El año 2020 viene siendo una fuente inagotable de problemas jurídicos complejos. La declaración de emergencia económica en el mes de enero, con la delegación de una enorme cantidad de facultades al Poder Ejecutivo; los decretos de necesidad y urgencia vinculados a la pandemia y la consiguiente cuarentena que suspendió derechos individuales básicos; el pedido de opinión a la Corte Suprema de Justicia por parte de la Vicepresidenta sobre la posibilidad de que el Senado se reúna virtualmente, en abierta contradicción con la división de poderes; la fallida expropiación de Vicentin; la aprobación en el Senado de una Comisión bicameral investigadora, en contra de su reglamento; el intento (en plena gestación) de reubicación de jueces federales en razón de un cambio de criterio interpretativo, pese a que su traslado original fuera convalidado por la Corte Suprema, son algunos ejemplos.
La cantidad de temas que someramente reseñé tienen como hilo conductor un ejercicio sistemático de interpretación normativa que generó polémica en el mundo del derecho y en la opinión pública. Las herramientas legales que tanto el Poder Ejecutivo como el Congreso utilizaron parecen caracterizar al derecho como una “caja de herramientas” que el poder de turno puede utilizar, para ajustar (o revestir) sus decisiones de cierta legalidad, y no como un conjunto de normas de carácter obligatorio que constriñen el ejercicio del poder.
Es Vicentin el ejemplo más paradigmático, cuando para justificar el decreto de necesidad y urgencia de intervención (en franca violación normativa), se intentó utilizar un texto legal que claramente estuvo pensado y se aplica para casos totalmente distintos. En otro ejemplo, cuando el miembro informante del proyecto de creación de la comisión investigadora de los préstamos otorgados a la misma empresa argumentó su validez, dijo que se trataba de un proyecto de ley (que requiere mayoría simple) y no la creación de una comisión investigadora (que necesita dos tercios). No aclaró que el único objeto del proyecto era la famosa comisión. Cualquier estudiante de derecho podía darse cuenta de la contradicción.
Cuando las ideas liberales de los siglos XVIII y XIX alumbraron los fundamentos de la república democrática persiguieron algunos objetivos que aún hoy persisten y resuenan, con las modulaciones propias de más de dos centurias de ejercicio. La protección de las libertades individuales, el control al soberano, la protección de las minorías, la propiedad, la igualdad, la división del poder en tres agencias de gobierno y el ciudadano como depositario último de la soberanía son aquellos elementos que permiten su funcionamiento.
Esta “maquinaria” que se plasma en un texto constitucional, produce reglas jurídicas (leyes) y otorga mecanismos de previsibilidad para la vida en sociedad. Cuando se utilizan las remanidas frases como “seguridad jurídica” o “regla de derecho”, se trata de poder identificar las normas vigentes y de esa manera prever, con algún grado de acierto, cuáles serán las consecuencias de las acciones que llevemos adelante.
Para consolidar la idea de “regla de derecho”, tanto nuestros padres fundadores como quienes se reunieron en Filadelfia para escribir la Constitución de los Estados Unidos, le dieron al Poder Judicial la capacidad de resolver los pleitos particulares en la aplicación de las leyes (siempre generales), permitiendo la convivencia civilizada. En otras palabras, y siguiendo a Fernando Atria (1), los jueces están llamados a adjudicar conflictos jurídicos de manera imparcial. Para ello, el requisito de independencia que surge de diversas cláusulas constitucionales, resulta fundamental.
Independencia e imparcialidad, en esencia, son los elementos sin los cuales no puede entenderse al Poder Judicial. La discusión política, que en nuestro sistema de desarrolla primariamente en el Congreso, también de acuerdo a Atria, resulta polémica, en el sentido de que no hay una regla imparcial para resolver un diferendo.
La polémica, entonces, se rige y limita por el texto constitucional. Todo aquello que se resuelva deberá serlo en ese marco. No habrá una solución “imparcial”, sino que triunfará una propuesta sobre otra. Nacida la ley de la polémica, le tocará al Poder Judicial su aplicación específica para resolver conflictos o para contrastarla con el texto constitucional.
Este mecanismo de orfebrería, para cumplir su cometido, requiere que sus engranajes funcionen de manera coordinada. El solapamiento de funciones, como por ejemplo cuando el Poder Ejecutivo pretende adjudicar mediante interpretaciones forzadas, o cuando el Poder Judicial ingresa en la polémica perdiendo imparcialidad, es donde se politiza la justicia, o se judicializa la política.
La principal víctima en esta coyuntura es la regla de derecho, que requiere una construcción paciente y artesanal para consolidarse como tal. Los problemas jurídicos complejos que describí en el primer párrafo caminan en la lógica de su afectación.
La propuesta de reforma judicial
Cabe entonces preguntarnos por la reforma judicial en esta clave. ¿Consolidará al Poder Judicial como imparcial e independiente? ¿O coadyuvará a la polémica? Para contestar estos interrogantes, resumo a continuación sus ejes principales (2).
1.Algunos aspectos preocupantes
La propuesta de reforma es muy ambiciosa y según el dictamen de mayoría, se propone designar más de 300 cargos, entre jueces, fiscales y defensores. Hoy, existen alrededor de 900 cargos judiciales, de los cuales 291 se encuentra vacantes 3). En consecuencia, de prosperar, el Poder Ejecutivo, con acuerdo del Senado (con simple mayoría), tendrá la posibilidad de cambiar la fisonomía del poder judicial federal.
En muy breve síntesis, se trataría de solucionar los problemas del fuero en lo criminal federal de la Ciudad de Buenos Aires (llamado peyorativamente “Comodoro Py”), mediante su multiplicación. En otras palabras, llevar la cantidad de jueces a 46, mediante la unificación de la actual planta de 12 cargos, con los 11 que actúan en la justicia penal económica y la creación de 23 nuevas vacantes. La pregunta que se impone es si ese aumento multiplicará los sesgos actuales de la justicia, o los diluirá. La cuestión es de enorme relevancia, puesto que en la exposición de motivos del proyecto de ley, el Poder Ejecutivo no aportó estudio alguno (cuantitativo o cualitativo), que permita demostrar que semejante incremento pueda solucionar algo.
Por otra parte, el camino crítico que inició la justicia federal y nacional hace unos cinco años fue consolidar el sistema acusatorio, que significa que la acción penal de investigación estará en cabeza de los fiscales y los jueces de instrucción tendrán a su cargo velar por el cumplimiento de las normas procesales y las garantías constitucionales. En este modelo, quien adquiere un enorme protagonismo es el fiscal como integrante del Ministerio Público, que tiene como objetivo constitucional “promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad de los intereses generales de la sociedad” (4). Se trata entonces de evaluar si la reforma propuesta no va a contramano de decisiones anteriores. La pregunta vuelve a surgir: ¿Colabora este aspecto de la reforma a consolidar una “regla de derecho”? o, por el contrario, ¿persigue consolidar un sesgo existente, que es la forma de impartir justicia de “Comodoro Py”? La respuesta a esta pregunta nos permitirá evaluar que idea se consolidará: la polémica o la adjudicación.
Tampoco puede dejar de alertarse sobre la facultad que establece el proyecto de designar jueces subrogantes (suplentes), hasta tanto se elijan los titulares. Esto es contrario a lo que dispuso la Corte en numerosos precedentes, estableciendo que los nuevos juzgados no pueden ser completados por jueces suplentes, sino que deben ser habilitados una vez que se proceda con el nombramiento ordinario.
Otro capítulo relevante es la creación de más de 90 juzgados federales en el interior del país. Esto intenta dinamizar la justicia federal en las provincias, que es un tema que merece ser debatido en profundidad. No obstante, el dictamen de mayoría reorganizó este capítulo, a partir de diversas gestiones con los distintos gobernadores de provincia. Esta circunstancia contradice el objeto de la justicia federal, que es justamente su independencia de los poderes locales y es parte del esquema de división de poderes pensado en la Constitución. ¿Qué sentido tiene una justicia federal cooptada por los gobernadores de Provincia? Por supuesto que estas no son más que conjeturas, pero la manera en que se presentó el dictamen, con cambios propuestos de manera unilateral, alimentan estas sospechas.
2.La Comisión de Notables
Párrafo aparte merece la Comisión de Notables que designó el Poder Ejecutivo para evaluar el funcionamiento de la Corte Suprema, del Consejo de la Magistratura y del Ministerio Público Fiscal. Una empresa de enorme complejidad, signada por la falta de imparcialidad de alguno de sus integrantes y la sombra de la ampliación de los miembros de la Corte Suprema.
Si, nuevamente, volvemos a los conceptos con que inicié esta nota, la Corte, para su consolidación, requiere no ser agredida. Algunos números quizá ilustren lo que quiero decir. En la Argentina, a partir de 1947, la gran mayoría de los presidentes tuvo la posibilidad de designar integrantes del máximo tribunal para tomar su control. El retorno a la democracia a partir de 1983 tampoco modificó esta lógica. Carlos Menem designó a la mayoría de sus miembros, aumento mediante; y Néstor Kirchner hizo lo propio a través de la amenaza de juicio político.
En un muy interesante trabajo, la politóloga Andrea Castagnola puntualiza que entre 1930 y 2014 el 60% de los jueces de la Corte se retiraron por causas políticas, y el 40% por razones naturales. En esta línea, destaca que el promedio de permanencia en el cargo de los miembros de tribunal supremo en los Estados Unidos en los últimos 100 años es de 16 años, en tanto que en Argentina es de 7. (5)
El sesgo, nuevamente, se inclina hacia el control político de la Corte, en total contraposición con lo que planteara en la introducción. Toda reforma o propuesta que vaya en este sentido no hará más que agravar la falta de imparcialidad e independencia necesaria para profundizar su rol.
A modo de conclusión
Sin entrar en los detalles casi grotescos de la sesión del Senado en que se aprobara el dictamen de Comisión, con las sorpresas y agregados que fueron noticia en la última semana de agosto, me parece oportuno reflexionar sobre los sesgos que esta reforma cristalizará.
En primer lugar, más magistrados no parece ser aquello necesario para consolidar su independencia e imparcialidad. Por el contrario, lo que hará es otorgar al actual Gobierno la posibilidad de designar una enorme cantidad de jueces, algunos mediante el cuestionado mecanismo de la subrogación. El foco en la implementación del sistema acusatorio, aprobado en 2014 con el consenso de todo el arco político y académico, quedará en un segundo plano, con el riesgo de que estos nuevos jueces repitan el modo de actuación que se le achaca a “Comodoro Py”.
En segundo lugar, en un Gobierno que no parece estar conforme con los marcos legales aplicables y busca su permanente flexibilización a costa de forzar las interpretaciones más consolidadas, que una enorme cantidad de miembros del Poder Judicial sea llenado por ese mismo color político va exactamente en contra de los sistemas de pesos y contrapesos que los padres fundadores pensaron para la república democrática.
El Poder Judicial, el Consejo de la Magistratura y el Ministerio Público Fiscal requieren una profunda evaluación y el diseño de reformas que consoliden su funcionamiento, en el marco para el que fueron pensados: construir una regla de derecho previsible, mediante la adjudicación independiente e imparcial. La propuesta del Presidente, con las modificaciones del Senado, no parece camina
1 Readers Commented
Join discussionExcelente nota.