¿Cómo evalúa la fe de los argentinos en el momento actual?
Los argentinos creyentes somos argentinos que creen, y lo hacemos con nuestros dones y con nuestros límites. Somos muy capaces como individuos, pero no tanto como personas vinculadas, y la fe es sustancialmente vínculo con otro, en este caso con Dios, el Dios de Jesús, el Dios con rostro humano. Si tenemos problemas para relacionarnos, la fe sufre deformaciones y se vuelve hacia dentro en lugar de generar comunidad, Iglesia, pueblo. El fondo de esta dificultad que tenemos los argentinos para establecer vínculos profundos y estables lo describe muy bien Julio Cortázar, en el poema La Patria: “…Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren,… ser argentino es estar triste, ser argentino es estar lejos”. Es muy fuerte y densa la expresión: ser argentino es estar lejos. No es la distancia física, sino existencial, cultural y social, y también religiosa, porque alude de modo contundente a los vínculos, los vínculos esenciales que se expresan en la relación con los otros, con Dios y con uno mismo, también con las cosas. “Estar lejos”, define una preocupante debilidad del ser: lejos de sí mismo, lejos de los otros, lejos de Dios. Un individuo con estas notas está solo y aislado, triste, y, en consecuencia, vulnerable a propuestas fáciles, inmediatas y seguras para sentirse alguien. Estar lejos es no estar en el lugar que a uno le corresponde, es estar en ningún lugar; es no aceptarse a sí mismo y al entorno; y negarse lo que se es y vivir imaginándose lo que no se es ni jamás se llegará a ser. Una persona así está incapacitada para crear vínculos, para integrarse positivamente a la convivencia con los demás. Esa persona, o esa pareja, o ese pueblo, está como enredada por demonios que la tienen atada a sí misma y la entretienen, fascinada y seducida por el placer, el poder y el dinero (o la droga, la fama, etc.), y la mantienen alejada de sí misma, de los otros y de Dios, y desordenadamente volcada hacia las cosas.
Cuánto nos dicen las letras argentinas sobre sobre nosotros mismos… ¿Qué otro ejemplo podría citar?
También Leopoldo Marechal retrata la debilidad radical de la condición humana, que se expresa en la imposibilidad de radicar vínculos estables, duraderos y plenos, que no es privativo de los argentinos, sino de la humanidad de todos los tiempos. Si cada generación no toma conciencia de su fragilidad existencial, será difícil que pueda sobrevivir, por más propuestas de seguridad que le ofrezcan los descubrimientos y avances de las ciencias. El hombre no puede darse la vida a sí mismo, como tampoco puede salvarse por sí mismo. El ser humano es creatura. Desde el momento que lo olvida y pretende erigirse en dueño de la propia vida, empieza a deslizarse y hundirse peligrosamente en su propio abismo, porque rompe el vínculo esencial que sostiene, da sentido y fundamento a todos los demás vínculos.
¿Cómo se manifiesta esa condición humana en su dimensión religiosa, con la asistencia al templo, según la manera de ser de los argentinos?
La experiencia religiosa, como cualquier otra dimensión del ser humano, puede deformarse y la deformación es una señal de confusión y dispersión. Si digo que creo en Dios, Padre y Creador, y no hago nada para cultivar algún vínculo con Él, esa fe es sumamente deficiente y sólo retórica. O si se opto por vivir la fe a mi modo, también estoy en contradicción conmigo mismo, porque la fe es básicamente tener confianza en alguien, es apertura y vínculo con Dios y con los otros. De allí que la deserción de las asambleas es una preocupación desde los inicios de la Iglesia. Pero es algo que se da en todas las prácticas religiosas y no sólo la participación en las misas, pero aquí es necesario hacer precisiones. Están los creyentes que viven su fe con una práctica periódica de encuentro con la asamblea o con el pueblo de creyentes, por ejemplo, en las fiestas patronales, las peregrinaciones anuales, aniversarios y acontecimientos familiares como son los bautismos, los casamientos, las defunciones. El ser humano está inclinado al individualismo, tentado de no necesitar del otro; fascinado, en todo caso, por la posibilidad de someter al otro. Los católicos argentinos somos argentinos con todos los valores que poseemos y también con los límites que venimos arrastrando. Por ejemplo, recuerdo que en el documento “Navega mar adentro”, de mayo de 2003, decíamos que a los argentinos nos cuesta trabajar en equipo. Y añado, independientemente de si somos católicos o no.
¿Cómo se conjugan esos valores con la realidad de empobrecimiento e inseguridad a que hemos llegado?
El aumento de la pobreza, de la inseguridad y la disminución de la práctica religiosa van de la mano de la dificultad que tenemos de trabajar en equipo, es decir, somos culturalmente muy permeables a la prédica generalizada de un estilo de vida individualista. A los argentinos y argentinas nos gana una desordenada pasión por nosotros mismos. A esta visión un tanto pesimista, añado que no todo es así ni en todos los lugares. Hay innumerables gestos solidarios, sobre todo en tiempos de crisis como la que estamos atravesando, pero que no llegan a un relieve tal que constituyan una nota distintiva, ni alcanzan para atravesar las instituciones del Estado, de tal modo que se conviertan en estrategias privilegiadas para trabajar por el bien común, que es el bien de todos, especialmente de los más desprotegidos. Hay un fuerte proceso de descristianización que la reserva religiosa y, sobre todo católica, de nuestros pueblos latinoamericanos, y en particular, el argentino, no parecen tener la fuerza suficiente para frenar ese proceso. Cuando la fe se escinde de la práctica estamos ante un fenómeno que es extraño a la condición humana porque señala que se está ante una desintegración de la persona y de la comunidad. La integridad, que es una tarea propia del ser humano y hace a su camino de humanización, responde a ese anhelo profundo de unidad y comunión. Sólo compartir lo que somos y tenemos con los demás crea un ambiente sano y seguro, impulsa el desarrollo y progreso para todos.
En este momento circulan diversas iniciativas de diálogo político y socioeconómico, incluso una posible convocatoria del Gobierno a un Consejo Económico Social, ¿la Iglesia debería participar en esas iniciativas, o debería alentar un diálogo en el marco de las instituciones de la Constitución, como el Congreso? Si la Iglesia participa, ¿quiénes deberían hacerlo en su nombre, y con qué rol?
La Iglesia vive en el ámbito público. En su momento, cuando se produjo la crisis del comienzo del siglo, desde la política se solicitó el apoyo de la Iglesia y la forma que eligió la Iglesia para responder a ese pedido fue ofrecer un espacio en el que todos los sectores involucrados pudieran dialogar. Hoy en día, si se requiriera su participación en un Consejo, la Iglesia debería aceptar pero a condición de que todos los credos de los argentinos fueran también convocados. Las relaciones entre el Estado y la Iglesia siguen los criterios de la autonomía y la cooperación. Cada uno en su propio campo, autónomos, pero cooperando razonablemente para el bien de todos. Dentro de ese marco, la acción política es responsabilidad de los fieles laicos, que participan activamente de la política, proponiendo y eligiendo las opciones legítimas que consideran mejores para el bien común.
Es inminente un nuevo debate en la Argentina acerca del aborto. La posición doctrinaria de la Iglesia es bastante clara en la materia, pero ¿cómo debería ser su intervención en ese debate?
No es fácil por los condicionamientos que vienen de afuera. Hay una suerte de colonización cultural que impide escuchar a todas las voces. Nos hace falta un diálogo sereno, abierto, basado en las ciencias que encaran objetivamente este tema. Debemos confiar en la razón que nos ofrece la ciencia. La Iglesia a lo largo de los siglos siempre confió en la razón humana, dentro de los condicionamientos de cada época, porque es Dios quien crea la razón humana para que la desarrollemos, naturalmente. El diálogo tiene que estar muy fundamentado en esto, donde la Iglesia da su aporte desde la fe. No es bueno, no nos hace bien sacar protocolos al margen de la ley, de la legislación argentina e internacional. Estos protocolos hacen daño. Hay muchas propuestas para resolver la situación que puede vivir una mujer embarazada aun en un embarazo no querido, aun en un embarazo fruto de una violación; hay muchas propuestas muy concretas para acompañar a esa mujer y para recibir a ese ser humano que ellas tal vez no desean acompañar a crecer. No comprendo por qué no se le da lugar a estas propuestas que fueron presentadas en los debates anteriores y sin embargo se las deja de lado, no se las tiene en cuenta. Hay algo que no camina en el diálogo; está muy direccionado y no nos ayuda como nación, como pueblo.
¿En qué situación se encuentran las diócesis correntinas en materia de sostenimiento económico? ¿Es posible convocar a un mayor compromiso de los feligreses para generar ingresos?
En el NEA nos estamos reuniendo con frecuencia por medio de las plataformas digitales. La situación varía entre una diócesis y la otra. Algunas están pasando mayores dificultades, otras estamos manteniéndonos a flote. Pero quiero destacar que en estos meses la actitud de los fieles ha sido ejemplar. Tenemos el testimonio de los sacerdotes que nos cuentan cómo la gente se acercó a las parroquias para ofrecer su colaboración. Lo mismo sucede en el ámbito diocesano. El programa FE es una ayuda providencial. Empezamos antes de la pandemia, hace más de un año, para desvincularnos del aporte estatal a la Iglesia católica, y ya está dando buenos frutos. Desde las redes hemos recibido una respuesta muy positiva, una proyección muy auspiciosa para que sea el Pueblo de Dios quien sostiene el culto en nuestra patria. Me gustaría aclarar ese mito de que es el Estado quien sostiene a la Iglesia. No es cierto. El Estado colabora con una cifra que es menor al 10% de los gastos que tiene la Iglesia en la Argentina. Esas son cifras objetivas. La realidad es que la Iglesia es sostenida por sus fieles y ese es un principio importantísimo. Cuando decimos fieles, decimos también fieles de otras iglesias católicas y sus agencias internacionales, como Adveniat y Kirche, que colaboran significativamente en muchos de los proyectos. Por fin llegó el momento en el que nos vamos a liberar de esta asignación que anualmente el Estado da a la Iglesia católica y lo hace por ley, no por un pedido de la institución. Además, desde la Iglesia, por lo menos en los últimos 20 años hubo intentos de revisar ese aporte, pero al Estado no le interesaba llevar adelante ese pedido, porque el aporte que daba del presupuesto nacional era ínfimo y no justificaba hacer un proceso legislativo por tan poca cosa. Doy las gracias a quienes nos ayudaron a liberarnos de ese aporte, porque hoy es un hecho que, progresivamente, nos vamos liberando de ese “estigma social”, por decirlo de alguna manera.
En estos años fueron designados muchos obispos, pero no siempre pertenecen a la diócesis en la que deberán pastorear. ¿Es dable pensar en cambios que lleven a que las comunidades de origen tengan un mayor papel en el proceso de selección de los candidatos?
Eso es posible, seguramente, aunque no sé si nosotros llegaremos a ver al pueblo de Dios participando de la elección de los candidatos al episcopado. En la historia de la Iglesia católica hay experiencia de una participación muy amplia del pueblo de Dios, del laicado, en la elección del obispo. Después fue cambiando culturalmente, pero la posibilidad siempre está. Por otra parte, hoy, cuando el Papa nombra a un candidato como obispo de una diócesis, el proceso es precedido por una amplia consulta no sólo a los obispos y presbíteros sino también al Pueblo de Dios. A mí me tocó presentar los nombres de unas veinte personas laicas a quienes poder consultar sobre un candidato. En efecto, no es que el laicado esté ausente totalmente del proceso de selección de un candidato al episcopado, pero es una manera acotada respecto de lo que podría abrirse aún mucho más. De todos modos los candidatos se escogen entre los sacerdotes de cada diócesis, sobre los que luego se hacen las averiguaciones correspondientes.
La pandemia ha potenciado el recurso a las redes y plataformas virtuales en reemplazo del encuentro presencial en todos los ámbitos, incluyendo el religioso. ¿Qué puede decirnos sobre el masivo recurso de los fieles a estos medios en el futuro?
Las redes sociales son sin duda un instrumento que está para quedarse, es fácil y económico. Es posible prever que no se volverá a lo de antes en la misma forma o proporción. Pero al mismo tiempo el contraste nos ayuda a una resignificación y revalorización de la presencialidad, que es irreemplazable. La sacramentalidad de la Iglesia es física, como lo es el principio de la encarnación.
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Maravilloso texto…lleno de fuerza para la lucha de hoy y de siempre.