Para muchos analistas, el 11S, es decir, el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York, significó “el regreso de la religión” al primer plano de las relaciones internacionales. Sin embargo, desde un ángulo del propio pensamiento occidental, Samuel P. Huntington advertía a mediados de los ’90, en plena euforia –ingenua– neoliberal, que los choques en el presente y futuro serían intercivilizatorios y, como tales, contendrían viejas fracturas religiosas, incluso en el mundo de la cristiandad, tan amplio como el musulmán. Desde otro vértice del mismo pensamiento, enrolados en una línea postestructuralista, la religión “nunca se había ido”, pues estuvo presente en la Paz de Westfalia, con su orden estatal y moderno posterior, aunque representando sólo a los Estados cristianos, invisibilizando a los Estados e imperios contemporáneos, como el chino, el egipcio, el turco-otomano y algunos más, no creyentes en Cristo.
En una línea coherente con la occidentalista, toda vez que se la considera un “producto importado” de Occidente –no olvidemos que el tren blindado que llevaba a Lenin partió, financiado por los alemanes, desde Suiza–, la Revolución bolchevique –hace 100 años, en la lejana y supuestamente “atrasada” y “bárbara” Rusia– prefirió intentar anular la condición religiosa del pueblo, imponiendo a sangre y fuego el ateísmo.
La religión fue enemiga de la modernidad racionalista y aún hoy, mucho más, de la postmodernidad, que ha hegemonizado el discurso y las prácticas sociales europeas desde los años ‘90. La excepción son dos países: fuera de Europa, los Estados Unidos de Trump; y dentro de Europa, aunque aún hoy cueste reconocérsela como tal, la Rusia de Putin. En estas líneas analizaremos su carácter no revolucionario en tres planos: el discursivo, el histórico y el político.
Si el lector se toma el trabajo de leer el discurso del Presidente ruso con motivo de un reciente festejo oficial que coincidió con el día posterior al atentado terrorista de la Rambla de Cataluña, Putin expuso de manera elocuente, a propósito de la inmigración ilegal, la postmodernidad y sus “males” (feminismo radicalizado y culto a la homosexualidad), y el carácter timorato de los liderazgos europeos, una especie de conservadorismo moralista, muy distante de los estándares a los que hoy nos tiene habituados el discurso “oficial” o “políticamente correcto” de Occidente.
En efecto, allí Putin replicó el testimonio habitual de la Iglesia Cristiana Ortodoxa, que a través de su principal vocero, el Patriarca Kirill, suele denunciar el ataque de Occidente a la diferencia o desigualdad “natural” de sexos; el avance político de la sonora minoría “gay”, con la imposición de sus políticas sectoriales; el retroceso de la familia tradicional; las graves consecuencias de tales acciones públicas, es decir, el aumento de la soledad, el decrecimiento o estancamiento demográfico frente a otras civilizaciones; el intento de reemplazo de la religión por otro “placebos” postmodernos, algunos “pacíficos” pero igualmente destructivos en el largo plazo, como el uso indiscriminado de drogas; otros violentos, como el terrorismo, etc. El vacío existencial nos conduce lenta pero inexorablemente al autoexterminio de la especie humana (1).
Todo ello explica por qué la Revolución bolchevique se celebra en su centenario, en todo el mundo, incluso en algunos lugares de los Estados Unidos, menos en Rusia, donde se vive un momento histórico absolutamente antirrevolucionario o postrrevolucionario (2).
Claramente, la Iglesia Ortodoxa Rusa tiene el monopolio estatal y, como tal, bastante ayuda oficial, particularmente en el período Yeltsin, donde, sin embargo, a través del Patriarca Alexei II, no cuestionó públicamente al líder ruso, por su acendrado pro-occidentalismo en aquellos años ’90 (3 y 4).
Vale la pena recordar el interregno bolchevique de casi siete décadas, donde, imitando el modelo racionalista y jacobino de la Revolución Francesa, algunas de las prácticas más coercitivas fueron implementadas en nombre de la racionalidad y la “guerra al oscurantismo”, y en contra de la cultura y la religión rusas. Se estuvo a punto de popularizar el alfabeto cirílico y hasta de reemplazarlo por el latino. El calendario juliano que usaban la Iglesia Ortodoxa y los Romanov fue reajustado al europeo para exhibir el atraso en el que se vivía en la era presoviética. Se separó drásticamente la Iglesia del Estado, se publicó una Biblia “científica”, hubo adoctrinamiento en contra de los templos y el incienso, en favor del humo de las fábricas y hasta se impusieron nombres revolucionarios a los bebés recién nacidos (Baña y Stefanoni, 2017).
La represión fue feroz: se calcula que, antes de la Revolución bolchevique, en 1917, había 150 templos católicos tan sólo en la parte europea de Rusia, pero en 1939, con Stalin en el poder, todos ellos fueron aniquilados (López, 1997) (5).
La Rusia postsoviética revirtió dramáticamente este proceso. Boris Yeltsin pasó a depender de los poderes fácticos históricos rusos, entre otros, la Iglesia Cristiana Ortodoxa. La controvertida Ley sobre la Libertad de Conciencia y las Asociaciones Religiosas, de septiembre de 1997, fue denunciada por los lobbies católicos –el propio Vaticano liderado por Juan Pablo II y protestantes (el Senado norteamericano)–, quienes consideraban que amenazaba gravemente su libertad de acción en Rusia y colocaba a la Iglesia Ortodoxa en una injusta situación de privilegio. Allí se incluía al «cristianismo» –un término deliberadamente global– entre las religiones tradicionales, junto al judaísmo, el Islam y el budismo. La norma generaba una manifiesta inequidad: mientras reconocía «el rol especial jugado por la Iglesia Ortodoxa en la historia espiritual y cultural de Rusia”, establecía que los otros «grupos» religiosos debían demostrar su existencia legal en Rusia durante al menos 15 años para convertirse en «organizaciones», con plenos derechos (López, 1997) (López, 1998)(6 y 7).
Sin embargo, cabe subrayar que la Iglesia Ortodoxa tampoco es tan homogénea como asoma a primera vista. El entierro oficial de los restos de la familia imperial Romanov, asesinada en Ekaterimburgo (Sverdlovsk) el 17 de julio de 1918, generó fuerte controversia entre los miembros de la nobleza y sobre todo en el seno de la Iglesia, cuando el Patriarca evitó discutir con la rama de la Iglesia en el exilio, con la que intentaba reconciliarse, que ya había canonizado a Nicolás II por la autenticidad de los restos exhumados (López, 1997) y (López, 1998) (8).
No conforme con esta primacía política doméstica, la Iglesia Ortodoxa Rusa desempeña adicionalmente un rol fundamental en el softpower ruso de la era putinista. Concretamente, se dedica tanto a la protección de las minorías nacionales rusas en los países postsoviéticos, influyendo sobre el gobierno federal, en aras de utilizar los mecanismos de Derecho Internacional, como acuerdos y tratados internacionales, vía organismos multilaterales europeos, el Consejo Mundial de Iglesias y la Conferencia de Iglesias Europeas, y también a repeler “la agresiva infiltración” de confesiones extranjeras como el catolicismo y el protestantismo más algunas sectas, que usan prácticas “subversivas”, manipulando la doctrina y los símbolos ortodoxos, para engañar a los nuevos creyentes (Sergunin, 2008 :87-88) (9).
Putin como Presidente y Medvedev como Primer Ministro suelen acompañar las ceremonias del Patriarca Kirill como devotos cristianos ortodoxos, más allá del estado civil de divorciado del propio Putin. También los curas ortodoxos están presentes, cada vez que hay desfiles militares como el de los 9 de mayo, recordando el “Día de la Victoria” sobre los nazis en la Plaza Roja de Moscú, o cada vez que es necesaria la bendición a los aviones rusos que parten a Siria o las tropas terrestres para defender el bastión de Crimea del Ejército de Kiev. Así, la Iglesia Cristiana Ortodoxa, una de las instituciones más conservadoras del mundo, está permanentemente presente al lado del Estado ruso, como en los viejos tiempos de los zares, generando una simbiosis muy difícil de entender según los cánones postmodernos occidentales.
Como corolario, la religión, a pesar de tantos embates, está más presente y viva que nunca en la Rusia contrarrevolucionaria de Putin y éste la ampara desde el Kremlin, porque la retroalimentación les conviene a ambos: a la elite política rusa y al patriarcado moscovita. La paradoja es que Putin nació en San Petersburgo, la ciudad más europea y moderna que su admirado Pedro El Grande había soñado se erigiese como contracara cultural y política progresista de Moscú, la ciudad militar y clerical por antonomasia.
El autor es politólogo, profesor universitario, consultor y analista político en medios de comunicación.
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Fuentes de consulta:
BAÑA, Martín, STEFANONI, Pablo, Todo lo que necesitás saber de la Revolución Rusa, Paidós, Buenos Aires, 2017.
LOPEZ, Luis Matías, “El presidente ruso firma la polémica ley de religión”, en Diario El País, Madrid, España, sábado 27 de setiembre de 1997.
LOPEZ, Luis Matías, “Boris Yeltsin viaja a Roma con un trasfondo de fricciones entre las Iglesias Católica y Ortodoxa”, en Diario El País, Madrid, España, lunes 9 de febrero de 1998.
SERGUNIN, Alexander, “Russian Foreign Policy Decision Making on Europe”, Palgrave Macmillan, New York, Estados Unidos, 2008.
NOTAS
1. Hay que recordar que Rusia adoptó la cristiandad ortodoxa en el año 988 y, eventualmente se convirtió en el “bastión de la ortodoxia” después de la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453. Iván III, quien se convirtió en Zar de Moscú en 1462, unificó al grueso de las comunidades eslavas y su matrimonio con la nieta del último Emperador de Bizancio -la “Segunda Roma”, le dio el derecho a ser el sucesor de los Césares romanos-. Moscú así, se convirtió en la “Tercera Roma”, lo cual es exhibido por los cristianos ortodoxos, como el último reducto de la verdadera civilización cristiana. Luego, Iván IV, se convertiría en el primer Zar de los Rus en 1547, empezando la expansión imperial rusa hacia el este, logrando que Rusia arribe al Pacífico, en el siglo XVII. En los siglos XVII y XVIII, Rusia por fin, avanzaría hacia el norte y el oeste de Europa, para constituirse así en un actor europeo y asiático de enorme relevancia geopolítica, algo que hoy se suele olvidar en las capitales europeas.
2. A ello puede agregarse una dimensión política. En los últimos 15 años, se han producido varias “revoluciones de colores”, tanto en el mundo postsoviético (la “Naranja” y el “Euromaidán” en Ucrania, otras más en Georgia, Kirguistán, Bielorrusia, etc.) como en musulmán (la “Primavera Arabe”), en todas las cuales, Putin advierte cierta intervención americana, de una u otra forma, por lo que cualquier revolución, sobre todo, si se produjese en la propia Rusia, tendría un componente claramente de intervención norteamericana. La estabilidad se ha convertido en el valor supremo preferencial del régimen putinista y así también lo revelan, las encuestas: una abrumadora mayoría rusa quiere “orden”.
3. De todos modos, fue Yeltsin quien reconoció públicamente los muchos crímenes de la URSS y entre otros, el magnicidio de la familia imperial Romanov, a quienes se dio cristiana sepultura finalmente, luego de un prolongado, engorroso y discutido proceso.
4. Respecto a los musulmanes, constituyen el 15 % de la población rusa y el ritmo de construcción de mezquitas en las principales ciudades, es incesante.
5. Aun así, en otra muestra de la ineficacia e inutilidad de estas prácticas desde el poder, en contra de las tradiciones, hasta el día de hoy, en muchos hogares rusos, casi por inercia, no se festeja la Navidad el 25 de diciembre, sino el 7 de enero y la fiesta tradicional por antonomasia, es el 31 de diciembre, el Año Nuevo, en consonancia con la tradición cristiana ortodoxa, previa a la Revolución.
6. Evangelistas, bautistas, pentecostales e incluso ortodoxos disidentes, sospechan que la Iglesia Ortodoxa oficial, a la que respaldaban el Kremlin y el Parlamento, está dirigida por ex agentes del KGB que eran funcionales al poder soviético.
7. Desde el Cisma de 1054, las relaciones entre la Iglesia Católica y la Cristiana Ortodoxa fueron siempre tensas, por razones de política y poder. El Patriarcado de Moscú intenta garantizar la soberanía sobre su territorio tradicional, y considera que la actividad de los católicos es proselitista e incluso violenta, sobre todo en Ucrania. Asimismo, la Iglesia Católica se queja del trato que reciben los católicos, tanto en territorio ruso como ucraniano, aún hoy, como bien lo planteó Monseñor Parolín, el Secretario de Estado del Vaticano, en su última visita a Moscú. Juan Pablo II, a pesar de la invitación formulada por el líder soviético Gorbachov, jamás pudo visitar la capital del viejo Imperio. Tampoco los dos Papas posteriores, por la presión en contrario del Patriarca sobre los Presidentes rusos, que sí visitaron el Vaticano, varias veces.
8. Resulta realmente paradójico que, quien como Secretario regional del PCUS, ocultando pruebas como un fiel burócrata soviético, decidiese convertir en una especie de mausoleo viviente y popular, el escenario del magnicidio, fue el mismo, que como Presidente de Rusia, resolvió exhumar e identificar los cadáveres imperiales que habían sido rociados con ácido sulfúrico, tras el crimen: Boris Yeltsin. (López, 1997) (López, 1998).
9. Si bien Putin se ha entrevistado con el Papa Francisco en un par de oportunidades, éste último se ha abrazado con el Patriarca Kirill, Monseñor Parolin, el Secretario de Estado de la Santa Sede, ha visitado Moscú recientemente, tras 19 años y se ha acordado la exposicióny veneración pública de los restos de San Nicolás de Bari en la capital rusa, estos gestos de reencuentro entre las dos Iglesias, no dejan de ser sólo símbolos de una cierta confraternidad ante temores y problemas mundiales comunes.
2 Readers Commented
Join discussiona ninguna Iglesia y aningún Estado le conviene esta actitud entre ambos sino la que señala el concilio vaticano ii y la doctrina social de la Iglesia
quisiera saber como influye las religiones en los rusos ; osea de que manera han sido afectados