El avance de la tecnología digital global hace que la multiplicidad de los contactos entre los seres humanos haya alcanzado una envergadura inabarcable. La “nube” de las trasmisiones aparece como un todo que supera cualquier fantasía. Pero ese todo puede ser nada si se trata de mera comunicación mecánica entre humanos pero no relaciones verdaderamente humanas. El vínculo humano genuino supone atención del otro como persona, respeto a su dignidad, disposición afectiva favorable, registro de su identidad… y muchos contactos carecen de esas condiciones. Muy fácilmente, la comunicación en las redes se da en la línea del apuro y la instantaneidad en vez de la calidez; en el dominio de la superficialidad sin compromiso; o de la indiferencia, el desapego, la frialdad o el anonimato, si no de la agresividad. ¿A eso podemos llamarlo acción propiamente humana? Ese es un mundo líquido, de contactos virtuales y computadoras que no sienten ni desean.
Acostumbrados a esta clase de vínculos, es comprensible que cierto tipo de vivencias típicamente humanas: ternura, humildad, compasión… (E. Fromm, La revolución de la esperanza) estén siendo arrinconadas hasta prácticamente desaparecer de la vida cotidiana. Una de ellas es la acción de interceder. Lo cual señala una pérdida en la calidad de los vínculos.
El bien del otro
Llamamos intercesión al “hablar a favor de alguien para liberarlo de alguna dificultad o procurarle algún bien”. Por lo tanto, implica una acción y una actitud favorable hacia el otro. En nuestro lenguaje, son del mismo género y frecuentemente sinónimos los términos mediar, abogar, terciar, arbitrar, intervenir…
Como ningún ser humano puede satisfacer por sí todos sus deseos y necesidades, en todo tiempo y en todos los pueblos ha sobreabundado la intercesión. Y basta tener una actitud bien dispuesta hacia los otros para reconocer que hay múltiples ocasiones para ejercerla, pero que por indolencia o indiferencia las dejamos pasar. Se dan mediaciones cuando una madre intercede ante el padre por un permiso difícil que el hijo solicita. O cuando entre amigos uno busca componer la relación entre otros dos en conflicto, y hasta cuando una mediación de la ONU logra evitar una guerra entre dos países. La vida de las comunidades es una vida de intermediaciones.
Para apreciar debidamente el valor humano del acto de interceder, que es un acto solidario, es importante atender a las condiciones habituales en las que se desarrolla. El que intercede ha sabido atender a la situación del otro, desprenderse de su egocentrismo y ponerse en el lugar del otro. Denota capacidad de comprensión y compasión ante la necesidad ajena, a la vez que con frecuencia es el que toma la iniciativa de ayudar antes que se lo pidan. A su vez, es un acto de confianza: por parte del intercesor, que confía en la legitimidad del pedido y de la persona necesitada, y por parte de ésta, que confía en la buena disposición del intercesor por ayudarlo. ¡Qué fácil es resolver conflictos en ese contexto!
De todos modos, en su instrumentación es de tener en cuenta, dada la complejidad de la vida social, que interceder requiere tacto en el modo y oportunidad en el tiempo. Hay que atender al kairos, al punto en que la situación esté “madura” y sea propicia para intervenir. Tenemos expresiones en el habla popular como “meterse donde no lo llaman”, “quién le dio vela en este entierro”, “tra moglie e marito non métere il dito”, que dicen de “errores” en el intervenir. Por otro lado, la psicología abunda en ejemplos de personas incapaces de ser ayudadas, y que hacen fracasar y desbaratan todo intento. O que con demasiada facilidad esperan ayuda. Por lo tanto, junto con la benevolencia del intercesor, siempre queda en pie el principio: “No hacer por el otro lo que éste buenamente puede hacer por sí”. Lo contrario sería formar personalidades reacias a la madurez.
También, claro está, puede haber “mediaciones” ilegítimas o engañosas: cuando trato de “acomodar” a alguien no apto para un puesto a fin de que después él me beneficie; o cuando intervengo en una contratación tramposa para recibir la “comisión”. Eso se llama estafa, o coima, pero es la tergiversación del sentido de interceder y no pertenece al orden de la legitimidad.
La mediación
Existe en el ámbito jurídico un instrumento, la mediación, que acaso no viene siendo suficientemente valorada. Sin embargo la experiencia muestra que una adecuada instrumentación puede ofrecer múltiples beneficios y ahorros cuantiosos tanto al Estado como a la población. Un juicio siempre implica desgaste de energía emocional, tiempo y recursos, que por otro lado suelen ser desproporcionados respecto de los magros resultados. Una buena mediación siempre constituye un ahorro para todos y saca las cosas de la vía de la “cruda justicia” y las ubica en la de la “sensatez humana”.
En el orden religioso, la intercesión siempre ha poseído una importancia trascendental. En la tradición judía, Moisés es la figura del mediador que ruega a Dios y evita el castigo para el pueblo infiel. Y en el pensamiento cristiano, el sentido esencial de Cristo y de su obra es el de ser el Salvador que reconcilia a Dios y la humanidad
La alta significación que la piedad popular le asigna a la intercesión la vimos reflejada en una escena que tuvo lugar hace unos años en un pueblito cordobés. Un joven le decía a un anciano casi nonagenario: “Usted siempre fue un luchador por la justicia social; me imagino cuánto lamentará no poder hacer ahora lo mismo”. Y el otro contestó: “¡Ahora puedo más que en toda mi vida! Ahora intercedo por los míos y por todos con mi oración”.
La intercesión, en efecto, pertenece a la esencia de la fe religiosa.
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(Desafíos)
Cuando el después de semejante pandemia, si bien nada será lo mismo, la estimación de la vida recobrará todo su valor en toda su dimensión e intensidad. También, claro, el valor de la salud, de la familia, de los amigos, de la prudencia, del cuidado y corresponsabilidad cooperativa.
Fue ´puro cambalache´ pretender igualar lo real con lo virtual, el heroísmo con la miserabilidad, la solidaridad con el egoísmo, el sentido del deber con la indolencia; fundamentalmente la verdad con la mentira… como por tanto tiempo, ignominiosamente, se intentó.
Cuando la segunda guerra mundial, los países instrumentaron la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como modo y como medio de articular y satisfacer necesidades, centralmente para conservar la paz y desterrar la guerra, descartando entonces previsiones ambientales y epidemiológicas por, presuntamente, innecesarias.
El tiempo nos fue “haciendo sentir” dentro de Naciones Unidas , el rigor del abuso de poder traducido en el derecho de veto impuesto por los cinco países entonces más poderosos (precisamente en uno de ellos, (China) germinó y brotó esta tremenda pandemia); sino su ineficacia e ineficiencia, reflejando inutilidad humana práctica, al menos considerando su espíritu y letra.
Entonces, cuando “el bien común” es el fin y el límite de todo Estado, debemos admitir que con ese “antiguo orden mundial”, hemos fracasado, rotundamente.
Ello nos sugiere un nuevo tiempo, un nuevo orden ecológico, social, económico, financiero, político y cultural; un nuevo contrato social entre todos los pueblos del mundo de buena voluntad, a partir de la persona, de la familia, de lo comunitario y cooperativo, con pasión por la verdad y compromiso por el bien común, haciendo foco en la sabiduría del diálogo sincero y proactivo como en un respeto mutuo, simétrico.
Después de esa visión idílica casi ingenua de la ONU, un nuevo orden mundial requiere de compromiso solidario, de conciencia educativa solidaria, de ciencia y previsión, de solvencia y anticipación gubernamental, asignando un rol primigenio central al “cuidado de la casa común” y reubicando a la tecnología para que contribuya pero nunca prevalezca sobre el bien común y al interés general.
Claramente el valor cooperación y solidaridad como levadura de comunidad, se validará como decisivo.
¿Acaso fue necesario tanto temor y tanto pánico por la realidad y el futuro de la pandemia Covid-19´, para recién entonces revalorizar la salud y reconsiderar la muerte?
Casi nadie admite y a pocos ´le cae la ficha´ de que un pequeñito virus pudiera diezmar al “homo sapiens”.
Y si esto parece duro también lo serán las consecuencias del paso del coronavirus, derribando otra soberbia babel humana global desnudando al hombre de hoy, extraviado en vanos razonamientos y puras mezquindades como cuando, recientemente, en este fatal “estrago vírico”, Francia y Alemania le dieron la espalda a una Italia de luto, sin vacantes en sus cementerios.
Ante un acecho activo de laboratorios como de cierto asedio periodístico -aupados en poderosos sin escrúpulos-, comprobamos ese hedor periodístico donde demasiadas veces la pos verdad fue necesaria no solo para que muchos “sean felices” sino para levantar poderosos imperios comunicativos.
Ahora, cuando se trate de buena política y realidad, la verdad es necesaria e imprescindible para que esa felicidad se verifique.
Finalmente y mientras tanto, tenemos miedo. Como es un futuro que no deseamos, le tememos. El futuro se transforma en amenaza epidemiológica haciéndonos sospechar, aterrados y de mil maneras, lo que pudiera suceder.
Por último, durante estos tiempos inéditamente difíciles, los mismos serán fructíferos en heroísmos (vg., en Italia, Giuseppe Berardelli prefirió donarle su respirador a un paciente más joven, para que le sobreviva, etc., etc.), en valores, en solidaridad y hermanamientos, en sobria autogestión y fraterna acción vecinal; todo para un futuro personal y comunitario auspicioso, desde una esperanzada mirada, sin límites.
Roberto F. Bertossi
Investigador Cijs // UNC