En la introducción a su edición crítica de La rebelión de las masas (Madrid: Castalia, 1998), Thomas Mermall (1937-2011) resumió en estos términos lo que esta obra, publicada en agosto de 1930, significa: “La rebelión es, entre otras cosas, un análisis histórico de la relación entre masas y minorías, una obra de pensamiento social y de crítica cultural, un diagnóstico de la vida pública, un ejercicio de antropología filosófica o caracterología, una serie de profecías cumplidas con pasmosa exactitud y un tour de force ensayístico. Por añadidura, es la exploración fenomenológica de una dimensión nueva de la sociedad moderna, así como la configuración de un nuevo tipo de persona; por último, es una condena del nacionalismo y una llamada a la Unión Europea”.
Quizá el tema de este artículo no se inscriba directamente en ninguna de las facetas señaladas por Mermall, si bien podría caber dentro del referido “diagnóstico” de la vida pública, o ser parte de esas “otras cosas” omitidas en su certera síntesis. Como sea, no parece desacertado afirmar que la relación entre liberalismo y democracia cruza todas las páginas de La rebelión, de manera más o menos implícita, incluido por cierto su revelador “Prólogo para franceses” (1937). En lo que sigue, procuraré considerarla en el contexto más amplio de la propia evolución del ideario liberal de Ortega.
En un trabajo imprescindible, Pedro Cerezo Galán propuso interpretar esta evolución distinguiendo tres etapas o “navegaciones”, orientada la primera a una propuesta de integración entre socialismo y liberalismo. Un texto clave a este respecto es el artículo “La Reforma liberal” (1908), donde Ortega define al liberalismo como “aquel pensamiento político que antepone la realización del ideal moral a cuanto exija la utilidad de una porción humana, sea esta una casta, una clase o una nación”.
Lo dicho significaba que el liberalismo, “so pena de esfumarse en una vaga doctrina de tolerancia” y en nombre de una “ley ética que condena todo estancamiento de la ley política”, debía ser capaz de trascender las constituciones escritas con miras al reconocimiento de aquellos derechos todavía no reconocidos, como ocurría entonces con los llamados derechos sociales. A tal fin, “los sedientos” de esta “emoción liberal” podían abrevar en la Alemania del socialismo de cátedra neokantiano o, en suelo inglés, en autores como Thomas Hill Green o Leonard Hobhouse, unidos por la común convicción de que la teoría liberal debía someter a revisión sus suspicacias contra el Estado, promoviendo su presencia en la creación de condiciones más equitativas.
Son numerosos los escritos en los que Ortega subraya esta dimensión ética y progresista del liberalismo que “espera siempre, y en todo orden, de nuevas formas sociales, mayor bien que de las pretéritas”, según dirá en la conferencia “Vieja y nueva política, de 1914. Sin embargo, esta última fecha marcaría el comienzo de una “segunda navegación”: momento de inflexión elocuentemente expresado en este párrafo tomado de las Meditaciones del Quijote: “Todas nuestras potencias de seriedad las hemos gastado en la administración de la sociedad, en el robustecimiento del Estado, en la cultura social, en las luchas sociales, en la ciencia en cuanto técnica que enriquece la vida colectiva. Nos hubiera parecido frívolo dedicar una parte de nuestras mejores energías –y no solamente los residuos– a organizar en torno nuestro la amistad, a construir un amor perfecto, a ver en el goce de las cosas una dimensión de la vida que merece ser cultivada con los procedimientos superiores. Y como ésta, multitud de necesidades privadas que ocultan avergonzados sus rostros en los rincones del ánimo porque no se les quiere otorgar ciudadanía; quiero decir, sentido cultural”.
En 1915, en el artículo titulado “¡Libertad, tesoro!”, Ortega confesará su inquietud por el avance del “pensamiento excesivo del Estado” y el hecho de que la guerra hubiese sorprendido a los europeos “con más capacidad para ser buenos siervos de sus Estados respectivos, que buenos individuos, dueños y señores cada cual de sí mismo”. La aseveración ponía al descubierto una filosofía de la libertad inclinada ahora a ver en el Estado un instrumento al servicio de la sociedad civil y a acentuar la supremacía del individuo por sobre las diversas formas de colectivismo que, al invertirla, pervierten esa relación absorbiendo el dinamismo y la creatividad de la vida privada. Volviendo sobre una distinción ya hecha en “Vieja y nueva política”, escribirá también en ese año: “Proclamad la supremacía del poder vital –trabajar, saber y gozar– sobre todo otro poder. Aprendamos a esperarlo todo de nosotros mismos y a temerlo todo del Estado. En suma, política de nación frente a política de Estado”.
En la misma vena, cabe mencionar la serie “Ideas de los castillos” (1925) y el ensayo “Socialización del hombre” (1930). “Cada cual tiene que vivir por sí su vida –afirma aquí Ortega–, apurarla con sus únicos labios, como una copa llena de lo dulce y lo agrio. A uno le pasa hallarse acompañado; pero el pasarle a uno no admite copartícipes”. Esta noción de la vida entendida como “conciencia de unicidad” era sostenida por Ortega mientras gran cantidad de europeos experimentaba “una lujuriosa fruición en dejar de ser individuos y disolverse en lo colectivo”. Para nuestro autor, la situación remedaba el pasado grecolatino cuando no se concedía al hombre “libertad para vivir por sí y para sí”, teniendo el Estado derecho a su existencia entera. Sin entrar en el debate sobre el estatus de la libertad individual en tiempos antiguos, la referencia a un rebaño de hombres marchando por la vida bien juntos, “lana contra lana y la cabeza caída buscando un pastor y un mastín”, ilustraba el mismo diagnóstico al que Ortega consagró ese “ensayo de serenidad en medio de la tormenta” que fue La rebelión de las masas.
Para entonces, la política ya no se revelaba a los ojos de Ortega como una praxis pedagógica y factor de vertebración social, sino como un orden “instrumental y adjetivo de la vida” frente al cual venía reclamando, desde las páginas de El Espectador, un espacio para la contemplación. Como escribe Cerezo, “el pensamiento orteguiano se desplaza consecuentemente desde el plano normativo del Estado educador y socializador hacia el plano creativo de la sociedad civil. El Estado debe ser el órgano para esta potenciación y dinamismo de una sociedad civil, en posesión de sí misma, pero nunca debe procurar absorberla. El liberalismo aparece así en su genuino perfil histórico como límite del poder del Estado”.
Este cambio de perspectiva llevará a Ortega a considerar la relación entre liberalismo y democracia desde una posición que, si bien restringe el significado de esta última a una respuesta sobre la titularidad de la soberanía, fue refractaria a cualquier credo que la radicase en manos distintas de las del pueblo entendido como su “única fuente originaria”. Sin embargo, la democracia en sí misma (es decir, etimológicamente considerada y sin ninguna connotación adicional) no aseguraba para Ortega la limitación del poder (núcleo definitorio del liberalismo) y la preservación, por consiguiente, de los derechos individuales. De ahí seguramente su preferencia por delimitar los alcances de cada vocablo en lugar de justificar una síntesis integradora.
La distinción entre liberalismo y democracia podía respaldarse en fórmulas más o menos esquivas, como la que proponía Montesquieu al disociar “el poder del pueblo” de “la libertad del pueblo”, o Benjamin Constant cuando separaba “el primer principio de Rousseau” (la soberanía del pueblo) de sus condiciones de ejercicio. En cualquier caso, cabe afirmar que, en Ortega, no sólo se trataba de un postulado teórico sino de una imposición de la realidad europea en circunstancias en que el “politicismo integral”, la “absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política”, junto con la estadolatría, la divinización de lo colectivo y, por encima de todo, las aventuras totalitarias, lo obligaban a proclamar la “irrevocable verdad” del liberalismo: “una verdad de destino”, indeleblemente inscrita en la sensibilidad europea que, por una “una cronología vital inexorable”, no podía verse suplantada por el antiliberalismo en ninguna de sus formas.
En La rebelión sostiene también Ortega que la democracia liberal es el “prototipo de la acción indirecta”. Un ejercicio opuesto a la acción directa (esa que acaba con las discusiones en todos los ámbitos, desde el periódico al Parlamento), a la convivencia sin normas y la cultura de la imposición, frente a lo cual reivindicó a libertad y la pluralidad como nociones correlativas. “Existir es resistir –escribió–, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente”. Así resistió Ortega al triunfo de la homogeneidad y de una “asfixiante monotonía”, males que, como los antedichos, atribuyó en parte al “escepticismo de liberales y demócratas”, carentes de fe en sus propios ideales e indulgentes hacia los efectos políticos y sociales de la masificación.
Su voz no se sumaba a ese escepticismo, pero se hacía cargo de las “constitutivas insuficiencias” del liberalismo por no haber sido capaz de renovarse, pese a todos sus aciertos, adaptándose doctrinal e institucionalmente a la nueva sensibilidad del siglo XX con una actitud más receptiva de las reivindicaciones igualitarias. Así sostuvo: “El pasado tiene razón, la suya. Si no se le da esa que tiene, volverá a reclamarla, y de paso a imponer la que no tiene. El liberalismo tenía una razón, y ésa hay que dársela per saecula saeculorum. Pero no tenía toda la razón, y ésa que no tenía es la que hay que quitarle. Europa necesita conservar su esencial liberalismo. Esta es la condición para superarlo”.
En rigor, algunas de las referencias precedentes corresponden a lo que Cerezo llama “La tercera navegación: hacia un liberalismo esencial”, contemporánea a la fundación –por parte de Ortega, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala–, de la Agrupación al Servicio de la República (1931) con rumbo a “un nuevo y al parecer definitivo puerto, la ciudad republicana y solidaria de los hombres libres”. Con respecto al liberalismo, se trató, como acabamos de ver, de una etapa de relativo cuestionamiento en la convicción de que la defensa del liberalismo clásico contra sus “detractores colectivistas” no significaba (como consigna Ortega en una nota al pie de La rebelión) la renuncia “a una plena libertad frente a ese propio liberalismo”. Desde ya, la crítica no era lanzada desde los presupuestos del idealismo social, pero llevaba consigo el reclamo de un papel más activo del Estado en materia económica (por ejemplo con propuestas de progresividad impositiva, control gubernamental sobre las relaciones laborales, provisión de infraestructura, etc.), como respuesta a los requerimientos del presente a los que debía subvenirse con las herramientas de un “liberalismo de estilo radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia”, que Ortega creyó germinar y “próximo a florecer, en la línea misma del horizonte”. Como lo expresará en 1931: “El liberalismo tiene que integrarse (y por lo tanto limitarse) con el Estado social. Cada nueva época acierta cuando encuentra la ecuación exacta correspondiente al tiempo, en el reparto de fronteras que siempre hay que hacer de nuevo entre el individuo y la sociedad”.
No obstante, Ortega era plenamente consciente del peligro que implicaba la presencia de un Estado fuerte al que dedicó, entre otras páginas, un capítulo entero de La rebelión, donde alertó contra la tentación de recurrir al poder público ante cualquier problema colectivo y las consecuencias no queridas de esa consentida hipertrofia. Bolchevismo y fascismo podían servir de ilustración: dos soluciones elementales y anacrónicas, dos “seudoalboradas”, “ejemplos de primitivismo político –como nos dijo a los argentinos en su ensayo “Intimidades”– que irrumpe en una civilización donde los problemas son de madurez y de alta matemática”.
A esta tercera navegación le sucedería, según Cerezo, una etapa de “naufragio” y “silencio”, de resultas de la malograda “rectificación de la república” que reclamó Ortega en diciembre de 1931 invitando a “una liberación del Poder público detentado por unos cuantos grupos” para su consecuente entrega “a la totalidad cordial de los españoles”. Sus juicios contra el estatismo se agudizaron durante esos años, quizá porque su propuesta de intervención moderada (surgida, como vimos, de la renovación del liberalismo mediante la aceptación parcial de la crítica socialista) no había podido consolidarse como alternativa. De ahí que en el “Prólogo para franceses” se lamentara de que el término “justicia social” se hubiera degradado a impulsos de una “miserable socialización”, hasta convertirse en un “retórico e insincero suspiro romántico”
En este sentido, el liberalismo esencial que Ortega rescató, ese “liberalismo estricto” que, junto con su moderación política, presidió sus escritos, continúa siendo una conquista que reivindicar y custodiar, frente a las viejas y nuevas formas de servidumbre siempre al acecho. Para Ortega, la forma que en política representó “la más alta voluntad de convivencia” fue la democracia liberal, que “lleva al extremo” la decisión de contar con los demás y, especialmente, con quienes no piensan como la mayoría Lamentablemente, hoy nos sentimos interpelados por su mismo interrogante que acusa también la “fisonomía” de nuestro presente: “¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición! ¿No empieza ser ya incompresible semejante ternura?”.
* Con algunas supresiones y/o modificaciones, este artículo recoge las palabras pronunciadas el 2 de junio pasado, en el ciclo “90 años de La rebelión de las masas”, organizado por la Fundación Ortega y Gasset Argentina.