Cuando este texto llegue al lector habrá pasado más de un mes desde que el G-20, grupo de élite de países según un criterio imperfecto, se reuniera en Buenos Aires, donde dialogaron entre ellos, confrontaron sus posiciones en cuestiones de la nutrida agenda internacional multilateral y bilateral, disfrutaron de la calidad de anfitrión del país receptor, que demostró que puede organizar algo decentemente, y regresaron a sus respectivas capitales. En la mayoría de los casos quedaron satisfechos, menos irritados que cuando llegaron, y cada uno recalculando agendas, en esa especie de ajedrez “a tres bandas” en la que se ha convertido la comunidad internacional. Según la mayoría de opiniones tanto en nuestro país como en los convocados, sobre todo entre los protagonistas más conspicuos, el G-20 fue un éxito; uno de los más logrados (según Lagarde, “el mejor, por lejos”), de los realizados hasta ahora.
Sabemos cómo surgió el G-20, para qué, y también qué resultados surgieron de las reuniones previas. Conocemos cuál fue el escaso, diminuto rol que la Argentina desempeñó en las pretéritas reuniones y el contraste, muy positivo para nuestro país, con el que organizamos. Hasta allí todo estuvo bien y hasta muy bien. Buenos Aires dejó un balance bueno para el G-20, y más aún, para el Gobierno argentino. Se podrán compartir otras opiniones menos generosas que, sin ser pesimistas, siguen preocupadas por nuestro futuro e inquietas también por los futuros ajenos. Y todavía más por el futuro global, el de todos.
Por cierto, siempre es bueno que las cosas terminen bien, no sólo protocolar y ceremonialmente; no sólo artística y simbólicamente; no sólo económica y socialmente; no sólo política e ideológicamente; sino que las cosas “salgan bien”, a un nivel superior, del cual quizá se tiene escasa conciencia. Sería bueno que dados a favor tales factores positivos, “no nos la creamos”, es decir, no nos engañemos pretendiendo que así es suficiente.
Porque no lo es. La conciencia que debe prevalecer, la que debiera asumirse esla contenida en una frase concisa pero brutal: “El mundo es así”. Parece que no dice nada, pero dice mucho más de lo que aparenta. Un país como el nuestro – recordémoslo, entre los menores del grupo G-20–debe hacer por necesidad y obligación absoluta su homework, sus deberes. Tales países –que son la inmensa mayoría, excluyendo sólo a los que son una élite de la élite– deben, ante todo, behave, es decir, comportarse, observar todas las normas vigentes. Todas y no unas sí y otras no. Los aparentemente excluidos de tal obligación – la “élite”–puede, en cambio, atreverse a cosas tales como provocar desastres bochornosos, crímenes incalificables, indisciplinas enormes y demás tropelías. Las inconductas quedan “reservadas” para ellos. No hay sorpresas, así suele pasar de continuo.
Semejante juicio, crudo y brutal, suena, o es,inmoral, amoral o cínico. O los tres sumados. Repugna a la conciencia honesta, educada, civilizada. Pero el punto es que, en realidad, no se trata de un juicio de valor, sino de constatar crudas realidades de un orden internacional que pretende hacer creer lo que no es.
A pesar de los inmensos progresos logrados desde el último gran conflicto global, la Segunda Guerra Mundial, la cruda realidad–y el acento va sobre el calificativo “cruda”– la ineludible certidumbre es que, al fin,“el mundo es así”. Ver transcurrir por los medios tantas buenas maneras, veleidades, educación y modales, junto con tantos acuerdos, pactos, promesas y demás bondades, puede resultar para los meros espectadores (nosotros) un alivio, un respiro, una especie de reaseguro de que quizá logremos sobrevivir, e incluso hasta mejorar nuestra suerte. Pero la conciencia profunda, la que reaparece sólo esporádicamente, nos recuerda que el mundo real no es ni remotamente tan bondadoso como esa ilusión.
Menos mal que todavía existe esa conciencia profunda, aunque sea escasa, porque el mundo real, el que “es así”, sigue en peligro grave, cierto, casi fatal. Un juicio relativo a la ruinosa confrontación entre gigantes en el maltrecho comercio internacional, suspendido apenas pocos días después por sólo tres meses; o una negativa radical para detener el deterioro cada vez más evidente del nefasto cambio climático; o peor, el inocultable litigio al más alto nivel del “número uno” con el “número dos” (con un “número tres” no menos peligroso, en ciernes), no sólo en lo económico, sino especialmente en el campo militar; más la inestabilidad política en algunos de los países considerados “centrales”, para no ocuparnos del “crimen como una de las bellas artes”,practicado por más de uno de los asistentes, constatan que el “ser así” del mundo real –el cual, además, puede incluso empeorar– sigue cruelmente presente. Y también que está presente para ser “respetado”. No por ser “bueno” en sí mismo, sino precisamente para que no sea peor. Es decir, por temor a opciones peores.
La mentada “soberanía”, considerada una pieza esencial en el “concierto” de las naciones (malhadada metáfora ésta) y utilizada para justificar casi todo es, en realidad, una fantasía. Y la alternativa –un “concierto” que no ponga a la soberanía como clave imprescindible– puede ser una pesadilla aún peor.
Estos duros juicios pretenden sin embargo no ser pesimistas ni apocalípticos. Quieren ser, más bien, apenas realistas. Pero el realismo no goza de buena fama en nuestros tiempos, porque neutraliza y anula la ilusión y la fantasía. Una terapia que puede ayudar a tratar de llevarse bien con el realismo puede ser releer literatura de los años de entreguerras del siglo pasado. Orwell o Huxley, por ejemplo. O Thomas Mann. Pero habría antes que admitir no sólo que “el mundo es así”, sino que, en particular, no es bello.
El G-20 de Buenos Aires se pierde rápidamente en el pasado. Puede quedar como algo que Argentina –Sociedad, Estado, Gobierno– supieron hacer razonablemente bien. Un alivio entre tantas críticas y resultados negativos arrastrados durante años, décadas, generaciones. Más aún, luego del inmediato precedente, el famosísimo y frustrado final de fútbol.
Pero, de seguro, cambió muy poco la Historia. No estamos mejor que antes.
El autor es embajador.
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Join discussionCiertamente, el último «G20» cambió muy poco la historia. Ahora, igualmente cierto es que algunos representantes del G20 no pueden decir que estamos mejor antes. Tomemos como ejemplo al señor Macron, que hubiera deseado no volver a París, y quedarse unos días disfrutando la hospitalidad argentina.