Este artículo fue publicado en su versión original la edición del 9 de mayo de la revista francesa Études.
La prueba que estamos atravesando nos constriñe a un principio de realidad: desde hace algunas semanas estamos arrinconados en un presente encerrado en sí mismo, sin salida. Apenas nos permitimos entrever el mañana. Sin embargo, es en medio de esta reducción de los espacios que se descubre la necesidad de abrirnos hacia otra cosa y de recuperar la utopía. ¿En serio, la utopía? ¿No estamos, por el contrario, condenados por el deber del realismo? Sin embargo, la utopía es el motor de cada uno de nuestros actos, del más modesto al más ambicioso. En efecto, ¿qué es hacer sino el no darse por satisfecho con el estado de cosas, rehusar el contentarse con lo dado? Toda acción, aún la más corriente, es utópica cuando disiente, animada por la convicción de que esa realidad no puede ser la única y que “las cosas son así” no puede ser la norma.
La utopía no es fuga sino esperanza, no en el sentido de algo que se espera para el más allá, sino la posibilidad de provocar, aquí en la tierra, formas inéditas de pensar y de actuar. La utopía le añade a la realidad posibilidades que antes no tenía. No es una ceguera voluntaria, como puede ser la ideología. Por el contrario, se asienta en un conocimiento riguroso, lúcido y obstinado de la realidad. La utopía podría ayudarnos, en medio del esfuerzo destinado al confinamiento y a la preparación del mañana, a generar una resistencia a lo que sería fácil que se instalara: la invasión, por la generalización del teletrabajo, de lo profesional por sobre lo privado, lo virtual, fluido y rápido, por sobre la presencia más imprevisible y lenta, la mayor dedicación de la mujer a tareas de administración, la concentración de nuestros deseos en lo inmediato y que puede ser rápidamente satisfecho, en detrimento de la curiosidad. La utopía sería, entonces, la decisión de hacer un esfuerzo para desarticular las tendencias demasiado fáciles que parecen perfilarse en la sociedad que vendrá, obviando la vigilancia y la imaginación que sin embargo deberíamos proponernos ejercitar.
Y si la utopía es una dimensión de la acción, es también una vocación de la política. No por tratarse de una suerte de romanticismo del mañana que encantará y cambiará todo –lo que no han logrado los liberticidas y violentos–. Tampoco por proponer alternativas irrealizables que no tienen en cuenta los deseos, las aspiraciones y contradicciones de cada uno. Pero si la utopía es una dimensión de la política, lo es porque gobernar no consiste solamente en administrar lo que hay y gerenciar la situación presente. El político no está destinado a convertirse en un experto: su papel no es el de formular diagnósticos y análisis; su rol es el de imaginar lo que no es, lo que todavía no ha sido hecho.
Su función es elegir los caminos todavía no recorridos y organizar la esperanza. El político debe mirar el mañana y hacerlo ver, con lucidez y convicción. Esta dimensión utópica de la política es tanto más crucial en este tiempo de crisis, de miedo y de sospecha. La utopía facilita la unión en torno de una misma capacidad de hacer y relanzar las esperanzas. La fuerza y la responsabilidad del político se pueden medir según sea su maestría en proponer proyecciones razonables. Este talento particular del político y del dirigente no surge de una simplificación de las dificultades, sino, por el contrario, de tomar en serio la complejidad de las personas y de las cosas.
La utopía política debe basarse en la importancia de los matices y las mediaciones y no en su eliminación. No se parece en nada al imbécil y peligroso “sólo basta con…”. Si en el mundo que viene no sabemos retomar la dimensión utópica de nuestros actos y de la acción política, habrá que temer el surgimiento de operaciones de simplificación. Simplificación de las relaciones por medio del uso exagerado de lo numérico, que por su naturaleza fluida y etérea ablanda las resistencias y el esfuerzo en la enseñanza y en las empresas, cuando son precisamente aquellas resistencias las que requieren una reflexión más matizada. Simplificación de nuestros deseos llevados a lo que es asimilable rápidamente, cuando lo que deberíamos cultivar es el gusto por lo que es desconocido y complejo. La política deberá ceder la primacía precisamente a lo que estará tentada de dejar de lado: la curiosidad, la pausa, las solidaridades e iniciativas espontáneas individuales o colectivas, la pacificación por el civismo, los “buenos días” y los “gracias”, aquel arte de cuidar las formas de las que nos olvidamos tan fácilmente, porque llevan tiempo y exigen nuestra atención.
Los políticos deberán movilizar en torno de algo que no es posible avizorar aún. En nuestro contexto (N. del t.: Francia) estamos tentados de pensar nuevamente en los discursos utópicos de De Gaulle, el 18 de junio de 1940, cuando profetizaba sobre la victoria mientras Francia estaba de rodillas; de Churchill el 13 de mayo de 1940, cuando sin nada bueno para anunciar, formulaba la más poderosa de las promesas, la de ser dueños del futuro. Porque ¿qué es lo que nos permite reconocer una política utópica? El hecho de que es factible, que se funda en un principio de realidad, un cuerpo a cuerpo con la historia, sus límites y también sus posibilidades.
Esta vocación utópica de la política es demasiado apresuradamente confundida con el cuestionamiento del orden establecido y la instauración por la fuerza de una sociedad donde no pasa nada y nada se sale de su carril. Pero el uso razonado de la utopía política, esa capacidad de elegir, respeta mucho la realidad y sus complicaciones como para no arriesgarse a querer cambiarla. Y como la utopía en política es inseparable de una forma de carisma, y por tanto del recurso de la fuerza de las palabras, habría que animarse a decir, tal vez no con De Gaulle o Churchill, pero ciertamente con Victor Hugo: “intentar, pelear, persistir, perseverar (…) asombrar a la catástrofe por el poco miedo que nos causa (…) aguantar, resistir, he ahí el ejemplo que los pueblos necesitan y la luz que los electriza”. (Los Miserables. Capítulo XII)
Laurence Devillairs es Doctora en Filosofía
Traducción de Vicente Espeche Gil
3 Readers Commented
Join discussionExcelente, realista y con gran sentido de oportunidad. Lamentablemente la urgencia nubla todos los matices y la complejidad, propia de los sistemas, de los tiempos y espacios necesarios, para las grandes innovaciones y realizaciones. Como el ambiente y la ética, la utopía debería formar parte de los contenido educacionales en los distintos niveles: porque si no ¿cómo alimentamos la esperanza?
Recién publiqué esto en mi muro de facebook: «2020 08 14 Amo la Política, así ¡con mayúsculas! Y este artículo que publica la Revista Criterio (número 2469 que corresponde a junio julio 2020) me ayuda a recordar porque amo la política: ¡porque este no es el mejor de los mundos posibles!
+++ Porque cada uno de nosotros – con sus ideales y con sus valores- puede hacer un poco o mucho porque este mundo sea mejor. Y si podemos, ¡debemos!
+++ Laurence Devillairs es francesa, filósofa y aunque ella no lo sepa, un poco poeta y Política, de nuevo con mayúscula.».
¡Gracias por publicarlo y darme la oportunidad de compartirlo!
Seamos concretos. Utopía en política es, por ejemplo, fijarse el objetivo de: «pobreza cero».
Una cosa es decirlo, y si después ocurre todo lo contrario habrá que buscar a un culpable.
Lo bueno de las utopías es que motiva a los buenos políticos, solamente.