Publicamos el cuarto artículo de una serie en torno al problema de la organización carcelaria en la Argentina.

Existen propuestas que podrían considerarse radicales en autores abolicionistas de las cárceles. Sus representantes más conocidos, los holandeses Louk Hulsman (1923-2009) y Herman Bianchi (1924-2015) y los noruegos Nils Christie (1928-2015) y Thomas Mathiesen (1933) han propuesto un cambio de paradigma, que consiste no ya en castigar de algún modo, sino en revisar el concepto mismo de castigo.
Por tratarse de propuestas que apuntan a abolir completamente el sistema penal, suenan demasiado utópicas, y, además, los ejemplos que dan para solucionar conflictos –que es la forma en que definen a los delitos– suelen referirse a casos de delitos patrimoniales leves y de fácil reparación.
Un marco teórico más realista para encuadrar las ideas que subyacen a las alternativas al encierro, a la reparación a las víctimas y a los procesos de conciliación y mediación penal puede encontrarse en la llamada justicia restaurativa. Este término fue acuñado en los Estados Unidos por Albert Eglash en 1975 y desarrollado por numerosos criminólogos, muchos de ellos también estadounidenses, como Howard Zehr (1944), pero también de otros países, como la canadiense Ruth Morris (1933-2001), el belga Tony Peters (1941-2012) y el australiano John Braithwaite (1951), entre otros.
La justicia restaurativa sostiene que la reparación a las personas, incluyendo a la comunidad como un todo, y la restauración de la situación que existía antes del delito, son más importantes que el castigo de la infracción. Esta visión coincide parcialmente con algunas teorías abolicionistas, pero su objetivo explícito no es suprimir el sistema penal y ni siquiera la prisión, sino producir situaciones que requieran menos su uso.
La justicia restaurativa promueve una relación de la sociedad con quienes han cometido un delito diferente de la actual. Un ejemplo es el sistema desarrollado por John Braithwaite, mediante el cual se condena enérgicamente el hecho y se intenta que su autor se responsabilice por lo actuado y procure repararlo, pero no se ensaña con él. Se denomina reintegrative shaming, que significa avergonzar al autor de un delito, pero hacerlo en forma reintegrativa, mediante el mensaje: “Debes avergonzarte de tu acción, pero no de ti mismo, porque, aunque lo que hiciste es decididamente malo, no por eso eres tú necesariamente malo”.
Estas propuestas, que sostienen que la reparación a las víctimas debería ser prioritariamente atendida y que el mismo ofensor debería participar en ella, contribuyen a que el paradigma basado en el par delito-castigo, que hoy todavía parece algo totalmente irreductible, vaya girando hacia el par delito-reparación.
También han existido, impulsadas por las ideas restaurativas, sanciones de trabajo en favor de las víctimas, a través de la suspensión de sentencias (diversion) o de encierros evitados bajo condiciones y a prueba (probation), pero los tímidos ensayos de llevar adelante estas ideas se han limitado, en general, a conflictos penales de tipo patrimonial, de poca importancia y en casos de delitos cometidos por infractores juveniles.
En cambio, cuando ocurren ofensas serias y daños de carácter irreversible, tales como homicidios, heridas graves o delitos sexuales, prevalece la representación social que ve a las víctimas admitiendo sólo como reparación el castigo del ofensor, lo cual mantiene el sistema retributivo en pie y la justicia restaurativa, en tales casos, queda excluida.

Tratamientos resocializadores en el encierro

La idea de resocializar durante su cautiverio a las personas que han delinquido ha sido promovida, criticada, abandonada y nuevamente reflotada. Pero, la primera pregunta que surge con respecto a ello es: ¿Son corregibles las personas que han delinquido?
Parecería que las posibilidades de corregir a los autores de delitos son escasas, especialmente si se tiene en cuenta que existe una tasa significativa de reincidencias. La causa de esta tasa de reincidencias, hoy en auge en la Argentina e importante en todo el mundo, parecería radicar en que ha fallado la pretendida rehabilitación de los ofensores, a través de todos los intentos “re”: readaptación, reinserción, resocialización, etc.
Ya en 1974 el antropólogo Robert Martinson (1927-1979), en un famoso trabajo de investigación sobre los programas de rehabilitación de los detenidos en los Estados Unidos, concluyó que “nada funciona”. En efecto, ¿Qué es lo que funciona? Preguntas y respuestas sobre reforma penitenciaria fue una publicación cuya conclusión –nothing works– fue adoptada como paradigmática por un amplio sector de críticos del sistema. Si bien Martinson, con esta conclusión, sugería como corolario que los métodos de rehabilitación debían modificarse sustancialmente para obtener buenos resultados, en el imaginario popular se instaló la idea de que no solamente nada funcionaba, sino que no funcionaría nunca. ¿Y por qué? Sencillamente porque se suponía que los delincuentes o, al menos, la gran mayoría de ellos, eran incorregibles.
Esta idea contrastaba ostensiblemente con la frase que un siglo antes había acuñado la especialista en pensamiento jurídico penal y visitadora de presos, la española Concepción Arenal (1820-1893), quien, como testimonió en las treinta y cinco Cartas a los delincuentes, que publicó en 1863, dio alta prioridad a la enmienda de la conducta a través del arrepentimiento: “No hay incorregibles, sino incorregidos”, con lo cual daba a entender que los métodos que se estaban usando aún no se habían perfeccionado lo suficiente como para haber obtenido los resultados deseados.
Pero ahora no había vuelta atrás. La frase “nothing works” se constituyó, para una inmensa mayoría de especialistas en el tema, en indeleble y la cárcel, durante muchos años, sólo se concibió como un método de castigo, sin importar su eficacia o resultado alguno.
Sin embargo, el tema no está cerrado.
La idea de resocializar y reencauzar socialmente a los delincuentes volvió paulatinamente y está siendo analizada cada vez más, básicamente a través de intentos, fallidos en muchos casos, de mejorar las condiciones de detención.
En realidad, desde la clínica psicoterapéutica, existe una posibilidad de cambios drásticos de actitud si se rescata el pensamiento de un autor que, si bien fue considerado una figura importante en el ámbito psiquiátrico, no fue muy tenido en cuenta en el ámbito criminológico: el psiquiatra de origen húngaro y que trabajó durante gran parte de su vida en lo Estados Unidos, Franz Alexander (1891-1964). Fue él quien elaboró el concepto de experiencia emocional correctiva, indicando y desarrollando las implicaciones que puede tener sobre la personalidad un tratamiento que, más allá de sus características materialmente violentas o no violentas, se constituye en un ataque al equilibrio emocional de una persona.
Este concepto, no muy actualizado ni atendido en el ámbito penal, abre una posibilidad que no se ha explorado debidamente.

José Deym es Doctor en Psicología Social, especializado en Criminología

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