Cuando en 1948 Hannah Arendt se pronunció en contra de la creación de la Nación-Estado de Israel, sabía muy bien que su posición no prosperaría. El sionismo reformista de Theodor Herzl prevalecería sobre el de Judah Magnes, con quien coincidía en la necesidad de establecer un Estado binacional, que albergara en un Patria Palestina compartida, tanto a judíos como a árabes (Arendt no habla de judíos y musulmanes, sino de “Jews and Arabs”) (1). Su opinión sobre la decisión de las Naciones Unidas de partir Palestina y crear el Estado de Israel fue muy discutida. Sin embargo, con el correr del tiempo, ha sido objeto de numerosas publicaciones que ponen en evidencia su agudeza en pronosticar el futuro de esa Nación hecha “por judíos”, sólo “para judíos”, con la ruinosa situación en la que quedaría la minoría árabe en territorio judío. Esta fórmula, la de la Nación-Estado, había dado sobradas muestras de inoperancia especialmente para las minorías judías y otros grupos o etnias minoritarias en el período de entreguerras. Reducidos a ciudadanos de segunda, habían sido protegidos con una legislación paralela custodiada por organismos internacionales, que siempre estuvo en potencial colisión con la soberanía nacional. Arendt ha sido, con razón, considerada una pensadora anti-moderna por su resistencia a la soberanía, la decisión soberana, “the claim to unlimited, unchequed power” (2), depositado en el pueblo uno e indiviso o en la Nación. No es mi intención abundar en esto. Lo que sí quisiera proponer es que la posición de la autora respecto de la creación del Estado de Israel, que acompañó el Sionismo de J. Magnes, reposa no solamente en su aversión a la nación soberana, sino también en un modo peculiar de concebir los vínculos entre ciudadanos que llamó, siguiendo a Aristóteles, amistad política.
Pero ¿de qué índole es la amistad entre ciudadanos? Claramente no se trata de nuestra comprensión prevaleciente de la amistad, sesgada con lugares comunes del XVIII y del XIX, y que tendemos a asociar con la intimidad, la apertura del corazón y la expresión de emocionalidad. Los lazos íntimos y la comunicación de los sentimientos abren un pequeño mundo privado entre amigos, que bien puede compensar la falta de mundo, de un hábitat común que acoge a todos. Pero la amistad política que Arendt tiene en mente es un lazo entre los distintos y lo que la caracteriza es el amor mundi. La noción de mundo es una categoría clave en la discípula de Heidegger, que para nuestros propósitos emplearemos como sinónimo de espacio público y, en particular, de República. La amistad entre ciudadanos, enseña Aristóteles, no implica uniformidad de opiniones, ni identidad de sentimientos; no está directamente asociada a la afectividad. La philía politiké promueve la koinonía (la comunidad civil) en desmedro de la estructura tribal o familiar, que encolumna sus miembros bajo la égida de Uno: el despotés, el dominus, el caudillo, el líder indiscutido.
La calidez de la cercanía e intimidad es también –prosigue Arendt– el consuelo de los parias. Los perseguidos, oprimidos y excluidos –el grupo humano al que ella misma perteneció del 1933 a 1951– forman también una comunidad refractaria de la luz pública, en contra de su voluntad. Se trata –prosigue Arendt– de un sustituto del espacio público para los que no son admitidos en él, pero jamás puede reemplazarlo completamente. Los vínculos de la hermandad o la fraternidad de los segregados tienden a uniformar a sus miembros, se asientan en la compasión o en la indignación, y también en la caridad indiscriminada, que elige sufrir con el que sufre (porque no soporta ver el sufrimiento ajeno). Como diría Aristóteles, se trata de sentimientos y afecciones que se padecen, el sujeto no es activo, sino pasivo. La virtud opera de otra manera. En términos socráticos, el virtuoso elige sufrir la injusticia antes que cometerla, pues la virtud es actividad y la amistad es de esta clase: es un hábito electivo, se elige a los amigos y es naturalmente discriminante, pues se elige a los mejores. En cambio, la caridad y la compasión uniformizan, no son discriminantes y selectivas, como sí lo es la amistad. En clave política, el inconveniente de los lazos afectivos es que no pueden ser universalizables; no pueden ser reclamados a los que no pertenecen. Si se exigen, acierta Arendt, será por las malas.
En el segundo capítulo de On Revolution, Arendt arremete contra Rousseau, Robespierre y el primer Sieyés: la identificación de la Nación con el pueblo; la perversa identificación del pueblo con los oprimidos o los pobres y éstos, a su vez, con el único agente político calificado. Por último, argumenta en contra de la ruinosa elevación de la compasión a virtud política de primer orden. Arendt se esmera en demostrar que los vínculos de los perseguidos y la virtud de la compasión, per se irreprochables, no pueden ser erigidos en lazos políticos sin pagar un alto precio. Si seguimos esta línea de argumentación desembocamos en la identificación de una entidad “colectiva u orgánica” –el pueblo– en desmedro de otros grupos o individuos que no califican: las minorías que serán caratuladas eventualmente como no pueblo.
Arendt fue una pensadora política y su lectura de las emociones en general y de la compasión en particular debe comprenderse bajo este prisma. Su contribución fue poner en evidencia el rostro perverso de la compasión, pues “el compasivo necesita del miserable”, “como el rico del pobre” y, sobre todo, de la perpetuación de su condición de miserable y de pobre. Para que se entienda: glorificar al pobre, al villero o al perseguido y pretender perpetuar su condición no es compasión, sino mala fe. Esto no es un argumento en contra de las virtudes del miserable o del oprimido, que bien puede tenerlas, pero una comunidad política sana buscará crear las condiciones para disminuir o eliminar su condición. No para prolongarla y mucho menos para hacer pasar vicios (los de políticos o periodistas oportunistas) por virtudes. Piénsese, como botón de muestra, en el infame prólogo de Víctor Hugo Morales a las memorias de Vitette Sellanes, El robo del siglo.
Pero el aspecto más interesante de la amistad política que Hannah Arendt propone como lazo cívico alude a la sana distancia que debe mediar entre conciudadanos. Es decir, si es saludable y justo que los oprimidos y los miserables salgan de su condición, es porque lo que tienen en común es su miseria y, lógicamente, su única preocupación será el reclamo de derechos sociales. Como es lógico también, la necesidad tiene cara de hereje (y debe tenerla). Difícilmente podrán estar concernidos por algo más que la promoción de su grupo de pertenencia, de allí que sean la más fácil carne de cañón para políticas prebendarias. Insisto, esto está tan lejos de la compasión como la producción exponencial de clientes lo está de una República irreductible al gobierno irrestricto de la mayoría. Aunque no sea una realidad tangible entre nosotros, podemos aspirar a sentirnos convocados por lo que realmente tenemos en común, que lejos de ser la carencia y el hambre, será la calidad institucional, la operatividad y el funcionamiento independiente del poder judicial, la lucha contra la corrupción, o establecer una sociedad realmente igualitaria (no uniformemente pobres, segregados oprimidos, etc.). Estas deberían ser las preocupaciones que nos atañen a todos ya que es lo que tenemos en común. Una República exitosa tiene poca necesidad de elevar la compasión a virtud política precisamente porque ha logrado disminuir en lugar de fomentar el número de pobres y de miserables.
Cuando Aristóteles propuso la amistad como lazo entre ciudadanos pensaba en un medio igualador entre desiguales, pues “la amistad es igualdad” (4). Es decir, para convivir en una polis, o sea, en un orden jurídico en desmedro de uno familiar o tribal, era necesario igualar a los desiguales. Esta igualación podía tener sus inconvenientes pues de ningún modo significaba uniformar u homologar las perspectivas o las opiniones, mucho menos la renta o la propiedad. Aun así, los diversos debían igualarse y lo que activa la igualdad (Aristóteles dixit) es virtud. En todos los casos, elegir lo mejor para la comunidad, no para la facción. Dicho con Arendt, contra los sentimientos mezquinos y las lealtades al grupo de pertenencia (los productores, el Polo Obrero, los sindicatos, el partido, el empresariado, Barrios de Pie, o lo que sea) debe prevalecer el amor mundi pues esto es lo que poseemos no como propiedad, sino en común.
Al imaginar y proponer una patria Palestina compartida por judíos y árabes, Arendt estaba pensando en este tipo de amistad, que halló en los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco y que enriqueció con el aporte de Nathán el sabio, el personaje de la obra de teatro homónima de G. E. Lessing. Nathán, el comerciante judío, es consciente de que las tres grandes religiones reveladas deben convivir en Jerusalén, pues si alguna faltara, si alguna fuese suprimida, esto significaría una pérdida irreparable para el mundo común. De allí el “sé mi amigo” y el insistente “debemos ser amigos, debemos ser amigos” (5) que le reclama al Caballero templario y al Sultán Saladino. Véase cómo esta clase de amistad no tiene nada que ver con la efusión de sentimientos íntimos. Se trata de un vínculo que puede enlazar a los distintos, exige virtudes políticas como la tolerancia y el respeto; es receptiva de otras lealtades y convicciones pueden convivir con la mía, y deben hacerlo so pena de opacar el mundo común. La amistad política, en suma, es una virtud que puede enseñarse con el ejemplo y practicarse. Potencialmente es el arma más poderosa para superar las grietas que dividen una comunidad. Claramente no apunta a eliminar las diferencias, sino que propone propósitos comunes que nos acercan e igualan, pese a las diferencias. Claramente, supone un sentido elemental de justicia compartido. Si entendemos que es mejor convivir y nos enfocamos en lo que tenemos en común, la famosa grieta insuperable podría mudar en una frontera admisible y tolerable.
La autora es filósofa, investigadora y docente universitaria.
1. “Jews and Arabs could be forced by circumstances to show the world that there are no differences between two peoples that cannot be bridged”. Véase Hannah Arendt, “To Save the Jewish Homeland”, en Jewish Writings (Edited by Jerome Kohn and Ron Feldman), Schocken Books, New York, 2007.
2. Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism. New Edition with Added Prefaces, A Harvest Book. Harcourt Inc., Orlando, Austin, New York, San Diego, London, 1994.
3. Hannah Arendt, On Revolution (Introduction by Jonathan Schell), New York, Penguin Books, 2006.
4. Aristóteles, Ética a Nicómaco (Introducción, traducción y notas de José Luis Calvo Martínez), Madrid, Alianza, 2005.
5. Hannah Arendt, “On Humanity in Dark Times. Thoughts about Lessing”, en Men in Dark Times, A Harvest Book, Harcourt Brace and Company, San Diego, New York, London, 1970.