulativo y fragmentado. En la actualidad tenemos leyes educativas que abogan por una “educación integral” y diseños curriculares pesadísimos, que se recargan más y más a lo largo de sus actualizaciones, mantienen las divisiones por áreas o asignaturas como compartimientos estancos y no promueven miradas holísticas o pluralidad de vías de acceso al aprendizaje.
– Lo virtual en educación ha venido para quedarse y, luego de la emergencia, podríamos establecer un híbrido inteligente entre lo presencial y lo virtual. Las herramientas tecnológicas con las que contamos y de las que buena parte de los educadores argentinos se han apropiado permitirían una más efectiva distribución de tiempos y tareas, liberando el espacio del aula, el encuentro personal entre estudiantes y educadores, para llenarlo con aquellos procesos fundamentales e imprescindibles para el aprendizaje: la reflexión compartida, el debate, la presentación de producciones, el análisis de la realidad, la contención y orientación afectiva, la práctica de la responsabilidad y el compromiso social. Podríamos dejar para lo virtual una serie de rutinas que ya no tienen sentido en la presencialidad, con lo cual se abrirían otras puertas para una motivación renovada de la comunidad educativa.
– Poner énfasis en la producción propia (individual y grupal) de los estudiantes por sobre las estrategias de reproducción. Este tiempo excepcional ha sido revelador de talentos y expresiones creativas de los alumnos, cobijados bajo un formato renovado y atípico. Apropiarse del tiempo y del espacio escolar ya no sería una obligación para ellos, sino que podría ser una enorme motivación para hacer rendir mejor el tiempo y aprender más y mejor.
– ¿Aprovecharemos la capacitación “inesperada” que han tenido nuestros educadores? La experiencia de este año ha sido el mejor argumento para motivar en los docentes sus deseos de aprender, de buscar ampliar sus capacidades. Buena parte de ellos han descubierto la necesidad de formarse pero, sobre todo, el buen sabor de una capacitación efectiva, aquella que les permite sentirse mejores profesionales. Hemos comprobado que pedir ayuda es necesario y que contamos con muchos colegas que están dispuestos a brindarla; que todos nos necesitamos y que, con humildad y apertura, podemos aprender, lo cual genera a su vez un interés por aprender más. Es una plataforma excelente para consolidar y ampliar el aprendizaje cooperativo, que resulta fundamental en este año 2020, avanzando hacia proyectos interdisciplinarios, actividades compartidas, con miradas transdisciplianarias, espacios de intercambio frecuentes entre educadores de diversas áreas y niveles.
Ante este abanico de oportunidades que se abren para la educación argentina, para tener la posibilidad de aprovecharlas, es necesario que las escuelas paulatinamente se abran y vuelvan a existir, aunque sea en algunos grupos, clases presenciales. Debemos desterrar el principio “sin vacuna no hay clases”, esgrimido por algunos dirigentes, por simplista y porque lleva a un desastre de muy difícil reparación. Debemos sopesar si lo más dañino, para niños y adolescentes, es el riesgo de contagio del COVID o todo lo que conlleva la ausencia de escolaridad presencial, porque “ya estamos viendo estimativos de las pérdidas de aprendizaje que los niños van a experimentar”, según Mary Guinn Delaney, asesora de la oficina regional de la UNESCO. El fiel de la balanza se está inclinando, cada vez más acentuadamente, hacia los otros daños, como lo resume Joan Villabi, director de la Sociedad Española de Salud Pública: “Cerrar las escuelas es una tragedia social y con potenciales consecuencias futuras graves para los niños. Hay que velar por minimizar los contagios, pero abrir las escuelas debe ser prioritario”. Tiene que haber clases presenciales, como en la mayoría de los países del mundo, con protocolos adecuados, condiciones de salubridad básicas, responsabilidad personal e institucional, confianza y decisión.
Debemos volver a las escuelas, de a poco y con la suficiente humildad como para ir corrigiendo los protocolos a medida que los ejecutamos, antes de la finalización de 2020, porque debemos prepararnos para enfrentar un enorme desafío, expresado en la deserción acelerada de muchos niños y adolescentes del sistema educativo formal, el ajuste y reorganización de los contenidos a aprender (los próximos ciclos lectivos, junto con el presente, deberán estructurarse de manera extraordinaria) y un contexto de crisis social y económica con perspectivas traumáticas. Debemos lograr, para que el país tenga algún futuro digno, que aquellos indicadores no deriven en una catástrofe educativa. Esta imagen severa no es alegórica, sino muy real. Manuel Álvarez Trongé, presidente de Proyecto Educar 2050 ha sido muy claro al presentar esta situación como el mayor desafío de la educación argentina desde la ley 1420; desafío en cuanto a la cantidad (deserción), en cuanto a la calidad (fragilidad de los aprendizajes) y en cuanto a la equidad, debido al aumento de la brecha educativa durante este tiempo.
La situación es límite, en el corto y en el mediano plazo. En lo inmediato, por el hastío y el agotamiento de los agentes educativos, estudiantes y educadores, que puede llevarlos a “tirar la toalla”. A largo plazo, por el riesgo de caer, educativamente hablando, en un abismo. Situación límite que requiere de comportamientos adecuados, de grandeza personal y sectorial y de decisión, acordes al momento y a la relevancia de lo que está en juego: ni más ni menos que el destino del país.
Estamos en una encrucijada importante y ante definiciones decisivas. Tenemos que renovar la confianza pública en los educadores y en las escuelas, priorizar su experiencia concreta por sobre teorías o expertos. Favorecer la iniciativa social y la pluralidad de caminos en pos del mismo objetivo, una educación integral de calidad para todos. Debemos implicarnos, como ciudadanía, en la educación, elevando nuestro respeto y consideración hacia los docentes; (re) estableciendo una alianza virtuosa –educativa– entre las familias y los educadores; construyendo una auténtica “aldea educativa” donde “se comparta en la diversidad el compromiso por generar una red de relaciones humanas y abiertas” (3), siempre poniendo a los estudiantes y a los educadores, a esa maravillosa relación pedagógica, en el centro de nuestros esfuerzos. Debemos salir a buscar “a los caídos” del sistema y evitar que otros deserten: afrontar con decisión, a través de un esfuerzo global de alta intensidad, este tema porque habrá muchas dificultades para volver a la escuela en 2021.
Casi, casi, una epopeya. A dar la talla como argentinos.
Gustavo J. Magdalena es el Representante Legal en el Instituto Marianista
NOTAS
1. Vázquez, L., “De la educación de Cristina Kirchner a la salud de Alberto Fernández”, La Nación, 29 de agosto de 2020
2. Sirvén, P., Alpargatas no, libros tampoco (En La Nación, 20 de septiembre de 2020)
3. Papa Francisco, 12 de septiembre de 2019