La gratitud es fruto de reconocer al otro

Podríamos imaginar que, de repente, todo aquello que existe y conocemos (nuestro cuerpo, nuestra familia, el amanecer, nuestros amigos, nuestro perro, el mundo todo…) dejara de ser, pero no en clave de un morir, sino en clave de una suerte de apagón por causa de un repentino deseo divino de desactivar este universo que habitamos.
Imaginar esa posibilidad nos pondría en la conciencia de que la existencia no ocurre por “obligación”, siguiendo una ley o un mandato por nosotros conocido, sino que depende, para ser, de algo misterioso que está más allá de nuestro conocimiento.
De hecho, hay arbitrariedad en el existir del mundo (no tanto en lo que ocurre a partir de ese existir), por lo que, mal que nos pese, podría también haber arbitrariedad en la decisión de su final.
En esa línea, los hombres primeros, allá lejos en la historia, despedían al sol en el ocaso pidiéndole que, por favor, volviese. No se recostaban en la idea de que había una ley cósmica que indicaba que, sí o sí, y tras la rotación del caso, el sol sería reencontrado en el amanecer. No, la idea era que el sol aparecía cada mañana porque ese día (cada día) había decidido retornar, no porque así lo indicaran las leyes del cosmos. Volvía porque así lo quería. Por eso aquellos antepasados realizaban diversas ceremonias e intentaban encontrar la clave para seducir a ese sol con la intención de que regresara. Así le rendían pleitesía, lo alababan, le ofrecían sacrificios… porque sabían que de él dependía que el universo no se apagara.
La llegada del amanecer hacía cesar la angustia: el sol había decidido su retorno y eso, sin dudas, se agradecía.
Es en este punto que aparece la gratitud en el paisaje, la que surge cuando se entiende que aquello que es, no tendría necesariamente que ser. Se recibe un don gratuito, no los efectos de una ley que obliga a que las cosas sucedan. En la gratitud aparece siempre el otro: algo o alguien que está más allá de nosotros mismos. El que da todo por descontado no siente tener nada que agradecer.
La virtud de agradecer es fruto de reconocernos en un vínculo y no entender el mundo como una extensión de nosotros mismos. Es un saludable registro de que no somos dueños del mundo y sus leyes, más allá de lo mucho que podamos conocer de ellas. El hombre se vinculaba con el sol que se ocultaba y, quizás, volvería. O se vincula con Dios, ese Otro que acompaña y ofrece vida, y lo hace por razones que habitan el misterio.
Somos agradecidos solamente cuando hemos tallado nuestro narcisismo para darle el lugar adecuado. Allí es que decimos “gracias”: cuando recibimos la luz que viene de más allá de la frontera de lo que somos. Esa luz es lo que llamamos amor. Cuando la aceptamos como existente, solamente en ese momento, empezamos a entender algo de la naturaleza amorosa de nuestro origen y se abre un nuevo camino para ahondar en lo que realmente somos.
Se les indica a los chicos que digan “gracias” cuando reciben algo. Porque, convengamos, los chicos suelen creer que lo que reciben es fruto de que son los reyes del mundo, no fruto del amor de un otro, los padres, por ejemplo, que se esfuerzan por ofrecerles lo necesario para crecer. “Decí gracias”, se le indica al chiquito que agarra el regalo sin registrar su origen, abriendo el paquete con frenesí. “Decí gracias primero”, y el chico detiene su ansiedad, mira al otro (ese que le dio el regalo) y lo reconoce como tal al decir, aunque sea en automático, “gracias”. Expresar esa palabra lo ayuda a entender su lugar y evita esa soledad abismal que tiene aquel que se cree Dios, sin serlo.
Las virtudes tienen su razón de ser en que son eficaces para la vida. No se trata de imposiciones arbitrarias aplicadas con afán de domesticación, sino que son elementos básicamente útiles para la plenitud vital y, por tal razón, perderlas genera muchos problemas.
La gratitud es, en ese sentido, una virtud que ayuda a encontrar nuestras propias coordenadas y a no creernos lo que no somos. Es sabido que Narciso cayó en el pozo de agua enamorado de su propia imagen. No tenía, el pobre, un otro (Dios, persona, la vida misma…) que lo despertara de su trance y a quien decirle gracias. Creyéndose principio y fin de todo, se ahogó de sí mismo, y se malogró.
Por otro lado, un problema serio de empobrecimiento vital, muy percibido en estos tiempos, lo tienen aquellos que ven en el derecho la única fuente de las cosas. Recibir algo porque es nuestro derecho (y obligación ajena) es importante, pero si eso que recibimos es fruto del amor, lo es más. Obviamente no hablamos en contra de los derechos, pero entendemos que hay cosas, las más lindas quizás, que surgen no porque tengamos derecho a ellas, sino porque, justamente, no lo tenemos y ocurren igual. Cuando todo lo tenemos porque tenemos derecho, aseguramos quizás una sobrevida, pero algo se pierde en el camino.
Ejemplo de lo anterior es lo que pasa con los hijos de padres eficaces, correctos, que cumplen los mandatos y respetan los derechos de sus hijos, pero no disfrutan su paternidad porque la ven solamente desde el plano de la obligación y el deber. Los hijos de esos padres no sienten ser fuente de gozo para sus progenitores y por eso no agradecen. Tampoco ese tipo de padres agradece tener esos hijos, a los que tienden a sentir como una carga. Los problemas que eso genera se ven, y mucho, en los consultorios de psicoterapia.
Lo decía un taxista sabio en medio del tráfico porteño: “Todos nos quejamos de la vida, pero nadie se quiere bajar de ella… por algo será”. Ese “algo” será lo que merece gratitud. Y no es una idea, una letra embalsamada, sino que es fuerza vital en estado puro, la que le otorga valor a la existencia. Inclusive aquellos que ponen en duda la valía de la vida, cuando aparece la posibilidad de “bajarse”, dejan las dudas de lado y se aferran a eso que han recibido, pero que nunca han agradecido.
En la actualidad muchas veces actuamos como acreedores, quejándonos de algo que debiéramos tener según lo que creemos merecer o, por el contrario, vivimos como deudores que no pueden gozar de la existencia por causa de los males que nos habitan. En ese contexto, convengamos, difícil es sentir gratitud.
Tampoco es fácil sentir gratitud cuando se considera que la realidad es fruto de un proceso desangelado, casi industrial, en el que descansa en automático el mundo del que participamos. Abolida la maravilla, se diluye el decir gracias. Y si no damos gracias, la desolación será nuestro destino, siendo la soberbia nuestra única compañía, el egoísmo nuestra única fuente y nuestra propia imagen en el espejo la única que nos dará alguna respuesta, una respuesta que nos ahogará como a Narciso en la fuente de agua, en la que encontró, de manera trágica, la verdad de su condición.

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