La muerte de George Floyd en manos de Derek Chauvin, oficial de policía de la ciudad de Minneapolis, estado de Minnesota, puso sobre la mesa –nuevamente– un tema que atraviesa toda la historia de los Estados Unidos como una herida sangrante: el racismo estructural, el trato –o destrato– de los blancos hacia los negros, y los intentos de respuesta a este problema moral que no terminan de consolidarse.
Se trata, en esta materia, de un camino tortuoso, largo y por momentos de enorme injusticia. Pareciera también que una enorme mayoría del país no se resigna a vivir así y exige soluciones. Para aproximarnos a este problema, es útil recorrer la historia de los Estados Unidos, donde convivieron durante mucho tiempo los gritos de libertad expuestos en la declaración de la independencia con la esclavitud en muchos estados, el apharteid legal luego de la guerra civil y las luchas por los derechos civiles después de la Segunda Guerra Mundial.
Independencia y Constitución
La declaración de la independencia, leída fuera del contexto de las colonias que luchaban por su emancipación, hacía suponer que la esclavitud resultaba imposible. La famosa frase que saliera de la pluma de Jefferson, “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”, parece incompatible –en nuestra mirada– con la idea de la trata de personas y la esclavitud. No obstante, quien eso escribiera era propietario de esclavos, así como muchos de sus pares en el estado de Virginia. La proclama, entonces, aplicaba a los hombres libres de ese momento y no a quienes eran esclavos. Esa doble mirada, en la que una minoría de color no revestía la calidad de persona, sino que –a efectos del derecho– era tratada como una “cosa” sujeta a compra o venta, era la que impregnaba la batalla por la independencia.
La organización constitucional no estuvo exenta de debate. Surge en el texto de 1787 una protección explícita al tráfico de esclavos. El primer párrafo de la Sección 9 del Artículo I estableció que la migración e importación de “personas” no podía ser prohibida hasta el año 1808. En otras palabras, el problema de la esclavitud quedaba diferido veinte años.
Dos libros del historiador Joseph. J. Ellis (Founding Brothers y The Quartet) relatan magistralmente los intereses en juego. La necesidad de construir un Estado que superara a la fracasada confederación; la obsesión de Hamilton por consolidar una economía a nivel nacional, frente a un débil esquema institucional de características voluntarias, donde los miembros de la confederación incumplían de manera sistemática los aportes para solventar al ejército continental; y –finalmente– la necesidad de incorporar, bajo un mismo texto, dos visiones distintas en materia de esclavitud eran algunos de los muchos desafíos a encarar. Fue James Madison, quien con enorme habilidad logró consolidar un primer texto de organización nacional, para luego proponer –contra su idea original– diez enmiendas que aseguraron su definitiva aprobación, amalgamando todos los intereses en juego.
El problema de la esclavitud no estuvo ajeno a los debates. Relata Ellis, en un capítulo elocuente titulado “Silencio” de su libro Founding Brothers, que en 1790 (año en que se debatieron las diez primeras enmiendas) irrumpió una delegación de Cuáqueros reclamando que el Congreso Federal pusiera fin de manera inmediata al comercio de esclavos provenientes de África. Por supuesto, los representantes de los estados del sur rechazaron inmediatamente la moción. Nada había que considerar, ya que el tema había sido clausurado en el texto constitucional original. Madison tomó una actitud táctica, proponiendo enviar la petición a que fuera estudiada por las comisiones pertinentes. Esperaba que el tema desapareciera. Pero continuó con una nueva petición, ingresada al día siguiente, de la Sociedad Abolicionista de Pennsylvania, con el apoyo nada menos que de Benjamin Franklin. La disputa se enardeció, y algunos representes del sur declamaron que “sonaban las trompetas de la sedición…o la guerra civil. El debate fue intenso, y otros diputados alegaron razones de índole legal o práctica para mantener el statu quo: los derechos de propiedad de los miembros de los estados del sur no podían ser afectados, amén de la citada cláusula constitucional. Finalmente, la idea de Madison prevaleció y las mociones se giraron a las respectivas comisiones, con el apoyo de 43 diputados, y 11 en contra, para no tener impacto legal alguno.
Era, claramente, un tema que debía ser pospuesto en pos de la conformación de la joven república. Muchos estados del norte, como Vermont y New Hampshire, prohibieron la esclavitud en sus textos constitucionales votados con posterioridad a la declaración de la independencia. Otros la declararon ilegal a través de sus legislaturas (Pennsylvania, Rhode Island y Connecticut). Los estados del sur, por el contrario, la defendieron hasta la guerra de secesión. El censo de 1790 era elocuente: sobre un total de 694.280 esclavos, unos 635.000 habitaban en los estados de Maryland, Virginia, las Carolinas y Georgia (1). Más del 90%.
La historia posterior no estuvo exenta de polémicas y compromisos entre los estados del norte y del sur, donde convivían diversos marcos legales. Dred Scott, una decisión de la Corte Suprema dictada en 1856, pretendió zanjar las controversias de una manera brutal. Scott era un esclavo residente en Missouri, el cual fue vendido a un ciudadano blanco (John Emerson), quien lo llevó al estado de Illinois, donde se lo consideró un hombre libre en razón de la legislación allí vigente. Retornó a Missouri seis años después y solicitó su emancipación, en razón de la libertad ganada en Illinois. Luego de peregrinar por la justicia estatal y federal, el caso llegó a la Corte Suprema. Se debatía si en razón de su residencia en Illinois, debía –o no– considerarse un ciudadano americano libre. El fallo de la Corte fue elocuente: “Scott no es ciudadano de los Estados Unidos, ni puede haberlo sido nunca. Ninguna persona negra que descienda de un esclavo, puede ser considerado un hombre libre bajo la Constitución, que relegó a los negros a una clase subordinada e inferior”. El Justice Taney es al que se le atribuye el voto. (2)
Dredd Scott termina, de algún modo, interpretando el texto constitucional a favor de la posición de los estados del sur, cristalizando esta división que se mostró claramente en los debates fundacionales, y que luego se consolidó con el paso del tiempo.
Guerra civil, emancipación y después
Como sabemos, la guerra de secesión estalló luego de que Abraham Lincoln triunfara en las elecciones presidenciales de 1860 promoviendo el abolicionismo. Los estados del sur formaron los Estados Confederados de América, cuyo ejército estaba al mando del General Lee, quien firmó finalmente la rendición en 1865 frente a la milicia de la Unión. La conflagración fue sangrienta, y Lincoln siempre dejó en claro que se trataba de un conflicto moral, y lo expresó de manera elocuente en el breve discurso de Gettysburg en 1863.
Lincoln no sólo triunfó en el campo de batalla, sino que fue capaz de promover las enmiendas XIII (ratificada en 1865) y XIV (ratificada en 1868). La primera es la que proclama de manera inequívoca la abolición de la esclavitud en todo el territorio de los Estados Unidos. La segunda, establece lo que conoce como el due process of law o el debido proceso legal.
El desarrollo posterior vuelve, si se quiere, a tener un sabor amargo. Los estados del sur comenzaron a desarrollar legislación aplicable a sus territorios, que con el tiempo se consolidó en lo que se dio en llamar las leyes de Jim Crow. “Separados pero iguales” era el lema de las normas, donde los afroamericanos tenían escuelas segregadas, no podían sentarse en los medios de transporte, ni tampoco acceder a determinados lugares públicos, entre mucha otra normativa.
Las reglas de segregación racial se vieron confirmadas por la Corte Suprema de Justicia en el año 1896, en el caso Plessy v. Ferguson. Plessy alegó que, al tratarse de una persona con “siete octavos de sangre caucásica y un octavo de sangre africana”, no le correspondía liberar su asiento en el transporte público. Una ley de Louisiana de 1890 así lo establecía, respecto de los afroamericanos. La Corte confirmó la constitucionalidad de la ley atacada, destacando que esa “distinción” no violaba la enmienda XIII ni la XIV. En otras palabras, que la “separación” propuesta era razonable, y que el texto constitucional no impedía esa clase de legislación. Agregó que “la legislación no tiene poder para erradicar los instintos raciales, o para abolir distinciones basadas en diferencias físicas.”
Nuevamente la Corte Suprema es la que blinda una lectura segregacionista del texto constitucional, consolidando la estructura dual de los Estados Unidos, donde la legislación federal no tenía –según la Corte– nada que decir respecto de lo que hicieran los estados, ya que las enmiendas XIII y XIX no se veían afectadas. Este esquema se daba también en materia laboral y respecto de los derechos políticos, donde las leyes estatales –en su implementación– ponían un sinfín de barreras para que los afroamericanos pudieran registrarse y ejercer sus derechos.
Esta interpretación se mantiene incólume hasta 1954, año en que bajo el liderazgo de Earl Warren (designado Chief Justice por el presidente Dwight Eisenhower un año antes ), la Corte cambia su criterio de interpretación en el célebre caso Brown v. Board of Education. En esta decisión, los magistrados, en voto unánime, se preguntan retóricamente si la segregación de los niños por la exclusiva razón de la raza los privaba de igualdad de oportunidades educacionales. Su respuesta fue elocuente: “Creemos que sí”. De manera contundente sostuvieron que la doctrina de “separados pero iguales” no tenía más lugar, por ser “inherentemente desigual”.
El contexto de Brown, un pleito promovido la famosa National Association for the Advance of Colored People, distaba mucho de la realidad de Plessy más de sesenta años atrás. Las luchas por los derechos de los afroamericanos ya comenzaban a estructurarse y organizarse, y la desegregación escolar fue un enorme paso en pos de la igualdad real de oportunidades. No obstante, su implementación en todo orden no fue inmediata ni mucho menos. Green Book (2018) –entre muchísimas otras películas–, protagonizada por Viggo Mortensen y Mahershala Alí, muestra con crudeza esta situación de segregación ya bien entrado el siglo XX (transcurre en 1960) y luego de Brown. El “libro verde” era una guía que indicaba aquellos hoteles del sur donde los afroamericanos eran bien recibidos.
La década del ‘60 del siglo XX es pródiga en avances en la materia. La Ley de Derechos Civiles de 1964, y la de Derechos Políticos de 1965, fueron columnas mediante las cuales el Estado federal comenzó a implementar, no sin esfuerzo y oposición, la integración racial y la igualdad real de oportunidades.
La película Selma (2014), donde el actor David Oyelowo encarna a Martin Luther King, es una gran muestra del contexto en el que se dictó la referida Ley de Derechos Políticos. La reconstrucción de la icónica marcha desde Selma hasta Montgomery, en Alabama, resulta impactante. El rechazo permanente por parte de un funcionario público a registrar a una votante afroamericana fue la chispa que encendió el movimiento. En otro tono, Mississippi en llamas (1988), dirigida por Alan Parker, con las actuaciones de Willem Dafoe y Gene Hackman, narra la intervención de las fuerzas federales en la investigación de la desaparición de tres activistas afroamericanos en el estado de Mississippi en 1964, y la falta de colaboración de las fuerzas policiales locales.
Racismo y fuerzas de seguridad
Esta muy sintética recorrida por la historia de los Estados Unidos nos muestra una herida abierta que –con todas sus defecciones y problemas– siempre persistieron en intentar sanar. A partir de la década del ‘70 del siglo pasado y hasta nuestros días, los gobiernos en sus distintos niveles han contemplado infinidad de recursos en pos de una mayor igualdad de oportunidades. Autores como Ronald Dworkin u Owen Fiss, entre muchísimos otros, han justificado de manera robusta la necesidad de contar con acciones afirmativas (affirmative action), con el objeto de impulsar la idea de igualdad estructural de oportunidades, mediante el otorgamiento de cupos universitarios, promoción de viviendas y muchísimos otros planes y desarrollos.
Pese a todo, hoy los Estados Unidos están en llamas por las mismas razones que hace más de cincuenta años. Pareciera que la modificación de la actuación de las fuerzas policiales es el desafío de la hora. Estructuradas de una manera enormemente descentralizada (en los niveles municipales y estatales), resulta una tarea enorme la coordinación en la formación e instrucción de sus miembros. Sistemas de elección popular de los sheriffs tampoco coadyuvan en la faena. El problema, pues, parece tener la misma raíz que antaño, y es la estructura del Estado federal. La historia nos muestra que cuando el esfuerzo se concentra en aquello que provoca la desigualdad, el Estado en todos sus niveles puede actuar de manera eficaz y coordinada. No obstante, si al inconveniente estructural se le agrega la verba inflamada de su líder actual, la solución tardará más tiempo en llegar. Lo que resulta claro, es que no puede ignorarse más.
Diego Botana es abogado, Doctor en Derecho, Master en Leyes y profesor universitario
Notas
Datos extraídos de Ellis, Joseph J. “Founding Brothers”, pag. 102, Vintage Books, 2000.
Para una muy completa reconstrucción de la situación política y de la Corte Suprema al momento del dictado de este fallo, ver MacGregor Burns, James “Packing the Court”, pag. 49 y ss., The Penguin Press, 2009.
Plessy v. Ferguson, 163 US 537 (1896).
Para una muy completa descripción de la relación entre Eisenhower y Warren, véase Simon, James F. “Eisenhower vs. Warren – The battle for civil rights and liberties”, Liveright publishing corporation, 2018.
2 Readers Commented
Join discussionLa diferencia de color en Estados Unidos reconoce un antecedente histórico. Los colonos provenientes de Europa se independizaron de Gran Bretaña y se adueñaron de America. Contaron con la ayuda de los esclavos provenientes de África. A pesar del tiempo transcurrido y la evolución operada jurídicamente, son distintos , diferencia que internamente perciben. y que hace la convivencia por momentos dificil sin desconocer que sus reglas de vida ha permitido una muy loable integración en todos los niveles. Casos de odio son cada vez más limitados y pueden asimilarse a otros tipos de odio entre seres humanos, más allá del color. Creo que el reciente problema se da en un año en que la gente está muy sensible en aquel país claramente republicano y democrático.
Estimado Diego,
Se agradece su escrito. Y advierto que su escrito se comprende considerando a Estados Unidos como una Nación en un sentido espiritual, es decir histórico.
Pero, “Nación” es un concepto que de origen se relaciona con el “Nacer”. El “Nacer”, igual que la “Raza”, son ambos conceptos que podrían calificarse como fisiológicos de origen.
Claro, a nadie se le ocurre discurrir el concepto “Nación” desde la fisiología. Pero “raza” es pura fisiología, es corporal, es anatómico. Cuando se habla de raza, pretendemos por ejemplo: calificar a un perro.
Lo de raza no se usa para calificar naciones. Lo de “raza” es pues producto natural y no-espiritual: “el Negro”, “el Indio”, “el cabecita negra”, “la grasa peronista”, “el Bolita”, etc.
Lo de Estados Unidos no es una “herida abierta” “es un “pecado original” y universal.
Los que creemos y sentimos el concepto de Nación y de Patria (padre) o de Matria, debemos ser conscientes de nuestra condición de argentinos. La Nación la hacemos todos juntos, día a día, con un fin moral. El fin moral de nuestra patria es hacernos hombres con historia, creciendo íntimamente de adentro hacia afuera. El valor de Estados Unidos, de Argentina, o de cualquier nación, está definido en su gente.