En estos meses han aparecido dos declaraciones de intelectuales europeos y mundiales que invitan a pensar nuestra realidad contemporánea: la “Declaración de París sobre la Europa en la que podemos creer” (Brague, Scrutton, Spaemann y otros) y el “The Prague Appeal for Democratic Renewal” (firmado por Fukuyama, Weigel, Bitar, de Klerk, Krausse y otros)*. Hacemos una breve presentación de ambos, con una lectura libre y desde nuestro propio país, so sin recordar un antiguo debate norteamericano entre David Schindler y el trío Weigel-Novak-Neuhaus, en el que latía un aliento communitarian por un lado, y uno liberal puro por el otro, en sentido general.
Declaración de París
Los autores subrayan las raíces y la unidad cultural cristiana (o judeocristiana, agregaríamos nosotros) de la cultura europea, que ha permitido una sociedad civil muy rica y también una diversidad de leyes seculares dentro de cada nación. Estas raíces suponen una prioridad de la virtud del amor, que se declina en: justicia, compasión, misericordia, perdón, pacificación, reconciliación. Y que significan un sentido de la vida como don, y aún (más allá del documento) en una concepción del ser como amor, que presupone un Donante.
En particular, el cristianismo revolucionó la relación hombre-mujer, dando al amor, la fidelidad y la comunión un acento sin precedentes. Esto conlleva un sentido del sacrificio por el otro (cónyuge, hijos) que es novedoso y fundante. De allí que el matrimonio y la familia sean tan importantes. El rol clave en la sociedad como seres humanos lo constituye el ser padres y madres dispuestos a donarse y sacrificarse por sus hijos (n.10 y 33).
Juntamente con la herencia cristiana, el documento subraya la herencia clásica de Roma con sus virtudes e instituciones, y de Grecia con su orgullo de participación cívica, su amor por la verdad y la investigación filosófica y su literatura (n.11). Hay que ser leal a esas mejores tradiciones, sin caer en un olvido y auto repudio, recordando que Europa no nació con la Ilustración (n.12). El verdadero liberalismo, en realidad, ha de fundamentarse en una búsqueda honesta y seria de la verdad.
El documento destaca con razón el quiebre cultural que significó el ‘68, presentado como liberación de todas las restricciones: libertad sexual, de expresión, de ser uno mismo. Sin embargo el resultado del hedonismo libertino que sucedió a este quiebre ha llevado al sinsentido y al hastío, donde el deseo profundo de casarse y formar familias se ha frustrado frecuentemente, con la consecuencia de un individualismo, aislamiento y falta de sentido que la sociedad de consumo, los medios de comunicación y la pornografía no llegan a satisfacer (n.15). Asimismo, el ‘68 desarrolló una cultura del repudio por el pasado, como si el pensamiento crítico fuera inconciliable con él, junto con una animosidad contra todo lo propio (n.21). Esto ha influenciado el mundo educativo, pedagógico y universitario con una corriente de “pensamiento correcto” que apenas puede discutirse.
También la pretensión política universalista se ha convertido en un sucedáneo de lo religioso, y lo político-burocrático pretende ocupar ese lugar. Es esencial re-secularizar la vida pública europea para que lo religioso ocupe todo el lugar que le corresponde en su esfera, sin desmedro de su presencia pública.
En su crítica al ‘68, el documento de París puntualiza la dignidad del transmitir, la jerarquía de las funciones y papeles de los padres, maestros, profesores y catedráticos que forman a aquellos que están bajo su cuidado. Reconocer el valor de la sabiduría de una vida cultivada y resistir el culto de los “expertos” en la pedagogía de lo que se trate. Evitar el igualitarismo exagerado (por ejemplo, entre maestro y discípulo) y no reducir la sabiduría a lo meramente técnico. Se trata de recuperar el sentido de la grandeza espiritual o excelencia (n.29). Y todo esto para recobrar el valor de una vida virtuosa y buena, que dé importancia a la conducta recta, y redescubra la decencia de la vida humana (n.30).
Respecto de la economía de libre mercado al servicio del bien común, dentro de un fuerte marco jurídico que favorezca la integración social de todos, el documento sigue casi literalmente Centesimus Annus (39 y 40), recordando que el crecimiento económico, no obstante un bien, no es, sin embargo, el bien más alto, y advirtiendo sobre la posible falta de mesura de las fuerzas económicas globales (n 31).
También advierte sobre los riesgos del multiculturalismo y destaca la importancia de la inclusión de las minorías inmigrantes dentro de la cultura nacional respectiva. A su vez, el documento se pregunta si ciertos populismos no son una reacción o queja frente a burocracias “democráticas insensibles” (n.35).
El documento de Praga
Los autores perciben una amenaza al régimen democrático desde afuera en Rusia y China, y desde adentro en países como Turquía, Hungría, Filipinas y Venezuela. Los derechos humanos y el gobierno de la ley quedan devaluados por un principio de soberanía absoluta del Estado. También en países tradicionalmente democráticos se advierte una disminución de la fe en las instituciones, tanto frente a la globalización como a las burocracias nacionales e internacionales.
Los autores advierten miedo al terrorismo, y ansiedad y hostilidad frente a las elites democráticas; y también un cierto cinismo hacia los sentimientos democráticos que han alentado impulsos anti-sistema en movimientos y partidos. Todo esto ayudado por una desinformación autoritaria, que ha llevado a la pérdida de la fe en las instituciones y sus valores.
Por lo tanto, se requiere una reafirmación de los principios fundamentales que inspiraron la democracia moderna: la dignidad de la persona humana y la convicción de que la democracia liberal es el sistema que mejor asegura estos derechos y ayuda a que florezcan: libertad de expresión, de asociación, libertad religiosa; pluralismo político y social; sólida sociedad civil; elecciones regulares de gobierno en una libre, abierta y confiable competencia; oportunidades para que los ciudadanos participen y expresen sus opiniones más allá de las elecciones; transparencia y responsabilidad de los gobiernos aseguradas por las contenciones y balanzas del sistema constitucional y la sociedad civil; un vigoroso gobierno de la ley, poder judicial independiente; economía de mercado libre de corrupción y abierta a todos; y una cultura de la tolerancia, civismo y no violencia.
Nuestros autores advierten la presencia de intelectuales relativistas que defienden cualquier forma de gobierno como superior a la democracia. En consecuencia, es necesario mostrar la habilidad de la democracia para encarar los desafíos de nuestro mundo inestable y cambiante. Reconocen la profunda ansiedad e inseguridad de segmentos importantes de sociedades democráticas, y la necesidad de que ningún grupo quede postergado.
Con una bella cita de Havel, reconoce el documento que la ciudadanía democrática requiere de tradiciones intelectuales, culturales y espirituales que le den respiro, sustancia y significado (que es, en el fondo, el contenido del documento de París). En este sentido, la idea de nación, articulada con la globalización, no debe ser dejada como bandera de populistas demagogos.
La defensa de la democracia no es puro lujo o idealismo sino una precondición para una sociedad decente y democrática, el entramado que permite el progreso económico y social, y la base de la paz.
Se requiere un nuevo debate intelectual para defender la democracia de sus críticos, fortaleciendo elementos de la sociedad civil que ayuden a una lúcida fundamentación persuasiva de los valores de la democracia liberal. También parece necesario ayudar a las víctimas de los sistemas autoritarios.
No menos importante es estar atentos a los desafíos planteados por una disminución del nivel de vida general, los problemas que plantea la inmigración, el nuevo cinismo de los políticos y la erosión del soporte de la democracia liberal.
Conclusiones
La perspectiva de ambos escritos es diversa. El documento de París es ante todo una honda crítica cultural, y habla desde Europa y a Europa. El de Praga tiene una mirada más universal, y preponderantemente política, como lo muestran sus firmantes, que provienen de todos los continentes.
El documento de París recuerda, como dijimos antes, a ciertos communitarians que advertían desde hace treinta años las falencias e insuficiencias de la democracia liberal norteamericana. Dicho en forma lapidaria: el documento de París pareciera levantar de algún modo la bandera de After Virtue (Mc Intyre): sin virtud no hay democracia posible.
En tiempos de secularización aguda, es importante también un cierto entramado religioso real (Tocqueville, Ratzinger) para que la vida social pueda ser verdaderamente viable y fructífera. No hay vida buena sin un acento en la verdad y el bien. En este sentido me parece que hay entender la afirmación del documento de París sobre el tema de la re-secularización de la realidad político social y económica para recuperar lo genuinamente religioso; idea que le gustaría a Jacques Maritain. Pero paradójicamente, la solidez de las instituciones político-económicas pide una virtud y una confianza mutuas enormemente ayudadas por lo religioso en su pluralismo actual.
El ideario del documento de Praga es valioso y bastante indiscutible. La pregunta que cabe es si es suficiente o si peca de idealismo (¿cuasi religioso?) que el documento de París viene a corregir, con su acento en la herencia religiosa y cultural que el de Praga apenas menciona en su cita de Havel. El documento de París acentúa las ideas de herencia y transmisión: somos hijos de una cultura, no nacimos ayer ni en el siglo XVIII; venimos de Abraham, de Platón, Aristóteles, Jesucristo ante todo y muchos otros.
Hay que rechazar la cultura de la orfandad y de la rebelión, que nos viene en parte del ‘68. Sin pasado no hay futuro, y el presente deviene chato, aburrido, abierto a consumismos estériles más o menos superficiales. El documento de París advierte con gravedad y con acentos proféticos la declinación del matrimonio, tema al que Juan Pablo II dedicara una importancia excepcional.
Desde el sur en que estamos, el tema del multiculturalismo no nos es ajeno, en relación con los pueblos originarios y los inmigrantes: se trata de encontrar una articulación razonable entre el respeto por la diversidad, la justicia de muchos de sus reclamos, y una inclusión o integración que permita la diversidad legítima pero sin mutua exclusión. El terrorismo es, en cambio, otro tema que merece ser tratado (n.34). Ante la lectura de los documentos, advertimos con tristeza, y hasta el cansancio, la precariedad de nuestra democracia argentina; y también la complementariedad entre ambos, más allá de lo que una primera lectura sugeriría.
El autor es sacerdote y teólogo.
*Los documentos pueden leerse en su versión completa desde varias direcciones web.