Creación del mundo
El aprendizaje no es una experiencia sencilla e indolora. Supone siempre un salir de sí, de las seguridades en las que estábamos afincados, y ensayar un horizonte nuevo: pequeño, importante, radical. Algunas personas aprenden por la experiencia de otros y son capaces de cambiar sus hábitos sólo por convencimiento. Pero no es éste el método más frecuente. Los cambios profundos a nivel personal se realizan a partir de la experiencia propia.
Si el cambio individual es difícil, el social es aún más complejo. Desde aquella base en el plano individual es natural que las sociedades no cambien de conducta motivadas por razones o teorías. Ellas no suelen ser como los habitantes de Nínive del libro irónico de Jonás. La construcción del sentido común, de eso que llamamos nuestro mundo, es un proceso lento y complejo, porque es la resultante de la comunicación, en la que los singulares horizontes o marcos de comprensión individuales se fusionan en una figura en la mediación del lenguaje. Hay otra complicación: como habitamos en el sentido común, tendemos a considerarlo como omnicompetente. Él nos ofrece numerosas herramientas útiles para desenvolver nuestra vida cotidiana. Ella encuentra su sentido en él. De aquí que tenga una inercia que lo vuelve poco menos que inexpugnable y refractaria a las críticas y anuncios de los profetas más clarividentes.
Las sociedades que han cambiado (pienso en la alemana o la japonesa del siglo XX) lo hicieron luego de atravesar crisis terminales. Fue necesario reconstruir las instituciones que constituían el poder, que gobernaban los movimientos y acciones, procedimientos y costumbres, para que una nueva cultura pudiera nacer luego de atravesar recursivamente esos canales originales. En otras palabras, debió construirse un nuevo sentido común, un mundo.
La profundidad del cambio es, desde luego, variable según el caso. A modo de ejemplo: como argentino me sorprende leer las crónicas de viajeros del siglo XIX en estas tierras que describen a la sociedad de la época con términos que pareciera estuviesen mirando la nuestra actual. Pasaron guerras, inmigraciones, dictaduras, apertura democrática, y hay sin embargo una constante de fondo que no se vio amenazada. En efecto, los rotundos cambios políticos, sociales, institucionales o económicos que acontecieron a lo largo del tiempo no fueron garantía del cambio cultural.
El fin del mundo
La pregunta que surge es si el contexto de pandemia tendrá la fuerza como para dar lugar a este cambio que tanto hace falta. Es inevitable pensar en estas cuestiones cuando, como en tiempos apocalípticos, no hay claridad alguna sobre el porvenir.
La tendencia espontánea es creer que volveremos a la “normalidad” en escuelas, oficinas, comercios, plazas… que la pandemia pasará a formar parte del arcón de los recuerdos o –mejor aún– que será olvidada… Que los mercados volverán a subir, que gobiernos y organismos internacionales seguirán con sus preocupaciones, que seguiremos adelante…
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Pero ese sería el final trágico de la historia. Porque el de la pre-pandemia no era un mundo feliz. Era un mundo de confort, di-versión, dis-tracción y entre-tenimiento para una minoría bastante selecta de la sociedad global. Era un mundo vacío, de un consumismo alocado que lo único que consumaba era la insatisfacción, pues su esencia estaba en la nada, en vivir en el “entre” permanente, sin fin y, por lo tanto, sin historia. Sin razón por qué vivir; sin razón por qué morir. Era un mundo que nos alejaba cada vez más entre nosotros, mediatizando los contactos detrás de pantallas y tecnología, con nuestra vida fake editada en las redes sociales. Un mundo que a fuerza de pretender dominar la muerte y el sufrimiento con la ciencia y la farmacología, o bien tapándolos con escaparates y las más banales técnicas de marketing de los “creativos” (vaya eufemismo hemos fabricado), nos volvía cada vez más autómatas y menos humanos.
Una vez más, como si un dios burlón hubiese decidido jugar con nuestra congénita arrogancia babélica, la crisis más severa desde la Segunda Guerra Mundial nos enrostra el límite de nuestra ciencia frente a un enemigo invisible. De pronto hay que detener el mundo.
No deja de tener un tinte irónico que la única prevención sea el aislamiento social. Es como si la historia se hubiese acelerado para mostrarnos el final anticipado de nuestros caminos. Pues hacia allí íbamos.
Si viviéramos en el medioevo interpretaríamos que se trata de un castigo divino. De un llamado a la conversión. Pero hoy ya no creemos en dioses que intervienen caprichosamente en los avatares humanos. Además, el Dios judío y cristiano quiere misericordia, no sacrificios (Oseas 6, 6).
En cualquier caso, la bifurcación (krísis, en griego) se abre frente a nosotros.
Nuevo mundo
Don o sacrificio. Esta es la alternativa fundamental que se impone a la teología y a todo pensamiento religioso.
Cuando los conquistadores españoles llegaron al Nuevo Mundo no pudieron concebir las prácticas de muchos nativos americanos: sacrificios humanos –incluso de niños–, cruentos rituales con extracción de órganos, canibalismo… Algo inaceptable aun para mentes acostumbradas a convalidar salvajes torturas como medio de condena o de mero proceso judicial.
Y sin embargo el mundo posterior a la Conquista creó, apalancado en los metales traídos de América, una civilización no exenta de paradojas. Pues con el ingente desarrollo científico y tecnológico desplegado inicialmente en Europa, con el crecimiento poblacional, también aumentó la cantidad absoluta de personas que no pueden llevar una vida digna según los cánones de la época. Y para quien carece de lo fundamental para vivir –agua, alimento, techo–, da lo mismo estar en una sociedad arcaica o en el mundo “moderno”, pues los beneficios de la sociedad opulenta igualmente no le llegan.
Podemos decir que hemos “tercerizado” los sacrificios humanos. Continuamos con ellos, pero no nos manchamos las manos. Somos profesionales de cuello blanco. Nos libramos de la responsabilidad de nuestros sacrificios detrás de la “sociedad anónima”, de los Estados, las instituciones, la ONU, el Banco Mundial… Se trata sin duda de una brillante y descomunal operación de exculpación cultural.
Sin embargo, no es posible un mundo sin sacrificios, donde sólo reinen la economía y el derecho, donde el bienestar y los derechos de unos tienen primacía sobre los del resto. Sobre esta ontología de la guerra (tomo la expresión de Milbank) es imposible construir una sociedad que se precie de humana, porque de la lucha no puede nacer el acuerdo, la convivencia o –mejor aún– la amistad. Diferencia irreconciliable entre las cosmogonías polémicas paganas y el acto creador-revelador –por medio de la Palabra¬– del Dios judeocristiano.
Esa Palabra infinita se expresa, y en su expresarse crea el Tú humano. El otro infinito, irreductible a la totalidad. Esa palabra que me pronuncia, que me crea, que me llama (Lévinas hace hincapié en la prioridad del acusativo) es la que hace que yo sea. La amistad –el amor– da cuenta del diálogo de dos infinitos que se revelan el uno al otro. Nace del don mutuo, inconmensurable, desproporcionado. No se trata de un intercambio ni de un contrato con cláusulas para cada una de las partes. Es en este sentido lo opuesto de la economía –como lo señaló Derrida–, que supone el círculo sacrificial. Do ut des. Si no das, no doy. Si doy, pido a cambio, anoto mi crédito en mis registros contables. Frente a la inconmensurabilidad del don, el intercambio se basa en la medida.
El Dios cristiano es exactamente al revés. “Él nos amó primero” (1 Juan 4, 19), “cuando todavía éramos pecadores” (Romanos 5, 8). En eso radica la revelación. En darnos cuenta, en asumir en nuestras acciones esa Novedad, en el carácter inaudito de lo que significa.
La amistad social de un mundo nuevo requiere partir de ese re-conocimiento.
El juicio (Hé krisis)
Quizá hacía falta interrumpir el satisfecho discurrir del mundo para tener un lapso sin tiempo que nos permita reflexionar y centrar nuestra vida en algo que le dé sentido, en re-cobrar el verdadero valor de este tiempo sin tiempo. Aunque cronológicamente, el tiempo objetivo, medido –el tiempo del sacrificio– pueda ser incluso más breve que el planeado en nuestros registros.
El grave riesgo es que nos neguemos a extraer una enseñanza de lo que estamos viviendo, que nos neguemos –una vez más– a aprender. Que pretendamos volver a nuestra vida anterior y no estemos dispuestos a abandonar el mito en el que vivimos en pos de una apuesta a lo desconocido, a lo inseguro… Veremos los signos. Cuando los stocks vuelvan a trepar, cuando la bolsa alcance el ansiado bull market, será la señal de la condenación, de que no hemos aprendido.
Una nota técnica. La economía capitalista funciona en base a esa fuente de energía fundamental que es el crédito. Crédito que no es la fe trascendental sino tan sólo la confianza (con minúsculas) de que el otro me devolverá lo que le di, en la medida pautada. Es la creencia en el ámbito del sacrificio.
Sin embargo, si se tratara sólo de eso, sería aun aceptable. Pero el crédito se crea “de la nada” (Schumpeter) por las entidades financieras, con lo cual da lugar a una inflación de “valores” que no tienen un objeto concreto que les dé su razón de ser sino un valor futuro condicional. Esas creaciones del espíritu humano que son ídolos sólo un poco más sofisticados que las estatuillas que se fabricaban los antiguos (cf. Isaías 40, 19-20), se sostienen únicamente en base a la creencia colectiva de que todo funcionará, de que lo haremos funcionar…
Este sistema es lo que en la jerga se denomina “apalancamiento”. La economía capitalista funciona “apalancada”: cada empresa puede potenciar el poder de su capital a partir del crédito. Pero resulta que el crédito es orientado según los criterios del sistema financiero, que decide quién es merecedor y quién no, según tenga –o no– “la marca en la mano derecha o en la frente” (Apocalipsis 13, 16-17), es decir, las credenciales para prometer una tasa de retorno conveniente a su a-creedor. (A propósito, “criterio” viene de krísis, que tiene como otra de sus acepciones a juicio, lo cual revela oblicuamente la intrínseca relación entre la creencia y el juicio, entre la Fe y el Juicio escatológico).
Los acreedores siempre dan tiempo, pero se trata de un don condicional, un don que no es tal. Corrijo: venden tiempo. Cuando se revela que su objeto de fe no era digno de ella, retiran su creencia y reclaman sus acreencias, estrechando el horizonte del tiempo al puro presente. Sin crédito desesperan y salen a realizar (a vender) sus acreencias-promesas –ya patente su inanidad (¡la más vana de las vanidades!, diría el Qohelét), su carencia de valor– al precio que sea. Es el momento del sacrificio para aplacar a los dioses, para que nuevamente nos sean propicios.
Los falsos dioses destruyen la obra de sus manos… ¡pero era ella misma la que los había fabricado!
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Si algo nos enseñó la Carta a los Hebreos es que ya no hay sacrificios válidos. El único sacrificio posible es metafórico, pues es la entrega de uno mismo, en cuerpo y alma. El Cristo que se anonada (Filipenses 2, 6-7) es en este sentido el paradigma del movimiento interior personal que se requiere a fin de lograr como comunidad superar el sacrificio de inocentes para aplacar a dioses que no existen, ídolos que hemos construido para justificar –en el tribunal de los demás y de nuestra conciencia– el estilo de vida que llevamos, amparados en la tranquilidad de que nuestros sacrificios son dignos y agradables a Dios.
La redención
Por don de Dios o por merced de la corona, estamos atravesando una circunstancia única. Los valores en los que se asentaba nuestro mundo se han desmoronado. Los países centrales están atravesando una crisis sin precedentes. No tendrán en el corto plazo los recursos para seguir moviendo el mundo como venían haciéndolo. Si bien las instalaciones están intactas, los canales convencionales de circulación del capital están secos. Los bancos centrales se endeudan cada vez más, prometiendo un futuro mejor, pero poco puede utilizarse en el encierro global. Con instituciones perplejas, en stand-by, y bajo la condena del aislamiento, es difícil creer en el otro, sobre todo cuando puede estar contagiado y ser una amenaza… Dispersos, sin capacidad de entendernos (Génesis 11, 9).
Estamos frente a una oportunidad única para cambiar. Es un momento de revelación. Pocas veces se presenta, por fuerza mayor, la circunstancia de tener que de-tener el mundo, abriendo la posibilidad a crear nuevas instituciones, basadas no tanto en promesas y valores futuros sino en el valor concreto de la vida, que se nos escapa cuando la basamos en el retorno. Retorno que, por definición, no puede sino ser de lo mismo. Que carece de sorpresa, de revelación y, en última instancia, de sentido. Es preciso acabar con el gnosticismo del dinero fácil para proyectos sin valor. Porque solo guiados por el valor trascendental, que es muy concreto y con un Rostro, nos será posible construir una sociedad verdaderamente humana y democrática. Tal es la decisión religiosa que la revelación nos conmina a tomar.
Octavio Groppa es Licenciado en Economía y en Teología