El cristiano cree que Cristo venció la muerte y resucitó a una vida nueva junto al Padre en el Espíritu. Y lo hizo como el primogénito de los resucitados, primicias de los que murieron, de modo que nos promete la vida eterna junto a Él después de la muerte y en el último día. Esta fe se abre a la esperanza en vivir con Él en la Iglesia consumada y resucitada con Él. Por eso Cristo resucitado es nuestra esperanza, ilumina nuestra vida futura juntos en la vida trinitaria.
El Resucitado vive en su Iglesia y nos invita a la esperanza y a la confianza. Él es el Viviente del Apocalipsis, tiene las llaves de la muerte y del Hades y está junto a nosotros en nuestro camino hacia Él. Como decía Klaus Hemmerle: junto a nosotros en el paso angosto, y abriéndonos la puerta desde el otro lado.
En tiempos de pandemia el miedo a la muerte se agudiza: la posible cercanía del abismo, del límite que de pronto está ante nuestros ojos, mucho antes de lo pensado y esperado. La respuesta cristiana pide confianza, fe, paciencia, conciencia de la presencia del Señor, que estamos en sus manos, confianza en su providencia, confianza en María. Se trata de pedir el don de la paz y la fortaleza en la prueba.
Pedir una paz que evite el miedo o la paranoia, sin desmedro de la prudencia y evitando toda temeridad inútil. El personal sanitario está entrenado en estas situaciones expuestas. Quien haya vivido guerras también sabe qué es un bombardeo repetido noche tras noche durante largo tiempo. La vida de las trincheras. También los terremotos: que la tierra no te sostenga más y se sacuda en forma repetida en minutos que parecen eternos.
¿Por qué Dios permite la prueba? ¿Quiere Dios esta prueba? ¿Un Dios de amor puede querer la muerte de tantos y con tanto dolor? ¿Por qué la creación buena cobija este virus que mata? ¿Por qué el cáncer? Preguntas capitales, válidas, y respuestas difíciles.
El Padre nos habla en su Hijo Jesucristo. Cristo se expuso al rechazo y la crueldad por amor hasta la muerte de cruz. Se puso en nuestro lugar, como algún cura lombardo, que cedió su respirador a un hombre más joven en un gesto admirable, semejante a Maximiliano Kolbe, en Auschwitz, quien salvó a un padre de familia entregándose en su lugar. Cristo se puso de nuestro lado, se expuso a la crueldad de romanos, judíos y proto-cristianos que huyeron.
¿Cómo vivimos esta prueba? ¿Es la vida humana, la pura supervivencia, aquí y ahora, puesta en jaque por esta única enfermedad, el valor último y definitivo al que hay que sacrificar todo, a cualquier costo, de la vida personal y social? Fuera de toda duda es un valor primero (para recordar también en el caso del aborto). Pero el tema central es el cómo y a qué costo. Y cómo han de permear las políticas públicas de Estado en forma permanente, y no sólo en excepciones de pandemias. Ya conocemos los efectos colaterales de la cuarentena dura (que induce el miedo) respecto de otras enfermedades desatendidas por distintas razones, de los niños, de la destrucción acelerada de puestos de trabajo.
¿Es un valor tal –el de la vida– que prima hasta el extremo de prohibir la apertura de los templos cristianos, judíos o musulmanes por el riesgo de contagio? La dimensión religiosa de la vida se expresa no sólo en la habitación de cada uno (Mateo 6,6), sino también en el templo, donde hay una presencia especial de Dios para el creyente. El derecho constitucional de ejercicio de la libertad religiosa puede ser limitado guardando una debida proporción, al cabo de 65 días (que incluyeron Pascua), como le recordaba el lunes 18 de mayo el juez del Conseild’Etat a Macron. El cierre absoluto de los templos, mientras que puedan admitirse tipos de aglomeraciones con algún riesgo en comercios o transporte público le pareció al juez desproporcionado, transcurrido un largo período de cuarentena. E instruyó al Gobierno a remediar la situación en el plazo de ocho días.
Quizás este principio de proporcionalidad pueda ser pensado también en relación con otros bienes sociales. Por ejemplo, el del trabajo (blanco o negro) y su salario correspondiente, que mencionábamos arriba. El bien social del trabajo, ¿admite ser postergado por la cuarentena larga no flexible hasta un punto de riesgo de desaparición, en relación con el riesgo de contagio y el valor de la vida? Cómo articular ambos valores en atención al bien común: éste parece el desafío y no la falsa alternativa entre un valor u otro. Ambos valores constituyen un problema social y han de ser integrados en un bien común que incluya a ambos y no sacrifique a ninguno de los dos. Es pensable una cuarentena flexible que integre los valores y no los excluya, en momentos en que el testeo muy tardío ha dejado nublado el famoso pico y nos ha mantenido en demasiada ignorancia sobre la realidad. No conocemos la antigüedad de mucho contagio: las certezas están más bien en el número de muertes y en las camas ocupadas o disponibles. La caída de la producción, y del trabajo consiguiente, la viene informando el actual INDEC.
Volvamos al principio. ¿Creemos en otra vida? Y más aún, en otra vida resucitada. Nuestra actitud o talante refleja lo que llamaríamos la actitud cristiana ante la muerte. ¿Qué dirían nuestros mártires sobre nuestra fe y nuestra esperanza?