“Mécete suavemente, dulce carruaje, que vienes para llevarme a casa”. Así comienza el negro spiritual más famoso, un potente y visceral clamor de liberación hecho canto coral. Surgido entre los africanos esclavizados en las plantaciones de algodón del sur de los Estados Unidos en el siglo XVIII, mantiene intacta aún hoy su capacidad de estremecer, pues evoca esa necesidad universal de libertad que en el pueblo afro reverbera con una belleza polifónica, existencial y casi litúrgica. En efecto, el negro spiritual suele estructurarse en forma de diálogo entre el solista y el “coro” o “pueblo”, que remite a una “protoliturgia celebrada” entre grilletes de celdas separadas y surcos de cultivo. Cuando se “representan” estos himnos de pena esperanzada, es difícil no sentirse inmerso en el mismo reclamo y en el gesto genuino de confianza popular en la liberación definitiva. De lo más hondo del aislamiento esclavizante surge una oración colectiva, sinfónica, litúrgica que es ya parte del acerbo cultural universal. Salvando las distancias, algo parecido hemos escuchado desde los balcones italianos: cantan para escapar del aislamiento doloroso y para recordar que son mucho más que lo que viven y sufren en lo inmediato. Entre lo lúdico y la supervivencia, las partes claman por sentirse cuerpo.
En un artículo de aparición reciente (1), el teólogo Rafael Luciani (laico, venezolano e investigador estable del Boston College, experto del CELAM y asesor de la CLAR) se pronunció de forma abierta y virulenta en contra de las celebraciones eucarísticas transmitidas por medios virtuales, por considerarlas una expresión acabada de una pastoral tridentina, autorreferencial y clericalista, que prescinde del pueblo de Dios, obligándolo a expectar a la distancia la gracia sacramental de la que no pueden participar por la ausencia física. El clero de todo el mundo, preso de la inmediatez sacramentalista en la que fue formado, se estaría conformando con “dar” una misa ante una pantalla plana, agotando así su creatividad pastoral en tiempos de desafíos inéditos.
Luciani señala que lo que está en juego es la eclesiología de fondo: si aceptamos que el cura es parte del Pueblo de Dios, entonces se impone que no haya misa hasta que la asamblea vuelva a reunirse. Consecuentemente, el ayuno pandémico de eucaristía daría pie a una más madura relación de cada cristiano con la Palabra. Para este tiempo, más que misas no celebradas hay que pensar en vivir callados, pues “el testimonio silente es lo que da credibilidad, no la predicación”. La afirmación cautiva, sin duda. Pero me pregunto si este criterio, con las –enormes– diferencias del caso, no equivaldría a callar el canto de los afroamericanos que se sentían pueblo justamente al entrelazar sus voces en el cuerpo de una melodía casi sacramental.
La propuesta del teólogo venezolano tiene entre muchos méritos el de la audacia. Ametrallar las redes en simultáneo con la primera bendición urbi et orbi con indulgencia plenaria accesible por vía digital es, por lo menos, osado. Y creo honestamente que necesitamos teólogos audaces que pateen el tablero y obliguen a repensarlo todo desde la existencia misma. Ya Giovanni Papini ponía en boca de un ficticio Celestino VI un reclamo a los teólogos en esta línea: “Mis predecesores les aconsejaron la prudencia, porque los más de entre ustedes eran, en tiempos, audaces en demasía. Hoy que están agonizando en el muerto mar de la indiferencia y la monotonía, los exhorto a la audacia” (2). Osadía que Luciani aplica al buscar derribar el clericalismo, crónico cáncer que postra a la Iglesia en vez de lanzarla al mundo. Todo esto resulta de una frescura sorprendente. Su prosa aguda y libre sacude a los ritualistas, a los rubricistas, a los piadosos intimistas y a los que desesperan por creer que la grandeza de Dios está monopolizada y presa en la forma consagrada. Nos obliga a pensar a los creyentes y teólogos outside the box. Y ese servicio resulta indispensable.
Dicho esto, creo que en esta movida tan profética como reactiva de una eclesiología inviable, el autor termina, tal como dice el dicho popular, “vaciando la bañadera con el bebé adentro”.
¿Matar al mensajero?
Las redes son lo que son. Ni buenas ni malas, se trata de instrumentos que evidencian lo que hay de fondo. La crueldad de la fotografía consiste en plasmar de un modo incontestable la contundencia de lo que somos. Así sucede también con internet y el streaming: transmiten nuestro modo de ser iglesia y lo replica a miles de kilómetros con exactitud pasmosa. Magnifica nuestra verdad de manera indisimulable. Pensar lo contrario sería como culpar al micrófono de lo aburrida que fue la homilía o de lo desentonado del canto. Una iglesia clericalista y autorreferenciada será todo esto, así celebre misas por streaming, se quede calladita y encerrada en la sacristía o salga al balcón –a la italiana– a cantar el Adoro te devote. Y una iglesia comunión, abierta y circular, será todo eso en la pantalla o fuera de ella. Con la diferencia de que la comunicación efectiva y real es como dice Greshake, la communio in actu (3). La comunión se actúa en la comunicación. No todo lo que se comunica es comunional, pero la comunión sólo tiene un modo de vivirse: comunicándose.
Hace seis años tuve la oportunidad de hacer una investigación posdoctoral sobre ministerios laicales en el Boston College, el mismo centro de estudios donde enseña e investiga Rafael. Como soy sacerdote (mea culpa) me ubicaron en una parroquia del Greater Boston, en donde conviví con otros sacerdotes locales y serví a una comunidad de latinos. Conocí en simultáneo la Anglo (and White) Church y la lglesia hispana. ¡Cuánto dolor y escándalo en tan poco tiempo! Para nuestro argumento baste decir que coincido en gran parte con su diagnóstico de la iglesia bostoniana. Pero nobleza obliga, Luciano. ¡No es el único modelo vigente! Resulta fundamental contextuar el diagnóstico teológico.
Desde donde me toca caminar con el Pueblo de Dios en la Argentina, las cosas no son necesariamente tan así. Las transmisiones on line suelen ser muy participadas. Los laicos graban las lecturas y envían su participación para escuchar distintas voces. Otros contribuyen con sus cantos, y en algunas celebraciones la prédica es compartida (si la plataforma virtual lo permite). Son un momento de fecunda interacción y charlas posteriores (muchas, sostenidas). Colectas para los más pobres, favores de jóvenes que asisten a ancianos que están solos, encuentros entre gente aislada que reza con la Palabra a través de teleconferencias, centros de laicos que acompañan espiritualmente, etc. Más bien diría que las nuevas tecnologías permiten descentralizar el poder y activar una circulación muy propia de una iglesia de carismas. Y a veces revelan algo que de ordinario permanece oculto: la catolicidad de la Iglesia. Que la gente siga en simultáneo una eucaristía “oficiada” materialmente en San Isidro desde Nueva Delhi, Mallorca, Bruselas, Asunción del Paraguay, San Pablo y Ottawa (como pasó realmente) abre de modo único la consciencia de la universalidad de nuestro Pueblo-Cuerpo.
Agrego un dato curioso: uno de los sistemas operativos más novedosos de los últimos tiempos es Ubuntu: inspirado en la concepción tribal africana que estuvo en la base del fin del Apartheid y que se resume en el lema: “Yo soy porque nosotros somos. Si tú no eres, yo no soy”. Semina verbi trinitario, pura perijóresis en las entrañas de la cultura africana. Lo dicho aquí no canoniza a las redes, sino que muestra la afinidad entre un nuevo instrumento y una determinada configuración antropológica y social muy sintónica con la existencia comunional de la vida nueva del Reino. Porque la virtualidad inaugura un nuevo modo de presencia en la ausencia que mucho tiene que ver con la sacramentalidad que somos, no sólo con aquella que consumimos.
El ser sacramental
Antes de entrar en coma, una mujer muy querida me miró con ternura y dijo: “Nos vemos en cada eucaristía”. Luego se durmió plácida y a los pocos días murió. En el momento me pareció una frase piadosa de las muchas que decía. Pero con el tiempo aprendí a apreciar ese legado estupendo de fe en la comunión de los santos. Es el día de hoy que la eucaristía me parece un modo profético de celebrar la presencia en la ausencia: esa simultaneidad tan jóanica de la Resurrección en la Cruz y del Padre en el Hijo. El todo en la parte, la totalidad en el fragmento. Ese modo tan irreverente que tiene Dios de redimir cada existencia finita y volverla sacramental, portadora de una trascendencia que supera la fragilidad de sus confines corpóreos.
Ya los Padres de la Iglesia entendían que así como el hierro candente daba cuenta de una realidad paradójica –el fuego dentro del hierro y el hierro dentro del fuego–, así también había que comprender el modo en que la humanidad de Cristo está impregnada de su divinidad, y viceversa (4). Ese modo de presencia cruzada de una naturaleza en la otra, la perijóresis cristológica, es el punto de partida de la sacramentalidad primordial de Jesús y también de la sacramentalidad fundamental que se deriva de Él: la propia de la Iglesia. Luego el Damasceno usará este modo de comprensión para aplicarlo a las personas en la Trinidad: uno en otro, y el otro en uno (5). La contención recíproca que logra que el amor bien entendido sea un modo de habitarse uno en otro. La madre que extraña a su hijo distante, por el amor que le tiene, lo hace mucho más presente que si estuviera físicamente. El amante en el amado, que uno en otro residía… dice Juan de la Cruz (6). Es así: los que se aman se habitan.
Y esto permite que por espíritu de comunión, donde está el otro esté también yo. Aunque mi tarea es fundamentalmente parroquial y académica, mi hermana dedicada a cuestiones sociales hace que, de alguna manera, muy eucarística por cierto, yo esté en el barrio. Acabo de recibir un mensaje de un cura amigo del interior diciéndome que me ponía en la celebración de la tarde. Y allí estaré, en los esteros del Iberá. Paradojas de la existencia cruzada.
Restringir la presencia de todo el cuerpo (eclesial) a la presencia física de algunos obligaría a arrancar de cuajo el capítulo 17 del evangelio de Juan y varios pasajes de Pablo (Romanos 5, 8, 1 Corintios 2, 12-20; 1 Corintios 3, 16-17; 2 Corintios 5,17; Gálatas 2,20, etc.) que consagran esta inmanencia recíproca como característica propia de la Vida nueva. Se lleva puesta toda la cuestión de la inhabitación trinitaria (que aunque clásica, releída hoy puede ayudar a refundar una teología de la consciencia y de la irreductibilidad del sujeto) y además… la praxis eclesial antiquísima y universal de la oración de intercesión. Alguno argüirá que es cosa monacal, y que la praxis liberadora poco sabe de rezar por otros, sino que se trata más bien de actuar con otros.
Me remito a dos textos que le dan un sentido contemporáneo a esta práctica milenaria. El primero es un libro de Nurya Martínez Gayol, Esperar por otros. El desafío de esperar por los desesperanzados (7) , que recupera la intercesión en clave horizontal. El segundo está contenido en un texto de Christophe Lebreton, monje, poeta y mártir del fundamentalismo islámico en Argelia. En su diario íntimo escribe, poco tiempo antes de morir: “Cumplo 43 años. Cuánto más para aguantar aquí. Ayer, un periodista de 31 años apuñalado. Salim se me ha hecho muy cercano. Amistad e intercesión: no tanto rezar por, sino sentir mi plegaria atravesada por este hermano acogido como amigo. Quisiera ser su amparo, su cobijo en la angustia” (8). Nada más expresivo de este modo transformador de existencia cruzada en la oración de intercesión: rezar desde el dolor del otro incrustado empáticamente en el propio cuerpo, porque lo propio del amor es habitar entrelazados.
El Espíritu, el Cuerpo y el Pueblo de Dios
Lo que emerge para la comprensión de esta sacramentalidad horizontal que habilita la existencia cruzada es Aquel de la Trinidad que, según B. Hilberath, “sólo vive en sí viviendo en otro, haciendo que ese otro sea sí mismo” (9). Es claro que nos referimos al Espíritu, por quien y en quien el Padre vive en el Hijo y el Hijo en el Padre, y por quien nosotros vivimos en Jesús y Jesús en nosotros. Esta mystica persona (Heribert Mühlen) (10) que es Una viviendo en muchas, permite levantarse por encima de cualquier mirada dialéctica y ritmar una integración de lo diverso en la comunión. Y esto funciona así tanto en la Trinidad como en la Iglesia.
Por esta razón vale recordar que la Lumen Gentium, tantas veces aludida por Luciani, presenta otras metáforas que son tan bíblicas y magisteriales como la ahora a mi gusto hipertrofiada “Pueblo de Dios”. Mal que le pese al progresismo teológico, la Iglesia es Pueblo siendo Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu. Sólo así es sacramento universal de Salvación. Hay que reconocer el reclamo histórico ante la categoría de Cuerpo: en los hechos justificó el uso y abuso de la institución sobre el carisma, el clero sobre el laicado, la ley objetiva sobre la consciencia, etc. Pero la falla venía, según los hermanos orientales, no tanto de la concepción crasa de un cuerpo organizado jerárquicamente que prolonga la encarnación de Cristo en la Tierra sino más bien de la ausencia pneumatológica que vaciaba esta concepción de sacramentalidad, desdibujando así su naturaleza metafórica. De aquí la absolutización de la Iglesia (y de la jerarquía) por quitarle referencialidad al misterio del que es sacramento. Lo que logra equilibrar la verticalísima categoría de Cuerpo con la muy horizontal categoría de Pueblo es la de Templo del Espíritu, pues es en la tercera persona de la Trinidad que la distinción se vuelca kenóticamente para la unidad en el don de sí.
Dicho de otro modo, hay que revisitar la categoría de Cuerpo (la fenomenología hoy da elementos sugerentes) leyéndola desde la noción potente y resemantizada de Pueblo de Dios, y a la luz de la Templo del Espíritu. Es en la Pneumatología donde las miradas dialécticas y radicalizadas se trascienden a sí mismas para iluminarse recíprocamente en unidad diferenciante.
Conclusión
El artículo de Luciani, además de la osadía inicial, mueve a repensar el modo de presencia y ausencia en la virtualidad de las redes y que necesita de manera urgente una lectura desde lo propio del Espíritu, en quien inmanencia y trascendencia se iluminan mutuamente. Dado que el Espíritu es quien es estando en el otro para que ese otro sea sí mismo, lo propio de una Iglesia en salida y descentrada es la diástole evangélica y misionera que sin embargo alimenta la sístole eucarística. No son opuestos sino dos compases del ritmo expansivo de la Pascua que se abre paso en la historia, también en época de pandemias. El ayuno eucarístico es casi impuesto para la gran mayoría. Es un hecho más que una consigna. La comunión con la Palabra también es un hecho: es exactamente lo que la gente busca a la distancia cuando participa de una eucaristía virtual. Dicho esto, creo que la reflexión de una Palabra que no esté orientada a la comunión (existencial, sacramental, eclesial, escatológica, social, interpersonal, etc.) puede derivar fácilmente en gnosticismo (Gaudete et exsultate 35). Por eso, hacerla de cara a una celebración (y no simple misa) que por la distancia impide comulgar materialmente con la forma consagrada no le quita valor, sino más bien le agrega referencialidad. No al cura, sino al misterio que resuelve nuestra capacidad de consagrarlo todo en el amor.
Es verdad que hay que avanzar hacia modelos no clericales. Y esto es urgente, por la simple razón de que no refleja la Iglesia del evangelio. Porque nos vuelve opacos a la novedad de la Vida nueva. Pero la eucaristía en sí misma no es clerical ni autorreferencial, sino más bien kenótica. Pura donación al Otro en el otro, pues encierra, según Agustín, la clave de nuestra identidad definitiva: “Sed lo que veis y recibid lo que sois: cuerpo de Cristo”. (11) El encuentro no puede agotarse en la materialidad del sacramentum. La resolución de la identidad del cristiano en la eucaristía (como actuación de su ser pueblo sacerdotal) excede el rito, pero lo tiene como fuente de su propia plenitud. La vida eucarística (Romanos 12,1-2) que tan sencillamente relató Henry Nouwen en Tú eres mi amado (12), acepta la distancia como modo del encuentro, aunque no sea pleno. Así lo entendía Simone Weil cuando afirmaba que la amistad tiene dos modos, la distancia y el encuentro (13). Así también con otra mística contemporánea, la gran Etty Hillesum, que en contexto de muerte afirmó con fuerza: “He partido mi cuerpo como el pan y lo he repartido entre los hombres. ¿Por qué no, si estaban tan hambrientos y han tenido que privarse de ello tanto tiempo?”; “Una quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas” (14). La mística salvaje se configura con el movimiento agápico de la eucaristía. ¿Comulgó? No. Nunca llegó a bautizarse. Pero sus últimas palabras son prácticamente una fórmula de consagración litúrgica. Alzándose por la liberación de la comunión en el campo de la muerte, desde la celda de su existencia limitada, bien podría haber cantado: Swing low, sweet charriot, coming for to carry me home!
Alejandro Bertolini es Profesor en la Facultad de Teología de UCA
Notas:
1. https://www.religiondigital.org/opinion/Rafael-Luciani-Pan-aprender-Palabra-Iglesia-religion-coronavirus-misas_0_2215878417.html
2. Papini, G., Cartas del papa Celestino VI, Roma, 1946, citadas en J. I. GONZÁLEZ FAUS, La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985, 75-76
3. Greshake G., “Comunicación. Origen y significado de una idea teológica” en Stromata 62 (2006) 129-149.
4. Cf. Máximo el Confesor, Scholia in (Dion. Ar) epistulas 4,8. PG: 4,528.
5. Cf. Juan Damasceno, Expositio Fidei 63-64, Ciudad Nueva, Madrid, 2003, 64.
6. Cf. Juan de la Cruz, In principio erat Verbum, 20-21.
7. Cf. Martínez Gayol, N., Esperar por otros. El desafío de esperar por los desesperados, Instituto Teológico de vida religiosa, Madrid, 2014.
8. Lebreton, C. El soplo del don, diario de oración, Monte Carmelo, Burgos, 2002, 34.
9. Cf. Hilberath, B., “Pneumatología” en T. SCHNEIDER (DIR), Manual de Teología Dogmática, Herder, Barceona, 2005, 592-595.
10 Cf. Mühlen, H., Una Mystica Persona: la Chiesa come il mistero dello Spirito Santo in Cristo, Città Nuova, Roma, 1968.
11. Cf.Agustín de Hipona, (Comentario al) Salmo 272.
12. Nouwen, H., Tú eres mi amado. La vida espiritual en un mundo secular, PPC, Madrid, 2005.
13. Cf. Weil, S., Echar raíces, Trotta, Madrid, 1996.
14 Cf. Hillesum, E., Escritos esenciales, Santander, Sal Terrae, 2011, 146.169.