Con la superficie de casi un continente entero, una economía que fue muy pujante y que se proyectaba como una de las líderes de América Latina, hoy Brasil se encuentra en una situación penosa. Castigado por todos lados, el “gigante” de Sudamérica gime bajo el látigo de una crisis sanitaria, económica y política de grandes proporciones.
Crisis sanitaria
El país ocupa el segundo lugar en casos de contagiados de Covid-19 y también en muertes por la enfermedad. La pandemia sigue en curva creciente y el sistema de salud ha colapsado en muchas ciudades. Lo más grave es que, en esta situación, el Presidente siembra confusión y desorientación en el pueblo. Jair Bolsonaro boicotea sistemáticamente las orientaciones del Ministerio de la Salud, tales como la cuarentena, el aislamiento social, las medidas de higiene, los barbijos, etcétera.
Mientras la población intenta a duras penas, como puede, cumplir con la cuarentena, el Presidente se dedica a hablar en contra de ella. Suele ser fotografiado sin mascarilla, provocando aglomeraciones por donde pasa. Entra en los comercios y compra hotdogs sin protección ni ninguna medida básica de higiene. Toca su la nariz y después abraza a sus seguidores, se toma selfies con ellos, alza niños en brazos y ataca a gritos a los gobernadores y alcaldes que se oponen a su absurda actitud.
Además, desde el principio de la irrupción del coronavirus en Brasil, el Presidente sistemáticamente ha desatendido los diagnósticos y evaluaciones de los profesionales de la salud y los científicos. Ante cada informe que presentan infectólogos y virólogos, Bolsonaro habla en público desmintiéndolo, basándose en sus propias convicciones.
Por su cuenta, dispuso que los militares fabricaran varios millares de comprimidos de hidroxicloroquina y sostuvo ante la prensa que era el tratamiento más adecuado para combatir el virus. Y lo sigue afirmando, a pesar de que algunos estudios recientes lo rechazan. El medicamento es distribuido en todos lados, especialmente en las comunidades más pobres.
En plena pandemia, con la curva de casos en alza, Brasil no tiene Ministro de la salud. El primero, Luis Henrique Mandetta, era un médico respetado y tomaba decisiones según las orientaciones de la OMS y de los especialistas, incentivando la cuarentena y otras medidas con buenos resultados adoptadas en otros países. Como no decía lo que deseaba el Presidente, fue exonerado.
El segundo, el oncólogo Nelson Teich, estuvo menos de un mes en su puesto. Como no aceptó recomendar el uso masivo de la hidroxocloroquina, y no logró que su discurso médico coincidiera con el del Presidente, pidió su destitución. Ahora ocupa el Ministerio un militar que no es médico, nombrado interinamente. A diferencia de sus predecesores, no da informes diarios sobre la situación. Recientemente declaró que no aceptará los números de las Secretarías de Salud de los Estados, divulgando sus propios números cuando los otros le parezcan exagerados.
Los analistas sospechan que el Gobierno quiere “maquillar” las cifras para decirle al pueblo que no estamos tan mal, sobre todo en el número de muertes. Frente a la amenaza de que la falta de transparencia de los datos transmitida al pueblo brasileño, se coordinó una comunidad entre los grandes diarios que recibe los datos de las secretarias estaduales y los publican separadamente. Además, el Supremo Tribunal Federal tiene que intervenir casi todos los días para contrarrestar los conflictos y problemas provocados por los desmandes del primer mandatario y sus ministros.
Mientras tanto, la pandemia crece especialmente entre los más vulnerables: los habitantes de las comunidades periféricas y favelas, donde el aislamiento social es difícil, por no decir imposible. Lo mismo puede afirmarse sobre las condiciones sanitarias, el lavado frecuente de manos, el uso de mascarillas y equipos de protección.
La crisis sanitaria en Brasil no tiene ninguna perspectiva de mejorar o de terminar en el corto plazo. Sobre todo porque el Presidente, acompañado ahora por algunos gobernadores y alcaldes, presiona e insiste, como lo ha hecho desde el inicio de la pandemia, para que abran los comercios y toda la actividad laboral. Y aquí es donde la crisis sanitaria se cruza estrechamente con la económica.
Crisis económica
Como en todos los países, el estancamiento de las actividades en Brasil ha provocado un grave impacto en la economía. Se calcula que el PIB disminuirá 8% este año. Y el horizonte de recuperación no será breve.
El mayor impacto se advierte entre los trabajadores autónomos, que viven de lo que perciben con su actividad día tras día, sin salario ni garantía laboral. También los pequeños empresarios sufren seriamente la crisis. Muchas pequeñas empresas han tenido que cerrar sus puertas o resolver despidos masivos, dejando a millares de personas en el desamparo económico.
El Gobierno creó lo que dio en llamarse un “auxilio de emergencia”, de 600 reales (aproximadamente 120 dólares), divididos en dos desembolsos de 300 reales, a cobrar a través de la Caixa Económica Federal. Sin embargo, esta iniciativa que teóricamente era para ayudar a los ciudadanos más desfavorecidos puso de manifiesto la impresionante desigualdad social que reina en el país. Muchas de las personas que requerían el beneficio no pudieron recibirlo por las más diversas razones. Una de ellas es el hecho de que carecen de partida de nacimiento: no tienen registro de persona física. Es decir que no existen para el Gobierno, son invisibles desde el punto de vista civil. Otros intentan indefinidamente concretar la solicitud por el teléfono móvil sin éxito, por las sistemáticas dificultades que presenta el sistema. Mientras tanto, varios hijos de la clase media que no necesitan este auxilio misteriosamente lo han recibido. Es un monto considerable que en lugar de ir a manos de los necesitados termina en las de jóvenes que tienen familia, bienes y medios para vivir. Esto se debe, según trascendió, a que los registros presentaron errores y quien debería recibir la ayuda no la recibe, y sí lo hace quien no la necesita.
Por otro lado, todos los Estados de la Federación en los que abrieron los comercios y las actividades laborales han sufrido un rebrote de los contagios, incluso muchos se han visto obligados a cerrar nuevamente y llegar al lockdown. Sin embargo, las principales ciudades como San Pablo y Río de Janeiro están abriendo sus locales, incluidos los salones de belleza, peluquerías, shoppings… La consecuencia es que se espera un grave rebrote en esas ciudades, que tienen índices alarmantes de contagio y hospitales públicos casi colapsados.
Frente a este panorama, el Gobierno presenta los hechos con una actitud maniquea y dualista que opone salud y economía. Se dice en los discursos oficiales que hay que abrir la actividad para no castigar más a la economía brasileña. Se defiende un aislamiento “vertical” que consiste en enviar a la calle a los jóvenes en edad laboral y dejar en casa a los adultos mayores, que constituyen el mayor grupo de riesgo. No advierten que aquellos que salen a trabajar, al volver a sus casas contagiarán a todos los que viven con ellos. Los contagios y la mortalidad volverán a subir.
Es un falso dilema el de salud y economía. La vida tiene que ser la prioridad máxima; sin vida no hay economía. La ley (nomos) de la casa (oikos) funciona si hay seres vivos para administrarla. De lo contrario sucede lo que está pasando en Brasil: la ceguera que envía considerables segmentos de la población literalmente hacia la enfermedad y en muchos casos hacia la muerte.
Cuando indagan al Presidente por cómo se siente ante el número de muertes, responde con expresiones como: “¿Y qué? Es la vida. Soy Mesías (se llama Jair Messias Bolsonaro) pero no hago milagros”. O también: “¿Qué puedo hacer si mueren tantos? No soy sepulturero”. No hay palabras de empatía y compasión hacia las familias que han perdido a sus seres queridos sin ni siquiera poder despedirse y enterrarlos dignamente; continúa con su política genocida para con los ciudadanos que tiene la obligación de proteger.
La profunda crisis política en Brasil no fue totalmente provocada por la pandemia, pero indudablemente la ha agudizado.
Crisis política
Desde que comenzó la pandemia, tres ministros han sido desplazados. Además de los dos de Salud ya mencionados, el 24 de abril renunció Sergio Moro, el juez que se había hecho famoso por combatir la corrupción, liderando la operación Lava Jato que culminó con la prisión del ex presidente Luis Inácio Lula da Silva.
Ministro de la primera hora de Bolsonaro, Moro dejó el Ministerio de Justicia presentando denuncias gravísimas contra el primer mandatario, a quien acusó de tráfico de influencias, venta de cargos e interferencias indebidas en los nombramientos en la Policía Federal y los departamentos de Seguridad, a fin de beneficiar a sus hijos, acusados de dudosas actividades con dinero público.
Una vez fuera del Gobierno, Sergio Moro amplió las denuncias y generó uno de los muchos procesos de pedidos de impeachment que se tramitan en el Máximo Tribunal, comprometiendo al Presidente y al Vicepresidente, el general Hamilton Mourão.
En paralelo, todos los fines de semana el Presidente recibe frente al Palacio de Gobierno a seguidores que piden la intervención militar en Brasil y organizan actos en contra de las libertades democráticas. Para contrarrestar estas iniciativas, se organizaron varios movimientos opositores integrados no solamente por los partidos de izquierda, sino por todas las fuerzas de la sociedad civil que quieren la salida del actual mandatario.
Bolsonaro tiene actualmente entre 25 y 30% de aprobación en las encuestas de opinión. Con el respaldo que implica que el 70 o 75% de la población ya no lo quiere en la Presidencia, se realizan manifestaciones y actos públicos para exigir su salida. Pero les juega en contra la pandemia, que impide que muchos salgan a las calles para mantener el aislamiento social.
La crisis múltiple –sanitaria, económica y política– plantea un enorme desafío a la fe y la esperanza de todos los que vivimos en Brasil. Tenemos dificultades para intuir una salida y una perspectiva de futuro en medio del caos que se ha instalado en nuestro país desde que un ex capitán del Ejército, expulsado de las Fuerzas Armadas por mal comportamiento, ha llegado a la Presidencia de la República por el voto directo en 2018.
Insistir en abrir brechas a la trascendencia resulta tan necesario para respirar como el aire que falta en los pulmones de los enfermos por Covid-19. Y eso implica reflexionar especialmente sobre el sentido de la vida en medio de tanta muerte que tiende a crecer y ganar espacio.
Conclusión: la búsqueda del sentido
No pedí nacer y no quiero morir: este es el tema de la cuestión humana por el sentido. Y, sin embargo, la única certeza es que algún día moriré. Y ese día podría ser hoy, el próximo minuto, dentro de muchos años. La incertidumbre que acompaña a la certeza de la muerte hace que la vida humana sea única y llena de misterio.
El hecho de cuestionar la muerte, de hacer todo lo posible para evitarla, plantea la cuestión de que los seres humanos se entienden a sí mismos como hechos para la vida y no para la muerte.
Desde la fe, deseamos la vida. Y podemos percibir que Dios no guarda silencio frente al dolor y el sufrimiento humanos. Por el contrario, se encarna y entra en este dolor y sufrimiento, asumiendo la vulnerabilidad de su criatura. Sufre en la carne y el dolor de las víctimas, abrazando su sufrimiento desde el interior.
Por otro lado, el trabajo incesante de los justos, creyentes y no creyentes, expresa que Dios no es cómplice del mal. Por el contrario, aunque no se lo conozca ni se lo nombre, Dios está luchando sin cuartel contra la injusticia y su fruto perverso, que es el sufrimiento de los inocentes. En esta lucha se hace presente, identificado con la víctima, y su pasión sigue su camino misterioso.
Como dijo el papa Francisco, “nuestras vidas están entretejidas y respaldadas por personas comunes, generalmente olvidadas, que no aparecen en los titulares de periódicos y revistas o en las grandes pasarelas, pero que, sin duda, escriben hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia”. Seguramente se refería a todos aquellos que, pertenecientes a diferentes religiones o a ninguna, están expuestos al riesgo de contagio por cuidar a los enfermos de la pandemia. Y también están ayudando a los pobres allí donde se encuentran, desamparados y vulnerables frente a la fuerza avasalladora de un virus para el cual no hay remedio ni vacuna.
En medio de la dureza extrema de esa múltiple crisis, amenazados por diversos virus –de la corrupción, de la opresión, de la injusticia–, la esperanza se filtra por la experiencia de la actividad de esos justos. La hemos estado experimentando durante meses por medio de las vidas anónimas que tejen nuestra historia: agentes y profesionales de la salud, líderes comunitarios y muchos otros. Apoyados sobre la grandeza de estos brasileños hay esperanza de que Brasil pueda levantarse del abismo donde se encuentra y reconstruir su futuro.
Maria Clara Lucchetti Bingemer es teóloga y escritora brasileña, profesora en la Universidad Católica de Río de Janeiro