Charles Louis de Secondat, señor de La Brède y barón de Montesquieu, mejor conocido simplemente como Montesquieu, filósofo y jurista francés, representante de la Ilustración del siglo XVIII, es el autor de una frase que me llamó la atención desde siempre: “Si supiera algo útil para mi país pero perjudicial para otro, no se lo propondría a mi príncipe. Porque soy un hombre antes de ser francés o bien porque soy necesariamente un hombre, siendo francés solo por casualidad”.
La reciente crisis de la quema en la Amazonia ha provocado entre Brasil y otros países del norte y del sur un conflicto que me ha hecho recordar esta frase tan brillante en su sabiduría y válida a través de los siglos. Pertenecer a la humanidad es y debe ser más importante que el nacionalismo, el regionalismo o cualquier “ismo” que se interponga en su universalidad. La Amazonia arde; las poblaciones indígenas están amenazadas en su supervivencia; la naturaleza es constantemente agredida; el bioma amazónico corre graves riesgos.
¿Por qué es importante? ¿Para la Amazonia, para las poblaciones ribeirinhas? ¿Para Brasil? No. De ser así el mundo no se manifestaría como lo hizo. La indignación generalizada manifiesta algo el papa Francisco afirma en su encíclica Laudato Si. El universo es nuestro hogar, nuestra casa común. La tierra es nuestra madre. Si no la cuidamos, peor aún, si la golpeamos, no sólo nos quedaremos sin la naturaleza y sus bellezas y bendiciones. Moriremos con ella, porque nuestra vida y nuestro destino están indisoluble e inextricablemente vinculados con los suyos. Dado que el Creador hizo a Adán de arcilla y tierra y respiró en su nariz el aliento divino, la humanidad está llamada a habitar el universo creado y cuidarlo con responsabilidad y afecto. De la naturaleza proviene la comida que comemos y el agua que bebemos, la belleza que vemos, los sonidos que provienen de los seres vivos y llegan a nuestros oídos, los diversos olores y perfumes del mundo vegetal y animal y, por último –pero no menos importante–, el aire que respiramos. Por lo tanto, lo que le sucede a la naturaleza nos afecta a todos y si está amenazada, esto debe llamarnos a la acción. Saber que el Amazonas, el área verde más grande del planeta, es golpeada por incendios continuos y extensos no es un problema para Brasil o las nueve naciones de las que forma parte. Es un problema universal.
A las sabias palabras de Montesquieu podríamos agregar las de Chico Mendes, el héroe indiscutible del medio ambiente, mártir por la causa ecológica: “Al principio defendí a los recolectores de caucho, luego me di cuenta de que tenía que defender la naturaleza y finalmente me di cuenta de que tenía que defender a la humanidad”. Y más allá de los seres humanos, de la vida. No de tal o cual nación. Somos brasileños, argentinos o franceses por casualidad y humanos constitutivamente.
Allí se encuentra quizás la raíz más profunda y de la encíclica Laudato Si, que inaugura un nuevo capítulo en el magisterio social de la Iglesia, y el Sínodo de la Amazonia, evento que tuvo lugar en octubre de 2019 en Roma. Ya desde su convocatoria y preparación ha sido original. Hubo amplia participación de varios segmentos eclesiales en la organización y meses después, aun antes de conocerse el documento final, varias diócesis ya están presentando el Sínodo a las comunidades.
Además de la agenda oficial se organizaron actividades paralelas que ganaron importancia y han influido en el desarrollo del encuentro. Por ejemplo, la carpa de la casa común, donde había permanentemente reuniones, momentos de oración, liturgias, animando a todos los que, en Roma, acompañaban de cerca el proceso sinodal. El momento cumbre de esas actividades quizás haya sido el del Pacto de las Catacumbas, en la misma Catacumba de Domitila donde, 54 años atrás, obispos latinoamericanos y africanos firmaron el primer Pacto, comprometiéndose a asumir un estilo de vida pobre en lo personal y en lo público y eclesial, a fin de estar más cerca de los pobres. El reciente Pacto incluye el compromiso con la agenda del cuidado ambiental. El cardenal emérito Claudio Hummes celebró con la estola de Dom Helder Camara, que presidió en los años ‘60 este Pacto, del cual participaron no solamente obispos sino también laicos, indígenas y otros segmentos eclesiales.
El sínodo no tuvo una asamblea exclusivamente conformada por los obispos de la región amazónica. Además de muchos obispos de otras latitudes, hombres y mujeres indígenas llevaron al aula sinodal sus expresiones y reivindicaciones, bajo la forma de expresiones breves. Las manifestaciones entregadas al equipo de redacción incluyeron los deseos de quienes viven en la región amazónica, que sufren sus problemas y que encontraron un foro atento para poner en común. A pesar de la gran diversidad, algunas líneas se destacaron con claridad: la urgencia de la defensa de la Amazonia, la crítica al modelo de crecimiento insostenible que ahoga los recursos de la tierra, la defensa de las mujeres y el deseo de que tengan mayor visibilidad.
El primer borrador no fue muy bien recibido por la asamblea sinodal, que presentó 900 enmiendas, ya que no fue aceptado el pedido de un nuevo texto. El material que finalmente se definió para servir de base al documento definitivo que hará el Papa fue aprobado por amplia mayoría. Una amplia mayoría lo consideró positivo, a pesar de eventuales lagunas o fallos. El texto presenta claramente la Amazonia como bioma y como pueblo. Y este pueblo está compuesto por una gran diversidad: indígenas, quilombolas, ribeirinhos y caboclos junto con los habitantes de las ciudades. Existe una distancia entre los pueblos de la selva y los urbanos, de ahí la enorme importancia de que la Iglesia se empeñe en un dialogo intercultural. En el párrafo 81 se dice expresamente que la Iglesia debe desaprender lo que ha creído saber hasta ahora, para reaprender y superar el momento colonialista y sus modelos: “La defensa de la vida de la Amazonia y de sus pueblos requiere de una profunda conversión personal, social y estructural. La Iglesia está incluida en este llamado a desaprender, aprender y reaprender, para superar así cualquier tendencia hacia modelos colonizadores que han causado daño en el passado”.
Por otra parte, se dieron avances en cuanto al discurso teológico como tal y surgieron términos nuevos, como el pecado de “ecocidio”. Aunque no esté la palabra exacta en el texto, el párrafo 82 no deja dudas sobre el contenido de lo que quiere decir: “Proponemos definir el pecado ecológico como una acción u omisión contra Dios, contra el prójimo, la comunidad y el ambiente. Es un pecado contra las futuras generaciones y se manifiesta en actos y hábitos de contaminación y destrucción de la armonía del ambiente, transgresiones contra los principios de interdependencia y la ruptura de las redes de solidaridad entre las criaturas”. El modelo de desarrollo actual es responsable de este pecado dado que es inviable económica y culturalmente.
En la conversión que el documento propone están incluidas acciones concretas de atención y cuidado del medio ambiente. Como en el n. 84: “Adoptar hábitos responsables que respeten y valoren a los pueblos del Amazonas, sus tradiciones y sabiduría, protegiendo la tierra y cambiando nuestra cultura de consumo excesivo, la producción de residuos sólidos, estimulando el reuso y el reciclaje. Debemos reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles y el uso de plásticos, cambiando nuestros hábitos alimenticios (exceso de consumo de carne y peces/mariscos) con estilos de vida más sobrios. Comprometerse activamente en la siembra de árboles buscando alternativas sostenibles en agricultura, energía y movilidad que respeten los derechos de la naturaleza y el pueblo. Promover la educación en ecología integral en todos los niveles, promover nuevos modelos económicos e iniciativas que promuevan una calidad de vida sostenible”.
El documento también considera imprescindibles, para concretar esta nueva mirada y el nuevo método evangelizador en la Amazonia, algunos cambios radicales en la Iglesia presente allí. Pese a que el documento no tenía necesariamente que incluir todas las sugerencias, algunos puntos importantes fueron tenidos en cuenta; quizás uno de los centrales fue trabajar teológicamente las cuestiones y conceptos, a fin de darles una justificación consistente. Además, en cuanto a la ministerialidad y la organización eclesial, hubo mucha convergencia en demandar una mayor y diversa participación, incluso en instancias de gobierno y decisión. Por ejemplo, las mujeres son explícitamente nombradas como posibles destinatarias de un ministerio más jerarquizado, hasta llegar al diaconado femenino (101-103). Para eso se sugiere la conformación de un nuevo grupo de trabajo.
También se subrayó la necesidad ineludible de una formación inculturada de los presbíteros que deje atrás el modelo de los seminarios tradicionales. Esto, además de la posibilidad de ordenar hombres casados para la región (104-106), aparece como una gran apertura que espera ser confirmada por el documento papal.
El balance del sínodo es sin duda positivo, a pesar de que todavía, en el proceso, se mantienen algunos elementos que deberían considerarse inadmisibles. Por ejemplo, los laicos y las mujeres han participado, con derecho a voz. Pero no podían votar, lo que es sin duda una limitación del cuerpo eclesial, que sigue muy identificado con el clero y el episcopado. El texto final no representa, por lo tanto, a toda la asamblea. Lo que no necesariamente quiere decir que no sea bueno.
El diagnóstico elaborado por el sínodo deja en claro que, de continuar el proceso actual, el resultado puede ser la destrucción del territorio amazónico y sus habitantes, y los pueblos indígenas serían los más afectados. Pero también conmoverá a todo el planeta, ya que la desaparición del bioma amazónico sería catastrófica.
La nota característica del sínodo fue el deseo y el reclamo de la integración de la voz del Amazonas con la voz y el sentimiento de los obispos participantes, pastores de la Iglesia. Fue, como decía la asamblea reunida de manera sinodal, una nueva experiencia de escucha para discernir las nuevas formas en que el Espíritu desea guiar a la Iglesia.
Más que un evento eclesial, el sínodo ha sido un compromiso de abrazar, asumir y practicar el nuevo paradigma de la ecología integral, el cuidado de la «casa común» y la defensa de la Amazonia. Todos hemos visto en los medios la presencia de los pueblos originarios dentro del Vaticano. Sus símbolos poblaron nuestro rayo visual con cocares, que incluso fueron utilizados por el Papa y los obispos presentes. Estos gestos dan cuenta del profundo deseo de la Iglesia de valorizar las culturas indígenas, algo sin precedentes. El documento también dice que la Iglesia está llamada a asumir su función profética de denunciar la violación de los derechos humanos contra las comunidades indígenas y la destrucción del territorio amazónico. Y debe ser una Iglesia pobre, inculturada y samaritana, lista para la solidaridad y el intercambio con los pueblos que habitan y viven en la Amazonia y piden al mundo atención y participación activa en la lucha por su supervivencia.
Nosotros, que hemos vivido los tiempos intensos de finales de los años ’60 y ‘70, a menudo nos preguntamos qué pasa con las nuevas generaciones. Queríamos cambiar el mundo, respirábamos utopía, apostábamos todo en la lucha por un futuro mejor. Y estamos perplejos al no ver esta movilización en nuestros hijos y nietos, quienes a veces nos parecen rehenes de una pasividad inmediata, donde sólo se quiere disfrutar del presente y cuyo horizonte se está acortando. Pero lo cierto es que los jóvenes de hoy nos están mostrando qué es lo que los moviliza., de qué se enamoran, qué les hace perder el sueño y salir a la calle llenos de esperanza. Y esto es el futuro del Planeta, la Madre Tierra, nuestro hábitat y todos, la Casa Común.
Allí está la utopía de su generación, su pasión, por la cual están dispuestos a todo. De sus cuerpos y bocas surge en varias manifestaciones la expresión de la verdad que denuncia la hipocresía y la irresponsabilidad de los poderes destructivos de la tierra y la vida. Su movimiento evoca una frase de Jesús en el Evangelio de Mateo: “De los labios de los niños y los recién nacidos has levantado alabanzas” (21,16). La indignación de los jóvenes es la alabanza al Señor de la vida, cuyo Espíritu sopla y anima todo lo que existe. El clamor de los indígenas también. Pues Dios es el Creador y lo que desea es ver su creación florecida y hermosa, dando vida al máximo a quienes la habitan.