La pandemia llegó a la Argentina en un contexto de severa crisis económica. Los debates de febrero de 2020, además de ignorar la gravedad de lo que estaba aconteciendo en China en materia de salud, se centraban en la reestructuración de la deuda pública y la interacción del ministro Martín Guzmán con el FMI. La suspensión de la fórmula de actualización jubilatoria también ocupaba las primeras planas. El Covid-19 no se presentaba como una noticia relevante.
El novel gobierno de Alberto Fernández se encontró con la necesidad de decretar la cuarentena a mediados del mes de marzo, obteniendo el apoyo de todo el arco político. Parecía que la preservación de la salud, sumada a las tristes experiencias de Italia y España, no indicaba otro camino razonable.
En ese entonces, las encuestas de opinión mostraban la aceptación de la enorme mayoría de la ciudadanía de esta privación temporal de algunos derechos, en pos de cuidar la salud de todos. La implementación del encierro a lo largo y a lo ancho del país fue disímil. Situaciones rayanas en lo grotesco (como el cierre de las fronteras internas de la provincia de San Luis), convivieron con una aprobación moderadamente racional por parte de la población en general.
Pasados más de tres meses de cuarentena en la región metropolitana, lo que otrora parecía razonable, lentamente se fue tornando en algo más cercano al hastío y al agotamiento. Las tensiones entre los derechos y necesidades más elementales, como circular libremente, trabajar, visitar a los seres queridos, comenzaron a colisionar con una defensa irrestricta de un derecho colectivo a la salud por parte del Gobierno, sin tomar en cuenta otras alternativas. En esa coyuntura, la figura de un Estado paternal comenzó a perfilarse frente a la natural autonomía de las personas.
Si bien en muchas regiones del país el aislamiento comenzó a flexibilizarse durante el mes de mayo, en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano el deshielo se hizo más lento. La velocidad de los contagios, la necesidad de robustecer el sistema de salud y otros motivos parecieron dar razón a los gobernantes para esta parsimonia. No resultaba sencillo, desde su óptica, resolver la apertura social con los contagios en pleno crecimiento.
Como sabemos y nos muestra Europa, el encierro terminará para dar lugar a una gradual vuelta a la normalidad. Las imágenes de la primavera en París o de las playas de España son un preludio de lo que podría ser la ansiada liberación. Nuevas normas de convivencia, distanciamiento social y algunos cambios de paradigma en la manera de trabajar, podrán ser algunos de los cambios que comenzarán a avizorarse en la post-pandemia.
Nos gustaría detenernos en la idea de Estado paternal que esbozamos más arriba, y que la cuarentena y el encierro ayudaron a robustecer. Resulta elemental que en tiempos de crisis, sean las instituciones del Estado las que salgan al rescate –en la medida de lo posible– de las distintas personas afectadas. Europa está diseñando un plan de ayuda económica de proporciones colosales. Lo propio hicieron los Estados Unidos. Todo, con el objeto de colaborar en la puesta en marcha de la economía.
La Argentina, en tanto, carente de recursos fiscales o fondos anticíclicos, instrumentó como pudo una variedad de ayudas a las empresas, los pequeños comerciantes y a los receptores de planes sociales, con el objeto de paliar la abrupta caída económica. Tales beneficios se financiaron –y se financiarán– con una abultadísima emisión monetaria, cuyas consecuencias veremos en el futuro.
En esta coyuntura de cierre y auxilio comenzó a dibujarse un Gobierno en dos velocidades u orientaciones. Por una parte, un foco en la gestión de la cuarentena, el “achatamiento de la curva de contagios” como mantra para justificar el encierro y la instrumentación de paliativos. Por la otra, varios sectores de la coalición gobernante comenzaron a vociferar, como cabeceras de playa, cuestiones que excedían en mucho este modo “gestión”.
La segunda velocidad puede calificarse como una modalidad sobresalto: ideas, declaraciones y proyectos que persiguen un fortalecimiento del concepto de Estado paternal, cuyas maravillas se habrían podido observar en la gestión de la cuarentena. Estos sobresaltos pudieron verse en el proyecto de la diputada Fernanda Vallejos para que el Estado tome porcentajes accionarios de aquellas empresas que pidan ayuda estatal; las declaraciones de Gabriel Mariotto, sobre que la “moderación” del Presidente resultó una “táctica” electoral y que ahora cabía acelerar para encarnar esta idea del Estado como gran “organizador” de la vida social y económica; el uso de la pandemia para liberar a presos con condena por corrupción; y finalmente el tímido expediente iniciado por el recordado Adolfo Rodríguez Saá, proponiendo el aumento de los miembros de la Corte Suprema a nueve miembros.
Sólo algunos ejemplos de muchos más de este modo sobresalto, donde a partir de la gestión de la cuarentena parece perseguirse un modelo institucional donde el Estado deja de ser un mero regulador de la vida económica y social, para pasar a ser un robusto interventor.
Esta doble velocidad se atisbaba en la campaña electoral de 2019, donde la Vicepresidenta parecía representar el pasado, y el Presidente –por el contrario– un modelo superador, que se podía resumir en el slogan “volvimos mejores”.
El paréntesis de la cuarentena, por el contrario, pone de manifiesto las tensiones entre este Gobierno a dos velocidades y vuelve a situar en el centro de la discusión el modelo del gestión del Estado.
Este debate es el que nos interesa considerar aquí: ¿qué modelo pospandemia es el que nos ofrece un gobierno que, hasta ahora y con la excusa de la negociación de la deuda, no ha podido o no ha querido explicitar un plan económico? ¿Es el Estado paternal que pretende intervenir en la vida social y económica de manera intensa, con las consecuencias que ello tiene? ¿O es un Estado inteligente, que dotado de las herramientas institucionales vigentes, está dispuesto a pensar un modelo de país que respete las libertades individuales, la actividad económica, condene la corrupción y presente alternativas viables para poner en marcha la economía?
La manera de gestión de la cuarentena, llena de frases polarizantes y agonales que no parecen admitir matices, augura un modelo inclinado hacia el Estado paternal. Cualquier disidencia recibió por parte de los funcionarios de turno una feroz reprimenda. “Cuarentena o muerte”, exageraron algunos. No obstante, la república democrática, construida sobre la base del respeto del individuo, requiere la estructuración de fórmulas que combinen de manera virtuosa el ejercicio de los distintos derechos afectados. Alemania, en este sentido, se presenta como un modelo a seguir, no sólo en la gestión del encierro, sino respecto del día después. O sin ir tan lejos, Uruguay, donde el gobierno del presidente Lacalle Pou propone no aumentar los impuestos y en cambio ajustar el gasto, comenzando por la reducción de los ingresos de los funcionarios. Quizá los modos del Gobernador de la provincia de Buenos Aires sean un claro exponente de su contracara.
El debate es de una enorme trascendencia y no está zanjado. En un modelo institucional ideal, no debería caber lugar para los sobresaltos, sino para el debate de políticas públicas que –pudiendo ser más progresistas, de regulación más intensa o defensoras de la libre empresa– no pongan en juego el rol que la Constitución le otorgó al Estado. En otras palabras, el respeto irrestricto a las instituciones, a la Justicia, a la vida, a los derechos sociales, a la propiedad y al derecho a trabajar y ejercer toda industria lícita.
Abrimos este editorial diciendo una verdad de Perogrullo: que la pandemia se hizo presente en un contexto de fuerte crisis económica. Esta calamidad, ciertamente, no fue más que un espejo de la realidad argentina. Mostró sus carencias y desigualdades en carne viva, con el sufrimiento de los más desamparados. Iluminó una vez más las mezquindades de la política (incluyendo por igual al Gobierno y a una oposición claudicante y ausente) y de la administración de justicia, pero también mostró a miles de personas que –como nos tiene acostumbrada nuestra sociedad– pusieron el cuerpo y el alma para ayudar a los demás, aliviando el dolor de muchos.
La paradoja es que la gestión de la pandemia nos da pistas bastante certeras sobre la manera en que se gestionará el futuro. El Estado paternal parece prevalecer sobre el modo institucional. Nuestra historia y la del mundo nos muestran que tales fórmulas no tuvieron finales felices. Por otro lado, la pandemia también presentó la otra cara de la moneda, que puede ser el comienzo de un camino virtuoso: la posibilidad de articular en conjunto la implementación de políticas públicas. La promesa del Presidente de convocar a un Consejo Económico y Social sigue incumplida: si se concreta, con una verdadera pluralidad en su conformación y la solvencia intelectual y moral de sus integrantes, será un fuerte indicio de lo que nos espera.
Alberto Fernández anuncia para la etapa que vendrá la construcción de una Argentina más igualitaria. ¿Quién no querría tal cosa? La discusión, sin embargo, está en el camino a seguir. ¿Más igualdad significa expoliar a un sector privado ya exánime, consumiendo así el poco capital acumulado para que la política haga demagogia con su distribución? ¿O significa liberar las potencialidades productivas y favorecer la creatividad de los argentinos? Y así podrían seguir los interrogantes.
Veremos qué orientación es la que prevalece una vez que recuperemos –aunque más no sea sino parcialmente– la normalidad.
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Join discussionEl editor sugiere un «Estado inteligente» y advierte por un «Estado paternal». Es el bien y el mal. Es lo correcto y lo erróneo. Es la Revista Criterio en su máxima expresión ideológica.
El problema es que el «Estado Inteligente» próximo pasado (el de Macri, ¿que duda cabe?) resultó ser «medio inteligente» (sin ofensa). Ahora, habrá que seguir bregando, todo pasa y se olvida. Aunque, será tarea difícil.
La «media inteligencia» fue puesta al servicio del «Servicio de Inteligencia», pero algo falló. Y fallará la Ley, a menos que venga antes un «golpe de Estado inteligente, un poquito civil con otro poquito militar. Y, por supuesto, con «más mercado».