Hebe Uhart en las zonas aledañas

Hebe Uhart era de 1936 y de Moreno, una geografía del conurbano que se parece (o se parecía) a muchas que eran en realidad zonas semirurales. En ese ámbito se abrió paso con sus ojos, sus oídos y sus manos, hábiles para los oficios de maestra y escritora. Su primer libro de cuentos fue Dios, San Pedro y las almas (1962) y sus primeras novelas, Leonor (1986) y Camilo asciende (1987). En la Feria del Libro de Buenos Aires de 2011 recibió el Premio al Mejor Libro Argentino de Creación Literaria por la antología Relatos reunidos (2010). La editorial Adriana Hidalgo le dio un nuevo impulso con los cuentos publicados en Turistas (2008) y las crónicas de Viajera crónica (2011), y luego publicó sus obras completas. Hebe murió en octubre de 2018.
De origen italiano eran su madre y su abuela. Muy rezadora, “ponía las estampitas en fila como en un solitario”. A Hebe le decía que tenía la nariz muy alta y que probara con apretarla con un broche. El padre y el apellido eran de origen vasco-francés. A toda la familia le gustaba contar historias de vecinos como la del “Bebe” Lavalle, que tenía 70 años y quería ser joven permanentemente, y a su mujer y a su cuñada les decía “mi mama y mi tía”. También estaban los Lamadrid en una quinta vieja cachivacheada; habían decaído y estaban ahí. A los Uhart los visitaban regularmente: el tío Domingo una vez por semana llegaba con un kilo de masas; decía “Sí, sí” y a la hora se iba.
Al dejar Europa los hermanos de la abuela italiana se inclinaron por Lima y les fue mejor. Para Hebe influyó la tez blanca europea en sus nuevos lazos sociales: “A los diez años de haber llegado mandaban unas fotos con relojes de cadena, ellas con sus vestidos y rodetes. Mi tío segundo se había podido casar con una mestiza criolla de belleza fina. Murió como a los cien años y una vez vino a buscar a mi abuela con una delegación de remo”. Los Uhart sacaron la mantelería y las copas para el primo de Lima. Y después de comer recuerda Hebe que el tío se puso a conferenciar con la abuela. Fue él quien le dio la noticia de la muerte de uno de sus hermanos. Veinte años después. Hebe quedó impactada: “Esa vieja que era dura como una piedra le gritó a mi mamá: ‘Emilia, ha morto Caetán’. Y lloró. Lloró una pérdida que no vivió”. Años después Hebe viajó a Lima a buscar a los primos pero no los halló. Entonces escribió el cuento “Mi tío de Lima” y también las líneas que dicen “vaya este cuento como una botella al mar”. Y tiempo después se reencontraron, gracias a la literatura.
Quizás algo del amor de Uhart por las voces y los tonos latinoamericanos sea una herencia de familia. Por ejemplo, el gusto por los diminutivos de los pueblos quechuas, “donde uno puede darse un baño de cariño”, cuando los vendedores en la calle le decían queridita, compañerita… Quinientos años de dominación marcaron los modos de hablar: “Tenían que ser amables y prepararse para rajar. Eso es bueno para uno; para ellos, no”.
En un momento de su vida Hebe Uhart decidió viajar para escribir. Le costaba mucho publicar en Buenos Aires. En Montevideo visitó a Homero Alsina Thevenet, prestigioso crítico cinematográfico y editor del suplemento cultural del diario El País, que le propuso recorrer los pueblos del interior de Uruguay y contarlos, casi una evocación de Filisberto Hernández. Lo describe a Alsina: “Era de esos maestros que parecen severos pero no lo son. Hay gente que se enoja y es maligna y otra que es bondadosa y aunque se enoje no pasa nada”. Para ella la crónica “es un género muy cómodo, da menos trabajo que un cuento. No hay que armar personajes, me puedo poner a mí. Y es muy laxo porque permite todo”. Empezó por los viajes en el interior del Uruguay, después siguieron Entre Ríos y algunos otros lugares emblemáticos de la Argentina. Luego publicó también sobre lo visto y oído en el sur de Italia.
Los pueblos a la hora de la siesta, qué chatura. Pero salía a la calle y encontraba su premio. “Hay que caminar, mirar y escuchar”, insistía. De los pueblos uruguayos aprendió que cuanto más desarrollado son, más complejos son sus intelectuales. Le pasó en Santa Rosa, a una hora y media de Montevideo. Como casi siempre, llegó al mediodía. Si hubiera habido un café se conformaba. Pero no había. Preguntó por algún referente, el sabio del pueblo. Era un profesor de geografía. Hacía calor y Hebe no pasó de la entrada. El profesor desplegó un gran mapa de Montevideo y zonas aledañas. Y le dijo: “¿Usted conoce el criterio de lo urbano? Todo esto es el área de influencia de Santa Rosa. Nosotros estamos buscando nuestra identidad”. Todo esto sin ofrecerle ni un vaso de agua. “¿Qué identidad buscaran estos de Santa Rosa?”, se fue pensando Hebe.
Estudió Filosofía por influencia de un profesor que tuvo en quinto año, pero cuando empezó la carrera cada vez le fue interesando menos. Después de la escritura, su segunda vocación fue claramente la docencia en escuelas primarias y en la universidad; dar clases en el secundario no le resultó. Tuvo alumnos particulares de castellano y de latín. En un momento estaba algo necesitada y tomó alumnos de cultura general. Una mujer, esposa de un suboficial que había ascendido y empezaba a tener otros roces sociales, quería aprender. “Ella era como un aditamento de él en la casa y cotejaba lo que yo le decía con lo que veía en la televisión”, recordaba.
-¿De qué le gustaría escribir?
-Del pase de Maradona…

Otra alumna particular era una cosmetóloga que sabía redactar bien. Tenía un pretendiente que era como una ilusión, porque entraba en cualquier momento en su casa.
-¿Por qué no lo deja?
-No sé… es un recuerdo de familia.

A Hebe Uhart le gustaba seguir el consejo de Chejov, no atender al contenido de lo que alguien dice sino la forma en que lo dice. Y también cómo camina, cómo se mueve. Puede buscarse lejos o cerca. Le pasó con una señora que trabajaba en su casa, exactísima. Le contaba de los hijos y a Hebe le gustaba meterse con el tercero:
-¿Y ése?
-A ése nunca le pude tomar el punto.Por su parte, la señora a veces la aconsejaba cuando Hebe tenía algún novio.
-A éste delo ya por perimido.

Para buscar historias viajó un 9 de julio a Tilcara. Hacía mucho frío, todo estaba cubierto de nieve. “¿Qué harán éstos?”, se preguntó. A las 12 empezaba el acto en la escuela primaria y aparecieron las nenas vestidas de lagarteranas con trajes de papel. Pensó Hebe: “Las maestras suelen ser locas en todos lados”. Para congraciarse con un señor de la cooperadora, se acercó:
-Qué bien que bailan.
-Y… se calientan.
“La pensaban distinto, debían tener frío y bailando entraban en calor”, concluyó la viajera. Y así iba siempre encontrando voces para tomar nota. Como la de Belén, que era vegetariana y andaba por con su perro flaco por Buenos Aires, ciudad que no la convencía “por sus lentejuelas”. Alguien le compró un alimento para mascotas y ella se quejó: “No me lo urbanices”.
En El Bolsón encontró excelentes artesanos y otros que eran el colmo de la insensatez. Como los que hacían unos sombreros con materiales reciclados de dudoso origen: “¿Quién se va a poner un sombrero pesadísimo y duro como un casco?”, se preguntó. Los del Uritorco le parecían un poco terribles con esos trajes incorporados al cuerpo desde hacía treinta años. Pero una vez se atrevió a hablarle a uno.
-¿Y vos cómo viniste acá?
-Yo no vine, el cerro me llamó.
-¿Y el gato?
-Acá no compramos ni conseguimos. Aparecen.

Si no podía viajar lejos, Hebe se conformaba con trasladarse unos cien kilómetros de Buenos Aires, podía ser Roque Pérez, Lobos u otro destino. Le daba igual porque siempre encontraba grandes alegrías, cosas sorprendentes. Como el paisano que le dijo: “Un caballo visto de frente es propiamente un cristiano”.
De todas maneras, escribir, para Hebe, era un proceso laborioso. Una vez había llevado doce cuentos a una editorial y le aceptaron seis; tendría que escribir otros tantos. “Si me deprimo pierdo un tiempo considerable, no se me ocurre pasar un verano lamentándome”, decía. Le propusieron que escribiera sobre un turista en la gran ciudad, y fue el punto de partida de su cuento “Stephan en Buenos Aires”, publicado en Turistas. ¿Por qué un alemán? “Porque conozco a los alemanes, estudié filosofía en la facultad y sé que la cabeza les va por dos vertientes, Kant y Schopenhauer, la ley y la animalidad universal. También leí cuentos de autores alemanes, no eran extraordinarios, solamente para ver. A veces hay que leer algo que no sea tan bueno para entender por dónde les va la cabeza”.
Después fue a la calle Florida para pensar qué ven un par de ojos alemanes. Se sentó en un café y miró pasar a la gente. “Para un alemán acá las chicas son ‘Mirame y no me toques’. Van muy arregladas para causar una impresión. Pero no se usa mucho color en la ropa. Si ves una campera roja, es un caribeño. Por eso Stephan considera que todas están vestidas de color gorrión. En Buenos aires, alguien te dice ‘Estás más flaca’ y parece un mérito moral”.
Para el cuento “Bernardita” aprendió a querer mucho a los paraguayos: “La base de todas las cosas es el entusiasmo y el de los paraguayos se me contagia. Son optimistas, alegres, trabajadores”. Leyó mucho a Roa Bastos, que para Uhart es el lenguaje más potente de América Latina, si bien no entró en el boom latinoamericano, supone que por provenir de un país periférico y encerrado. También leyó mucho los diarios paraguayos, que le resultaban muy divertidos. “El lenguaje está calcado de la construcción guaraní, es acople de sustantivos –intuía–. No dicen ‘plata enterrada’ sino ‘plata entierro’. Me apropié de un acople que me encantó, ‘mujer tiniebla’, y también de la abuela con ojos cataratudos”.
Con vocación docente llevaba adelante reconocidos talleres literarios en su último barrio, Almagro. Con los alumnos leía a Alicia Steimberg, Isidoro Blaistein, los cuentos del riojano Daniel Moyano, y entre los jóvenes a Félix Bruzzone, Federico Falco, Inés Acevedo… “Un escritor es escritor cuando escribe, después hace un montón de cosas. Escribir tiene los gajes de cualquier oficio, un poco te divertís y a las ganas hay que ayudarlas. En las dificultades hay que esperar y ver –opinaba–. Los más jovencitos se aburren a cada momento. Yo les explico, mirá si el carpintero hace una mesa y dice ‘A mí las patas me postran, lo de abajo me aburre’ y no termina. Las cosas hay que terminarlas. Y como cualquier oficio, se aprende con el tiempo”. Otros problemas que aparecían en los talleres eran la idealización –“Quiero escribir algo muy lindo, muy bueno” –; la planificación de la vida –“Antes de los 32 tengo que escribir una novela”; o la idolatría, como el que quería escribir como Borges: “A cincuenta kilómetros se ve a Borges. Ni una frase se le puede robar”, le dijo. Y se ofendió.
Hebe abría una ronda y se apretujaba el público. Como en un concierto, en sus cuentos hay que buscar la nota. Aquella vez, cuando contó todas estas cosas, alguien le propuso:
-Hebe, ¿quéres leer algo tuyo?
-No sé leer, no estoy en vena hoy. Yo no como torta, yo me voy a ir.

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