Al inicio de 2020 no hubiera sido posible imaginar que a mitad de año estaríamos padeciendo, en nuestro país y en casi todo el mundo, lo que nos pasa. Las comparaciones y metáforas usadas para tratar de entender, en relación al presente y también al inmediato pasado, son netamente insuficientes. Se ha escrito y explicado tanto, sobre tantos temas, de diversas procedencias, centros científicos, universidades, escuelas académico-científicas y demás instituciones públicas, que cualquier intento de sintetizar resulta casi imposible.
Centenares de preguntas se lanzan esperando alguna respuesta. ¿Cómo fue posible llegar a este punto? Superamos la perplejidad inicial, y aun intentando imaginar proyecciones y escenarios, siempre para tratar de entender, la cruda realidad termina por superar todo. No hace falta aclarar que los temas pendientes son de larga data. Uno de entre ellos, por ejemplo, es la notable “fragilidad” del Estado; de sus instituciones; de los dirigentes, las sociedades y las culturas; en fin, de casi todo.
Difícil salvar algo o alguien de una tragedia que es universal. No se trata sólo de nuestro país –si bien cada país dispone de sus propios dramas y peculiares variables negativas– sino también de las naciones más grandes, líderes legítimos, o no. Las conductas, actitudes, discursos y palabras son acciones de líderes decisivos, incluidos los de las mayores potencias. Esas decisiones han sido, no pocas veces, inconcebibles.
Una lista –incompleta– de los más relevantes incluye a los Estados Unidos, China, Rusia, India, los europeos grandes, Japón, Brasil, Irán, Turquía, Egipto, Arabia Saudita y varios más. Se suman también aquellos de los que se tiene escasa información, como el continente africano (1200 millones de habitantes en Sudáfrica, Egipto, Nigeria); los países asiáticos (Indonesia, Pakistán, Bangladesh, Malasia, Vietnam) y los latinoamericanos (México, Venezuela). Es necesario revisar la fragilidad, la extrema vulnerabilidad o la escandalosa irresponsabilidad, a fondo y de verdad, tratando de llegar hasta el nódulo de cada cuestión.
Ha sido ya reiterado que el Estado no debería seguir siendo lo que ha sido hasta ahora. En muchos casos, una parodia y hasta una estafa. No se corresponde con la responsabilidad que le toca en un momento tan crítico como el que vivimos. Y ha llegado a ser, no pocas veces, una amenaza. Quienes hacen política, en la función pública o en la privada, en cualquier nivel, no pueden continuar inmersos en la improvisación, la impericia, o peor aún, en la corrupción y la mentira misma, lisa y llana.
Se han ensayado, como ocurre a menudo, todo tipo de teorías conspiratorias de variada especie, al igual que demonizaciones de países, de instituciones y de personas; acusaciones cruzadas e insistentes amenazas de violencias, muchas veces, las más extremas. No puede menos que preocupar que algunos líderes de grandes potencias no se priven de usar un lenguaje que además de ser claramente temerario y peligroso, alcance niveles de agresividad y de provocación pocas veces vistos. Se advierte un grave deterioro ético y un sensible aumento de conductas impropias. La prudencia brilla por su ausencia.
Se ha repetido también que puede llegar a estar en juego hasta la permanencia del hombre, ante amenazas de su extinción como especie, consecuencia de sus propias conductas. Pero se sigue ignorando o calificando como exagerado semejante peligro. Nada menos que un holocausto nuclear, o de cualquier otro tipo de armas de destrucción de masas, como las químicas o las biológicas, parece cada vez menos improbable.
En estos momentos es lógico suponer que el coronavirus continuará siendo una de las amenazas más grandes que ha tenido hasta ahora la humanidad. No está definido si es, o será, la mayor. Luce innegable que se trata de una de las más ominosas. Grave error es, por ende, no darse cuenta y reaccionar en consecuencia.
En otras palabras: los escenarios que se asemejan a los apocalípticos no debieran desecharse como improbables. Si un error debe evitarse, por su amenazante inminencia, es el de la suficiencia. Cabe recordar cual ha sido el pecado liminar del que derivan los demás: la soberbia.
Esta precaución tiene sentido cuando se exponen los errores capitales ya cometidos en las decisiones y en el lenguaje de quienes tienen las responsabilidades más notorias: los líderes de gobierno y los aspirantes a reemplazarlos, los referentes de las oposiciones internas. En ocasiones de guerras mundiales, o de conflictos de peligro inminente que pudieron conducir a ellas, no fueron tan evidentes como lo son hoy.
No se trata sólo de pedir prudencia en el lenguaje o en las ideas. Más bien, de hacer tomar conciencia clara y profunda de los riesgos que se asumen por no tener tal conciencia y por no tratar con extrema prudencia cada decisión, de cualquier naturaleza, que se tome.
La pandemia del coronavirus que estamos transcurriendo y que padeceremos durante buen tiempo aún, no es un mero episodio histórico. Lo es, claro está, pero de una jerarquía superior por sus muy peligrosas consecuencias.
El caso de nuestro país es aún más difícil debido a que, a la amenaza biológica del coronavirus, se suma tener que lidiar con una de las situaciones más complejas de nuestra historia: la reiterada cuestión de la deuda externa, la alta inflación y la conducta de la dirigencia, problemas repetidos en nuestra historia. Sin embargo, aún con todo lo que significa como amenaza para el futuro de nuestro país, el virus es, hasta ahora al menos, un factor disciplinante efectivo. La sociedad parece estar más convencida de lo que se previó de que hay que aceptar los cambios que deben hacerse, por ser inevitables.
Si se logra convencer a los ciudadanos y habitantes de nuestro país de tal necesidad inminente y absoluta, la Argentina puede evitar males aún mayores. Pero al huir de la realidad, del debate y de la corrección de conductas dañosas, sólo estará condenada a un retroceso que ya tiene larga data. Y que en una próxima edición logre superar “milagrosamente” las gravísimas caídas anteriores.
¿Qué hacer? Dura pregunta. Esa es otra historia y merece otro tratamiento. Aunque no parece haber espacio para, precisamente, “modelos”.
1 Readers Commented
Join discussion¿Qué hacer? Esta es la cuestión.
Sugiero usar la Historia para hacer «conciencia social». Así, quizás podríamos evitar el retorno de otro gobierno neoliberal.