Meditaciones mozartianas

La exploración teológica de la música de Mozart se presenta como una posibilidad necesaria, pero no porque la teología venga, se diría, “desde afuera”, a ejercer una violencia hermenéutica. Por el contrario, la propia música mozartiana tiene un elemento teológico interiorizado que pide exteriorizarse. Ésa es justamente la meta de El Dios de Mozart. El Mozart de Dios (Ágape), el libro con el que Fernando Ortega corona una larga serie de meditaciones –con el correlato de varios libros– acerca de la poética mozartiana, meditaciones cruciales para comprender al compositor y en las que nadie llegó tan lejos como él.
La persecución de Ortega se orienta, en sus propias palabras, a buscar “trazas de Trascendencia”. Una fórmula semejante (“Vestigios de la trascendencia”) había usado Hans Küng en uno de los ensayos recogidos ahora en Música y religión. Küng fijaba la cuestión del siguiente modo: “Cabrá formular la pregunta teológica de si acaso y cómo la propia música de Mozart –no sólo la religiosa, sino también la instrumental, precisamente– denota huellas de la trascendencia, perceptibles, desde luego, solamente para quien «quiera» escuchar”.
Ortega, que no cita a Küng sino a Karl Barth (“¿Por qué se puede sostener que Mozart tiene su lugar en la teología, en particular en la teología de la creación, y también en la escatología?”) escucha mejor que nadie, y no escucha solamente la música sino también la vida.
El luteranismo de Johann Sebastian Bach resultó siempre obvio (basta leer, últimamente, Bach&God, el completo estudio de Michael Marissen) y, sin embargo, no es menos evidente que el catolicismo de Mozart. Un ejemplo, entre varios más, es la famosa carta (¿y qué carta de él no es famosa?) que le envía a su padre desde París el 9 de julio de 1778, en la que explica que lo único que desea es una buena paga y que eso puede ser “en cualquier lugar, siempre y cuando sea católico”.
Pero no se trata de hacer “biografismo”. Ortega no quiere superar –o “suturar”, como él mismo dice– el dualismo entre hombre y músico sino enfocarlo como una “dualidad en la unidad”, de la que procede la doble articulación “el Dios de Mozart y el Mozart de Dios”, que convierte al ensayo en un díptico que bien podría referirse, como observó con precisión el teólogo Gerardo Söding en la presentación del libro, al doble movimiento de “inspiración” y “aspiración”.
Ortega elige como acápite una frase de Charles Gounod sobre Don Giovanni: “Por la verdad, es humano; por la belleza, es divino.” El Dios de Mozart… constituye la demostración de que esa escisión aparente constituye finalmente una unidad. En Mozart no hay belleza sin verdad ni verdad sin belleza.
El arte –constataron los románticos– es la otra lengua de Dios, y Mozart, como sabemos, fue el primer romántico de los clásicos. Desde esa perspectiva histórica, la religiosidad mozartiana no debe ser buscada solamente en sus obras litúrgicas. En El estilo clásico, el pianista y ensayista Charles Rosen dedicó un capítulo entero a esta cuestión. Según él, para los compositores clásicos (y esto implica centralmente a Joseph Haydn, a Mozart, a Beethoven, y acaso lateralmente a Schubert) la música litúrgica era un género erizado de dificultades, que alcanzan su crisis más excepcional en la Missa Solemnis justamente de Beethoven.
Encontramos, es cierto que menos radicalmente, esas estrías también en las misas mozartianas. Mozart, que fue el más grande los parodistas (hay que entender esta palabra en un sentido grave) buscó soluciones en modelos precedentes. El dominio con que Mozart maneja el antiguo estilo es incuestionable. No hay mayores diferencias estilísticas entre la fuga doble del Requiem y cualquier otra de Händel. Del mismo modo, el “Qui tollis” de la Misa en do menor procede del oratorio Israel en Egipto, aun cuando el propio Rosen se apura en explicar que el cromatismo es más propio de Mozart.
Sin embargo, no habría que concluir que la dimensión espiritual, incluso litúrgica, se extinguiera en Mozart; más bien, emigró a otras regiones. Las maravillosas arias de las misas no son fácilmente distinguibles de los equivalentes operísticos. Otro ejemplo es el conjunto para voces solistas en el “Quoniam” de la Misa en do menor, en el que Mozart combina un movimiento contrapuntístico agudamente expresivo con una dulzura de la línea y un movimiento general que se deriva directamente de su experiencia operística. Desde este punto de vista, hay tanta religiosidad en Così fan tutte que en la Misa en do menor. Pero no solamente en Così…; también en Don Giovanni. Cuando se refiere al final, Ortega señala lo siguiente: “Si su muerte no representa, para Mozart, el castigo divino merecido por sus pecados es porque ve en él, antes que a un empedernido malhechor, a un hombre miserable, necesitado de compasión, de esa pietà que Elvira experimenta por él. No es entonces que el músico no crea en la Justicia de Dios, sino que su Dios es Justo siendo Misericordioso”.
Por otra parte, la alternancia ondulatoria de los dos ethos opuestos (la angustia y la esperanza) que caracterizan la música religiosa de Mozart, según nos explica Ortega, está importada de la música instrumental y la ópera. También Hegel había notado esa alternancia. La música debe ser “libre tanto en el júbilo del placer como en el supremo dolor y ser feliz en su efusión. De esta índole es la música verdaderamente ideal, la expresión melódica de Mozart”. Podemos pensar en otra carta a su padre, ésa de 1787 en la que dice que la muerte es “la mejor amiga de los hombres”.
Para el director Nikolaus Harnoncourt la primera confrontación de Mozart con la muerte es bastante anterior al Requiem y aparece ya en el cuarteto de la muerte de la ópera Idomeneo, rey de Creta. No hay que pasar por alto que, según varios testimonios, cada vez que Mozart escuchaba ese cuarteto se ponía literalmente a llorar. Esas lágrimas no eran de tristeza. Ortega lo dice con la mayor claridad: “La experiencia de la composición configuró en él, progresivamente, un modo cristiano de pensar”.
La fe es en Mozart inseparable de su trabajo con la materialidad del lenguaje musical. Ese trabajo plenamente autónomo es la condición de posibilidad de lo nuevo. ¿Y no se funda en lo nuevo la experiencia de la fe? Podemos especular con el hecho de que Mozart, en su Biblia gastada por tantas lecturas como nos dice Ortega, haya reparado especialmente en la Nueva Jerusalén del Apocalipsis y el “Yo hago nuevas todas las cosas”. Y también el pasaje: “Los elegidos cantaban un canto nuevo delante del trono de Dios” (14, 2). Romano Guardini nos enseñó que el arte (podríamos sustituir “arte” por “Mozart”) habla de un ser nuevo; a menudo sin saber de qué habla. De allí proviene su carácter religioso.
La idea de Pierangelo Sequeri citada por Ortega según la cual Mozart fue “capaz de interpretar la aventura de la modernidad, sin renunciar a la luz de la teología” encuentra aquí su justificación desde un punto de vista histórico y musical. Hay aquí una “transfiguración”, como bien señala Ortega.
El Dios de Mozart… se cierra con un escrito breve, “Mi Amadeus” (un saludo a “Mi Mozart”, de Benedicto XVI), de entonación personal. Ortega evoca el descubrimiento del Requiem, con auriculares, a oscuras, en un registro de Karl Richter, y nos confía: “Experimenté una dimensión mística que me guió hacia Dios, y que contribuyó, con el correr del tiempo, al planteo de mi vocación sacerdotal”. Es uno de los testimonios más conmovedores que se hayan escrito jamás sobre la experiencia de la música mozartiana.

 

El autor es ensayista, crítico literario y musical.

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