No es solamente la costumbre tradicional, ni la simple usanza plurisecular, sino un profundo deseo del corazón, un estímulo de orden interior lo que nos impulsa a dirigirnos a ustedes para darle a cada uno nuestra felicitación cristiana en la Navidad de nuestro Señor Jesucristo.
Es la felicitación antiquísima y nueva que resonó por primera vez en la noche santa de la Navidad en la tierra de Judea y que, difundida en el mundo, por boca de los Apóstoles, llegó a esta Urbe predestinada para hacerse mensaje de destino universal para todos los hombres «de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones» (Apocalipsis 5, 9).
Es la felicitación que, con lozanía inmutable, llega ahora a nuestros labios, con la conciencia de su insuperable trascendencia, como de «todo lo que es bueno… y desciende del Padre de los astros luminosos» (Santiago 1, 17).
Es la felicitación que con estremecida emoción osamos repetir ahora, mientras se reaviva la fe y renace la esperanza: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!» (Lucas 2, 14).
Sí, hijos, hermanos, amigos: el Evangelio está todo aquí; su contenido de efectiva salvación y de auténtica liberación está encerrado en estas breves expresiones que, como música recóndita, envuelven la pobreza desnuda de la cuna de Belén, donde nace –hombre por los hombres– el Hijo mismo de Dios. Queda restaurada la relación entre Dios y el hombre y se abre a este último, como invitación tranquilizadora y beatífica, la doble vía de la gloria de Dios y de la paz con los demás hombres.
No nos extrañe, no nos maraville, no nos escandalice la elemental sencillez de estas palabras: como hombres de un siglo tecnológicamente bastante avanzado, nos es necesario e indispensable recobrar el sabor y el gusto de las cosas más humildes y verdaderas. Es ésta la primera condición para descubrir la alegría, la serenidad y la paz que son las dimensiones genuinas de la vida humana, subyugada por el mensaje evangélico.
Recibamos en este día luminoso la invitación angélica y evangélica y repitámosla como para suscitar dentro de nosotros una adhesión más convencida y segura: donde se honra a Dios, se honra también al hombre; la gloria de Dios es fundamento de la dignidad del hombre; el Nacimiento de Cristo señala, en nombre del Padre de los cielos, el itinerario de la paz en la tierra. Natalis Domini, natalis est pacis (San León Magno, Sermones XXVI, 5).
Mensaje Urbi et orbi del papa Pablo VI en la Navidad de 1977
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