“En un mundo sin belleza, el bien ha perdido también su fuerza de atracción, la evidencia de su deber-ser-realizado… En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar lo bello, los argumentos en favor de la verdad han agotado su fuerza de conclusión lógica”. Parto de estas palabras de Hans Urs von Balthasar (Gloria. 1. La percezione della forma), para reflexionar en voz alta con los lectores de Criterio sobre esta Pascua de 2018. El escenario del tiempo en el que vivimos, así como nos lo presenta todos los días la información, es tan doloroso e inquietante que nos lleva a percibir las palabras sobre la belleza como una suerte de abstracción de la realidad o, en todo caso, como evasión consoladora. ¿Dónde está la belleza en la violencia cotidianamente perpetrada en Tierra Santa? Y ¿dónde en las numerosas víctimas del terremoto que ha asolado el ya desgarrado Afganistán? ¿Qué belleza puede haber frente a los estragos terroristas que han ensangrentado Europa o en los asesinatos seriales en los Estados Unidos? Y ¿dónde en las tantas tensiones sociales y políticas de los países latinoamericanos? ¿Acaso hay belleza en el descarte de los más débiles perpetrado en muchas economías del mundo? Sin embargo, no hay palabra que me parezca hoy tan necesaria como esta única, noble, fascinante y terrible palabra que es la belleza. ¿Por qué?
Los latinos denominaban “formosus” lo que nosotros llamamos hermoso, bello: la idea subyacente era que fuese la “forma”, o bien la armoniosa composición de las partes, la que mostrara bello lo que es bello. Gracias a la proporción de todos los elementos, la forma bella parecía reproducir en el fragmento la perfección del Todo, de tal manera que se reconocieran en la armonía de lo pequeño los “números del cielo”. Esta idea de belleza derivaba de la gran cultura griega y siguió ejerciendo su fascinación por mucho tiempo, tanto que un genio como Agustín la hizo propia. A ella, empero, se le escapaba inexorablemente un aspecto: si la belleza es armonía, ¿qué sucede con la infinita desarmonía del mundo y de la vida, con el escándalo del mal y del dolor, o el insulto a la alegría de existir, que siempre serán la muerte y el dolor inocente? Responder a estas preguntas reconociendo en lo negativo sólo la sombra respecto de la luz, el contrapunto respecto del canto firme de la belleza, no es respuesta que pueda satisfacer. Hay que recurrir entonces a otra belleza: la que el latín medieval aprendió a expresar con el término “bonicellum”, el “pequeño bien” (diminutivo popular de “bonum”). De esta palabra deriva, en las modernas lenguas romances, los términos como “bello” (el “beau” francés, el “bonito” del castellano, el “bello” italiano y también el “beautiful” inglés). ¿Qué es este “bello” como “pequeño bien”?
La meditación cristiana nos lleva a reflexionar sobre la belleza. Así, Tomás de Aquino (Summa Theologiae) habla de lo bello refiriéndose al Verbo encarnado, Jesús, cuya belleza es otra cosa que la de la “forma”, o bien de la armonía que todo concilia. “El más hermoso de los hombres”, del que habla el Salmo 45, es el hombre «abrumado de dolores» y «ante quien se aparta el rostro”, como dice el profeta Isaías (53,3). La belleza del Hijo no es la de la forma y de la proporción: es la belleza del exceso del amor, de la caridad que impulsa al Dios inmortal a hacerse pobre y prisionero de la muerte para enriquecernos a nosotros, a elegir para sí la forma del esclavo para darnos a nosotros la condición de hijos. El “pequeño bien” es la belleza del amor crucificado, del don de sí mismo hasta el final. Es esa belleza que habla desde el silencio de la Cruz y se expresa en el grito de abandono del Viernes Santo: la única belleza que salvará al mundo. Es la belleza de creer en el bien y en el amor a pesar de todo y contra todo. Es la belleza de perdonar al enemigo, de ofrecer la otra mejilla al violento, de dar la vida por el otro, sobre todo por el que es más débil y más pobre y está más solo que tú. Es la belleza de quien al terrorismo responde buscando el camino de la justicia para todos, más que la lógica de la contraposición violenta. Es la belleza de quien ama incluso a quien no lo ama o a quien no ama a nadie. De este “pequeño bien”, de ese bien humilde y cotidiano que se pierde en la noche del servicio al prójimo, más que nunca el mundo tiene necesidad. Pascua es el anuncio inaudito de que ese bien a la medida de todos –porque es a la medida de los pequeños– es la belleza que salva, que se nos dio en el Crucificado Resucitado, la única esperanza que no engaña ni engañará jamás. Los deseos de Pascua, de esta Pascua, son entonces que quienes recibamos al Señor vivo y quienes vivamos de él en la fe y en la caridad podamos ser muchos…
El autor es teólogo y arzobispo de Chieti – Vasto