La historia que narro en torno a la intensa animadversión de monseñor Gustavo Franceschi hacia Carlos Gardel no tiene otras referencias que las que dejó el mismo prelado. No encontré muchos otros indicios. En rigor, aunque los hechos que destaco sí fueron conocidos en su época, no aparecen registrados en alguna otra fuente histórica posterior. Ninguna publicación de esos años ni de los subsiguientes retomó la cuestión, con excepción de la revista Sintonía, que citó algunas de las diatribas de Franceschi justamente para contestarlas y exigir su rectificación.
Los biógrafos de Gardel ignoraron el episodio o no le dieron entidad. Los historiadores del tango como José Gobello que compartían el ideario de Franceschi tampoco quisieron hurgar en el tema, y el mismo Gobello atenuó inclusive los decires del prelado sobre el lunfardo pues, según su entender, eran exabruptos malinterpretados. Por último, en este juego de omisiones o medias verdades, hay hasta un dato delirante, pues se le adjudican a Franceschi declaraciones contra Gardel en una revista llamada Máscara (sic), una publicación por cierto inexistente pero que muchos han citado como fuente auténtica.
Sin duda esta boutade hubiera enervado y ofendido al director de CRITERIO, un hombre que hacía lo que decía y adoctrinaba según unas convicciones que no abandonó jamás. Realmente Franceschi era toda una personalidad de su tiempo. Por entonces ocupaba un asiento en la Academia Argentina de Letras junto a Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, entre otros escritores ya connotados. Vale mencionar que tampoco en este recinto hallé algún registro comentado sobre las publicaciones de Franceschi. Y ello me resulta muy significativo porque, por ejemplo Borges, quien se definió anti Gardel, tampoco dejó mención alguna que roce siquiera nuestro tema.
Todo lo que Franceschi pensaba sobre Gardel, su cine y sobre “el hombre del tango” lo publicó en esta revista. Y finalmente, una vez muerto el Zorzal, se aventuró a pronosticar: «Dentro de seis meses nadie se acordará de Gardel». Aquello fue mucho más que un errado vaticinio y Franceschi vivió para saberlo. Pero aunque sus escritos son las expresiones más contundentes contrarias a un mito –entonces naciente– que podamos leer, su predicamento echó raíces en otro sentido, y allí sí logró confrontar con mucho éxito la cultura laica porteña, que estaba asociada todavía y fuertemente a la educación pública que él fustigaba y pretendía intervenir. Sin rodeos ni medias tintas, Franceschi asoció el “amoralismo simbolizado por un Gardel cualquiera” con “el proceso de subversión en los valores tanto del individuo cuanto de la sociedad. Una moral laica sin obligación ni sanción verdadera”.
Para expresar esta temible asociación de ideas usó como motivo lo que cantaban los muchachos que seguían el cortejo fúnebre. Coreaban con igual fervor –según él– las estrofas del Himno Nacional junto con el verso “Bajo el cielo tropical su silueta sensual es mi pasión”, de la rumba “Sol tropical” popularizada por el Zorzal. Indudablemente ver y oír cantar a Gardel fue para los varones de su tiempo una suerte de educación sentimental. Cómo tratar a una mujer, a los amigos, a la madre, cómo vestirse, cómo sonreír, cómo ser un varón porteño.
Tanto la ascendencia del artista sobre los jóvenes como su definido perfil cosmopolita y liberal no le quitaban el sueño sólo a Franceschi, pero fue él con su prosa quién tronó el escarmiento. Monseñor no temía únicamente al Gardel artista, sino también lo que había anticipado en 1933 como la “significación social del guarango”, una derivación que veía muy negativa desde el gaucho al compadre/compadrito.
Hasta 1936, esta revista publicó columnas de ese tenor, sin omitir criticar duramente las películas de Gardel, que ya iba rumbo a convertirse en una gran estrella internacional. De hecho, cuando se estrenó Cuesta abajo en 1934, Franceschi descubrió que para colmo de males, la platea femenina suspiraba por el cantor como “vulgares perdidas” sin comprender que el contenido era indecoroso porque ridiculizaba lo “argentino”, lo propiamente nacional.
Los lectores de CRITERIO conocían las fuentes del nacionalismo en las que abrevaba su Director, y seguramente compartían su visión deudora de la tradición hispano-cristiana que enarbolaba Ramiro de Maetzu. Franceschi lo conoció aquí mientras fue embajador entre 1928 y 1930.
Las editoriales del prelado fueron recurrentes en estos años. Descartaba con abundante argumentación los planteos del nacionalsocialismo y del fascismo. Mientras tanto defendía la idea de un “enemigo interno” al que definió en detalle: el comunismo, el espíritu judaico, la desorganización marxista y la ruina general de la economía (sic).
Lo interno vs lo externo, lo nacional vs lo cosmopolita o internacional, lo liberal como antinacional está presente en esos años en las publicaciones de la época. Sin duda, desde esta dialéctica intolerante era evidente que la idiosincrasia nacionalista no podía estar encarnada en Carlos Gardel. Y esto no sólo se expresó en los escritos de Franceschi sino también en las opiniones de Manzi o Carlos de la Púa sobre el Zorzal. Unos espetaban lo que otros callaban. Las advertencias llovían sobre Gardel. Desde Crítica y con el seudónimo de “Malevo” Muñoz, el periodista Carlos Raúl Muñoz y Pérez (también usaba el seudónimo Carlos de la Púa) lo retó por “internacionalizar su repertorio con fox-trots, canzonettas, fados y jotas y le recomendó irónicamente ‘largá la canzonetta, Carlitos’. Mientras tanto, Homero Manzi desestimaba a Gardel y promovía a Corsini como lo auténtico, el hombre que cantaba desde la verdadera personalidad interior.
Retrospectivamente podemos ver fácilmente lo insustancial de estas críticas. Pero el punto es otro. Como las decisiones artísticas de Gardel no eran perdidosas, muy por el contrario, y además se habían ganado el fervor popular, resultaba muy incómodo criticarlo. Y si esto no le importaba a Franceschi, sí preocupaba y mucho a los demás. Esto explica el silencio ominoso que acompañó sus ataques finales y también la falta de reacción ante la negativa oficial de homenajear al Zorzal. Y además explica la cruda alegría de Roberto Arlt por su muerte, un recuerdo de familia que su hija, la escritora Mirta Electra Arlt, decidió contar al final de sus días.
Sólo un puñado de artistas confrontó a Franceschi. Sus dignas voces airadas fueron publicadas en Sintonía. La fuente única es esa revista del espectáculo radiofónico; todas las protestas se concentraron allí. Es poco, muy poco. O no tan poco si pensamos que estamos frente a un hecho de potente censura pero en parte fallido. Gardel, su víctima, es un ícono de la cultura popular.
La autora es historiadora y presidenta de la Asociación Civil Trabajar contra la Inseguridad Vial y la Violencia con Acciones Sustentables (ACTIVVAS).
1 Readers Commented
Join discussionA ver… se mezclan varias cosas. Ciertamente el mito de Gardel comienza a construirse justamente cuando él abandona Buenos Aires. En sus últimas actuaciones aquí, en 1933, no llenaba los cines/teatros en los que cantaba… y además, a los porteños «de ley» (o que compadreaban de serlo) les molestaba sobremanera que perdiese rápidamente su impronta tanguera, cambiara su registro, e hiciese esas películas ambiguas, adaptadas al gusto internacional, especialmente al lationoamenricano. Pero allí nace su mito, que crece aún más luego de su muerte.
Aunque no es ése el fondo de la cuestión. No hay una línea en el artículo que hable sobre la hipocresía de una sociedad y una Iglesia que en esos años no sólo soportó sino que alabó a una dictadura que presagiaba otras peores. Y ése es el fundamento de mi comentario. Creo fundamental ahondar sobre esa cuestión, o bien remitirse a lo meramente artístico en este caso. Pero este artículo no hace ni una cosa ni la otra.