“Creo que el sentido del dibujo va bien con humildad, honestidad, ¿qué les parece? Verdad. En fin, como ven, puede funcionar todo aquello que florece aun en la desolación”, escribió Guillermo Roux en la nota de puño y letra con la que acompañó el dibujo especial para CRITERIO, obra mantiene el estilo del “Diario Gráfico”, dibujos realizados con birome en sus cuadernos personales que se exhibieron hasta junio en el Museo Nacional de Bellas Artes y, paralelamente, en la Casa Central de la Cultura Popular Villa 21-24.
Una extensa internación en 2015 fue el punto de partida para esta enorme serie de 1500 dibujos que forman parte de su “Diario Gráfico”. ¿Siente una nueva vitalidad en esta etapa de la vida?
No imaginé que uno podía cambiar tanto a los 88 años. Pero me di cuenta de una cosa: empezó a aparecerme con plenitud la idea de la vejez. Uno nunca se anima a decir que hay -una- vejez hasta que algo le dice a uno que existe, y entonces, cuando se toma conciencia de que en concreto el espejo devuelve la vejez, o algunos actos de la vida le indican a uno qué es la vejez, ocurre que esa mentira de que los viejos no son apasionados se transforma. Uno se da cuenta de que tiene las mismas pasiones, o mayores todavía, que en la adolescencia, pero están en un cuerpo o en circunstancias donde, peor que en la adolescencia, tiene que callar. Pareciera que hay un estigma sobre la vejez: el viejo no ama, no quiere, no tiene pasiones ni deseos. Pero los viejos desean exactamente igual, tienen las mismas pasiones que los jóvenes, y a veces más, solamente que sufren mucho más porque son viejos. Eso me llevó a un cambio de mentalidad: las energías disminuyen, pero no desaparecen, se transforman.
¿Sintió un cambio en la perspectiva de la vida?
Empecé a pensar al revés: cuando el niño nace, no sabe qué es una nube, un árbol, los seres humanos… Frente a ese interrogante, tiene que recorrer un camino que no conoce. Para empezar, la luz. Tiene que ser un susto, una llamada de atención, quizás una primera pregunta, ¿qué es esto? Pero resulta que cuando recorre el camino, comienza la adolescencia, y ahí tiene otro susto, porque experimenta sentimientos que no puede clasificar, siente pulsiones que asustan a los otros y a él más que a nadie, y para saber de qué se trata tiene que seguir recorriendo el camino. Y cuando sabe lo que es, pasa a la juventud, y tiene el susto del paso del tiempo. Es decir que solamente tomamos conciencia cuando en ese camino vamos conociendo nuevos paisajes, otros paisajes, otros mundos. Después está la madurez, luego la vejez, y después la muerte, y después, y después, y después… ¿cuántos paisajes más habrá que no conocemos y que a lo mejor tendremos que abrir los ojos porque la luz nos encandila?
No saber lo que nos espera…
De ahí viene la sensación de angustia que se transforma en rebelión, en agresión, pero que en realidad no es más que la desesperación de no conocer. Yo nunca me había caído, nunca había subido a una ambulancia, son realidades por las que no había transitando antes. Sin embargo son situaciones que podemos aceptar como una bendición porque nos sirven para continuar con nuevos paisajes. De lo contario nos hundimos en la desgracia.
¿Por qué cree que no hablamos de la vejez?
No pronunciamos las palabras ni expresamos los deseos, las frustraciones. Pero nos estamos privando de una cosa maravillosa: la vida nos está dando un tiempo extraordinario, porque el tiempo de la vejez finalmente es el tiempo de cosas posibles e imposibles; hay otras cosas nuevas, recuerdos que se han transformado, que se han convertido en cuentos, hay un tesoro interno que es una nueva forma de vida. Es decir que la vejez es una nueva forma de vida que no conocíamos, es parte de la vida.
Esta idea de que las circunstancias y el paso de los años nos descubren que tenemos un cuerpo, ¿cobra aún más sentido para un artista como usted, que tiene particular atención al cuerpo?
Sí, pero es distinto. Uno reconoce el cuerpo según los deseos. Son los deseos lo que llevan al cuerpo hacia el conocimiento. Cuando tenemos 80 años, nos miramos al espejo y ya tenemos hombros que no nos gustan, es otro cuerpo, es diferente, corresponde a esta etapa del camino. En cada arruga hay un secreto de vida acumulado, y nos empeñamos en borrarlo con cirugía estética para parecer lo que en realidad no somos. La vida se va transformando en una ficción, hasta que una enfermedad nos hace ver que no lo era. A mí me gusta escribirlo, más allá de los prejuicios de si está bien o mal, cosa que no me importa nada.
¿Cuáles son los recuerdos, sus paisajes, que más lo marcaron en su infancia?
Vivíamos en una casa en la calle San Eduardo, que hoy es Aranguren, en el barrio de Flores, el jardín del país, perfume a la noche, las chicas lindísimas de mitad de cuadra que tenían un hermoso jardín con rosales, pero donde nosotros, los más atorrantes, no teníamos entrada… Había una perfumería que tejía un cerco con claveles y era la época de los zaguanes, de las noches de verano con los vecinos en pijama en la vereda en las sillas de mimbre, comiendo sándwiches. De los médicos que venían a casa en su autito cuando se lo llamaba para una urgencia. Otro mundo casi indescriptible. Quien lo describe muy bien es Baldomero Fernández Moreno.
¿Y su familia?
Mi padre dibujaba en todas partes. Vivíamos de sus dibujos en la contratapa de historietas en La Razón, el diario de la tarde, el más vendido de esos años. Y también trabajaba para Atlántida, donde estaban Carlos Fontanarrosa y Ricardo Lorenzo Borocotó. Yo dormía donde mi padre dibujaba y él dibujaba toda la noche. Yo en la escuela me preguntaba cómo habría terminado el trabajo. Y empecé con la necesidad de decirle “Yo te ayudo, yo te ayudo”. Y él me indicaba “Poné negro acá, trazá con la regla unas líneas allá”. De a poco eso se fue transformando en una necesidad. Es decir que el artista como artista no lo concibo, yo soy en realidad un trabajador. Si soy artista o no, no importa nada. Yo lo que creo es que hay un tablero, un papel en blanco y hay que dibujar.
¿Y los recuerdos de juventud?
Tuve una vida muy feliz, muy libre y a la vez muy acompañada. A los 16 años trabajaba en la editorial Dante Quinterno, y él me tenía especial aprecio, le gustaba mi entusiasmo. Cuando él dibujaba me decía “Vení, pibe, sentate al lado mío”. Era una vida muy linda porque había gente muy linda también. Frecuentaba a un tipo de periodistas que habían estudiado filosofía, literatura, que tenían conocimientos extraordinarios. Incluso había poetas, como Nalé Roxlo. De repente estaban haciendo un chiste de tapa y lo hacían con alegría; tenían que pagar el alquiler, que es parte de la vida.
¿Y cómo fueron los años de Bellas Artes?
Empecé a los 18 años pero yo me sentía prácticamente un profesional, había ganado muy buen dinero porque me pagaban bien y además vivía con mis padres. Después de estar todos los días con la gente tan ingeniosa del mundo editorial, en la Academia empezó la soledad. Ahí viene una palabra difícil, la palabra artista, que yo trato de no usar, porque no es tan simple. Fue una etapa de un conocimiento diferente en el cual yo estaba involucrado de otra manera, ya no estaba el poeta al lado que me estimulaba, era yo conmigo, o el mundo visto por mí. ¿Y cómo es el mundo visto por mí? Era un paisaje no recorrido. Había visto árboles y lugares, pero con otros, y a lo mejor con ojos de otros, y de repente tenía que empezar a verlos con mis propios ojos, y no es tan fácil. ¿Cómo son para mí? Esa experiencia de estar solo fue muy dura al principio. Era como algo fatal que tenía que ocurrir. Pero en realidad fue mucho más rico que eso. Ahorraba en la Caja de Ahorro Postal, que estaba en Congreso, y tuve la tentación de irme en barco a Europa, para gran alarma de mi familia, especialmente de mi madre, que lloraba todo el tiempo. Europa era como un mito y yo tenía que ir. La guerra para mí era un mapa, un dibujo coloreado de fronteras, algo que aparecía en los diarios, pero de esa visión a la vivencia de dónde estuvo esa guerra hay un abismo. Yo tenía 21 años, quería ir al mapa y saqué el boleto en el vapor Salta.
¿Recuerda el viaje?
Una cosa es decir “Salió el barco” y otra es ver que el barco sale y estar en el barco, y estar solo en el barco. Me puse en la proa y veía el autito de mis padres que se achicaba porque el barco lentamente se alejaba. Hasta ese momento yo me iba de viaje, pero en ese momento me estaba yendo. Buenos Aires terminó siendo una línea, un resplandor, una aureola rosada y después, nada. Una oscuridad total y estrellas. Me fui a dormir y al otro día amanecí con un agua que ya no era marrón sino gris verdoso, con olas enormes, y me di cuenta de que estábamos en el mar.
Y después, Europa.
Sí, el primer puerto fue Lisboa, un resplandor blanco como nunca había visto, porque cambió el cielo, la luz del sol, porque hacía calor. Otro paisaje. Y ya me encontré en Europa sin la familia, sin Nalé Roxlo, solo. Y empecé a tener valor. Seguimos hasta Génova. Al poco tiempo seguía solo… y sin dinero. Otro paisaje.
¿Cómo fue la llegada a Roma?
Roma me pareció deslumbrante, una fiesta. Unas cornisas grandes, unos edificios con un tipo de ornato que yo había visto en el barrio de la infancia, donde estaban los frentistas italianos, que reproducían en chiquito los de Roma, que eran palacios. Era la época de la reconstrucción después de la guerra de los edificios destruidos. La Via Veneto en la que caminaba pero no podía tomar ni un café. El Plan Maschall empezó a funcionar y comenzaban las restauraciones de iglesias y edificios, que habían sufrido sobre todo el abandono. Había que poner todo en condiciones para que retornara el turismo y también un nuevo mundo donde no iba a haber más guerras. Fui a dar con un decorador en la via Flaminia que estaba buscando ayudante. Golpeo la puerta y me atiende el maestro, un hombre de edad. Me mira por detrás de los anteojos. «Quiero quedarme en Roma pero no tengo trabajo, ni donde dormir». Le mostré todos los dibujos que había hecho durante el viaje. Me dijo que buscara una pieza en una pensión y me llevó a comer. Desde ese momento se estableció una relación padre-hijo muy importante que duró los cuatro años en los que trabajé con él. En ese tiempo, con los proyectos para la iglesia de Cork, en Irlanda, que hoy es una catedral. Los franciscanos le habían encargado los diseños de tamaño natural de una capilla lateral dedicada a san Antonio, en un estilo bizantino. Fueron cuatro años maravillosos, de recogimiento, como en un convento.
¿Y después?
Comenzaba el realismo italiano y fui a ver a un gran afichista napolitano, De Zeta, que me dio algunos bocetos para hacer y fui juntando dinero para el pasaje de regreso. No fue una etapa fácil, porque fue el descubrimiento de la soledad. Pero fue una época en la que Roma mostraba lo que el mundo estaba por ser, todo parecía fácil, la gente estaba de buen humor.
¿Cómo llegó la etapa productiva propia, más lograda?
Fue muy trabajoso. Primero, librarme de la influencia de mi padre, que no fue una tarea fácil. Europa contribuyó mucho con eso, el viaje en barco también. Ya de regreso, me fui a vivir a Jujuy.
¿Cómo fue a parar a Jujuy?
Estaba ya casado y no tenía plata. Necesitaba emplearme en algún lado, porque yo no sabía hacer otra cosa que dibujar. Por intermedio de un vecino conocí al Ministro de Cultura de Jujuy y le dije si me podía postular para un puesto como maestro de dibujo. Me dijo “En Jujuy necesitamos”. Y en 15 días tenía el nombramiento. Fui a dar al Ingenio Ledesma, donde estaban los cañeros. Cuando vi cortar la caña, me empecé a dar cuenta lo que era América: la gente que se escapaba y le cortaban el brazo con el machete, la tuberculosis, vi muchas cosas.
¿Cómo era enseñar allí?
Yo no tenía ni idea. Las formas de racismo de todo tipo, gente que llegaba de Bolivia, Paraguay, Colombia… para la clase dominante todos eran coyas, y siempre el coya fue tratado como si fuera despreciable. Hay muchas cosas que no se saben. Yo vi cuando en los documentos les ponían un sello de indígenas al ingresar al país. Fui maestro en escuelas en la Quebrada, en las escuelas rancho, los chicos que venían sin comer, la vinchuca y la villa. Pero el sueldo de maestro era suficiente para vivir y para pintar en las tardes. Trabajé muchísimo, pero cuando venía con esos trabajos a Buenos Aires no querían ni verlos. Las galerías estaban en otra cosa, había empezado el Di Tella. En esa época estaba mucho más presente la influencia francesa, y acá lo italiano era sinónimo de académico. Se hacía abstracción, porque hacer figuración era ser comunista, y yo nada que ver. En ese tiempo hice más de 500 trabajos que nunca mostré, porque nadie los quiso nunca.
¿Usted siempre se sintió figurativo?
Lo que me atrae es la representación porque el objeto me conmueve. No concibo la no relación con las cosas. Me importa que al otro le importe, me importa la relación sean objetos o personas. De ahí parto.
¿Qué artistas plásticos y obras le interesan particularmente?
“Sin pan y sin trabajo” es un cuadro extraordinario de Ernesto de la Cárcova, especialmente la mujer que da de mamar al hijo, que está un poco borrada, a la manera de Victorica. Esa ventana donde se ve una huelga fue hecha varias veces, el original era otro y hay un cambio de sentido del cuadro que lo fue dando la época, porque es muy revelador del movimiento social argentino. También “El despertar de la criada”, de Eduardo Sívori, que está pintado en París. “La Venus Criolla” de Emilio Centurión es colosal. A Cesáreo Quirós también habría que mirarlo con más cuidado. En realidad algo que nos hace falta en este momento es un Museo de arte nacional, con la historia del arte de nuestro arte más integral. No tenemos un lugar donde ir a estudiar ese país integral, donde no esté dividido por tendencias. Un día habrá que hacerlo.
¿Cuándo llegó el reconocimiento a su trabajo?
Hasta los 40 años viví como en un acto de fe, sin esperar nada. La realidad para mí era sentarme en la silla, trabajar hasta terminar y a fin de mes cobrar un sueldo. Después conocí a Franca, mi mujer, que había llegado a la Argentina con su familia, que eran judíos italianos exiliados en la época de Mussolini. Y empezó una nueva etapa.
¿Cómo trabaja hoy?
No me puedo dormir si no dibujo algo y así nacieron los 1500 dibujos del Diario Gráfico, con la birome, que es doméstica, maleable, fácil, que da negros y claros. Resabios de la niñez porque en esa época el dibujo era el “ganapán”. De cierta manera me gano el sueño cumpliendo con ese dibujo diario sobre lo que me pasó en el día.
1 Readers Commented
Join discussionMaravilloso escrito ,artista y ser humano maravilloso.Apoyar ese Museo de Arte Nacional!!.Ser nosotros mismos en esta America tan insegura de sus valores y presta a copiar y no ser.