Un enigma llamado Majorana

A veces, al advertir el creciente número de años que uno celebra cada doce meses, debo decir que hay todavía muchos momentos gratificantes.
Uno de ellos aconteció en pleno verano porteño, cuando salí casi corriendo para ir en busca de un libro del que no tenía noticias hasta minutos antes de ese juvenil ataque de impaciencia.
En resumen, al leer los comentarios sobre libros en un suplemento cultural de los domingos (en este caso el del diario Perfil), me interesó vivamente la crítica acerca de un fascinante trabajo de Leonardo Sciascia (se pronuncia Shasha) titulado La desaparición de Majorana (pronunciar Maiorana).
No había transcurrido una hora y ya tenía en mis manos un pequeño y bello volumen (que apenas supera las 100 páginas), muy bien diseñado y con un contenido que ratifica las cualidades de Sciacia como escritor y como cronista documental.
Porque de eso se trata, aunque la historia parezca el guión de una serie de misterio o un filme de suspenso, es el relato documental de lo que define el título desde la portada: la desaparición de Majorana.
Llegó la hora de aclarar que Éttore Majorana era un físico siciliano –según todos los testimonios, un genio de primer nivel– que a los 31 años desapareció.
En las primeras tres líneas del Prólogo, Juan Forn resume: “Entre los meses de julio y diciembre de 1938, en la sección ‘Personas buscadas’ de todos los diarios italianos, se pedía información sobre el paradero de Ettore Majorana, siciliano de 31 años”.
Hay una frase de Enrico Fermi citada por Forn y que sirve, a mi parecer, para que el lector sepa qué intentan expresar estas líneas que escribo: “Hay varias clases de científicos. Están los de segundo y tercer orden, que hacen correctamente su trabajo. Están los de primer orden, que hacen descubrimientos que abonan el progreso de la ciencia. Y luego están los genios como Galileo y Newton. Éttore Majorana era uno de ellos”.
Conviene destacar, porque hay con los años una erosión de la memoria, que el autor de esas líneas fue Premio Nobel en 1938 y se exilió poco después en los Estados Unidos para trabajar en el equipo de científicos que desarrolló la bomba atómica. Y no es casual que sea la foto del siniestro artefacto el único motivo que ilustra, sobre el claroscuro, la tapa y contratapa del volumen.
El origen de la tragedia
En Roma, y como una suerte de seleccionado de talentos cautivados por una disciplina (la física), se reunía para desarrollar sus investigaciones un grupo de jóvenes universitarios bajo la conducción académica de Enrico Fermi. Todos ellos se distinguían por su juventud, ya que el maestro Fermi sólo tenía cinco años más que Majorana y siete sobre el más joven, Edoardo Amaldi.
Todos, sin excepción, reverenciaban la asombrosa destreza de Éttore para resolver los más complicados problemas, y es precisamente Amaldi quien evoca algunos rasgos infantiles de Majorana y su rara precocidad. Mientras la mayoría de los niños de esa época tenían que recitar algún poema delante de las visitas, en la casa de Majorana otro era el desafío: a los cuatro años se le pedía resolver mentalmente una multiplicación de dos números de tres cifras. Cuentan que entonces el chico se metía debajo de la mesa y a los pocos segundos asomaba la cabeza y decía un número que, invariablemente, era el resultado correcto. Había ya entonces una característica que ostentó durante su trayectoria: esa actitud introspectiva (que a veces era vergüenza) para dar a la luz sus cavilaciones. A tal punto que la publicación de sus trabajos sobre La teoría cuántica de los núcleos radiactivos (1929) se debió más a la insistencia de sus colegas que a su deseo. Porque la diferencia entre él y los Ragazzi del grupo, era que Fermi y ellos buscaban, y él encontraba.
El círculo en torno de Fermi se reunía en el Instituto de Física de la calle Panisperna, lo que le dio nombre al conjunto, al que llamaban “I Ragazzi dalla Vía Panisperna”. En ese grupo era fácil distinguir a Éttore por sus cabellos negros con un mechón sobre la frente y sus ojos oscuros, su rostro serio y su natural elegancia.
En las numerosas fotografías que pude ver, no recuerdo haberlo visto sonriendo, siendo que eran todos, menos su conductor, menores de treinta años. Esta erudita juventud se reveló cuando Enrico Fermi ganó el Premio Nobel (en una ciencia dura) a los 37 años. Para entonces, Éttore ya se había esfumado, pero mientras estuvo él, era el único que podía plantarse frente a Fermi y hablar de igual a igual.
Hubo un episodio que, a mi modo de ver, puede ser la charnela donde se produce un giro en la vida del joven físico: su viaje a Alemania para estudiar y meditar con Werner Heisenberg, el líder de los físicos en su país. Majorana llegó a Leipzig en enero de 1933, tomó contacto con el Instituto de Física (que, como apunta con gracia en una carta, estaba situado entre un cementerio y un manicomio) y al encontrarse con Heisenberg (de igual edad que Fermi) se produjo una corriente armoniosa entre ambos, lo que hizo que incluso se trataran como amigos, ya que la dificultad idiomática era salvada por el alemán con clases de idioma para su colega italiano.
Heisenberg ya era una celebridad por su teoría del Principio de Incertidumbre, lo que no impidió que aceptara algunas correcciones formuladas por Éttore, tímidamente. Incluso se comentó que en un seminario sobre energía nuclear, frente a cien personas, Heisenberg mencionó un aporte de Majorana y lo invitó a hablar a la audiencia, cosa que, por supuesto, el italiano no hizo.
Hubiera sido fenomenal conservar el texto de las charlas (Majorana usa ese verbo: chiacchierare) entre los dos. Téngase en cuenta que Heisenberg era el científico más atendido por los nazis para alcanzar antes la construcción de un arma nuclear.
Por eso, si es cierto lo que muchos afirman acerca de las ideas filosóficas de Heisenberg, así como el humanismo en las reflexiones del italiano, puede suponerse que ambos fueran reacios a la realización de la bomba. Y eso podía leerse en la expresión de sus rostros. Pude entrever, en la actitud de los dos, algo muy parecido al miedo.
Después de siete meses en Leipzig (con algunos viajes en el medio), Majorana regresa a Roma, donde permanecerá cuatro años trabajando puertas adentro y en soledad. Ni siquiera habla de física cuando se reúne o se encuentra con colegas. De todo este período sólo se conocieron dos publicaciones sobre sendas teorías. Algunos dijeron que estaba “trabajando en algo muy importante, de lo que evitaba hablar”.

Sin conclusión
La desaparición de Majorana es un tema que no pudo ser descifrado, y habiendo transcurrido más de 80 años, será difícil ponerle un colofón a lo escrito hasta ahora. Entraremos en el territorio de lo imaginario, lo que llamamos “expresión de deseos”, o aceptaremos lo sugerido por la burocracia policial.
La policía italiana dio por cerrado el caso antes de terminar el año 1938 (a pesar de que Mussolini había expresado su deseo de puño y letra: Quiero que lo encuentren), para demostrar que con la burocracia ni el Duce podía.
En la noche del 25 de marzo viajó en el vapor que unía a diario Palermo y Nápoles y nunca más se lo vio. Dejó dos cartas, una para su familia y otra para el profesor Corelli, colega en la universidad. He leído las dos y pueden interpretarse con la ambigüedad de quien sugiere incluso un suicidio o se propone simplemente “desaparecer”.
La versión policial habla de muerte o locura, dos chances que no terminan de explicar la evaporación de una persona que fue vista horas antes de esfumarse.
La tercera hipótesis es sostenida por Sciascia: “Un hombre inteligentísimo que había decidido desaparecer y que había calculado con matemática exactitud cómo hacerlo”. El propio Fermi dijo: “Con lo inteligentísimo que era, si hubiera decidido desaparecer o hacer desaparecer su cadáver, lo habría conseguido sin ninguna duda”.
Hubo versiones de gente que aseguró haberlo visto, con el atuendo de un monje, en un monasterio de clausura, y allí fue Sciascia en busca de información. En las últimas páginas de este libro cautivante, cuyas cualidades literarias no puedo describir ahora, el autor relata su pesar ante el mutismo del monje que lo recibe. Cuando le pregunta por un gran científico alojado en silencio en ese monasterio, como cuando lo interroga acerca de la presencia de un norteamericano, la respuesta es: “En este momento, no”. Por una ironía del destino, o una jugada de quien “no juega a los dados”, en ese convento estuvo el abrumado oficial estadounidense tripulante del avión que arrojó la primera bomba atómica.
¿Cuál era el origen de esa congoja reflejada en sus dos últimas cartas? ¿Qué presagios asediaban a Éttore y no lo dejaban salir de debajo de la mesa?
Para mí, ese hombre de grandísimo valor en el campo de la física, nos mira con una leve sonrisa que reprime una enorme felicidad interior, la de haber podido ensanchar, sin dañar a nadie, los límites del saber frente al gran Misterio.

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