CRITERIO ofrece una gran ventaja a los historiadores de la cultura católica argentina. Es difícil encontrar en el pasado de partidos políticos, organizaciones sociales o grupos intelectuales una publicación que recorra casi un siglo de historia ininterrumpida jugando un papel protagónico. Dado que tendemos, por nuestro oficio, a desconfiar de lo que observamos, a poco de andar por las páginas amarillas de la colección nos percatamos de que detrás de esa aparente continuidad, se percibe el cambio. A sus fundadores los interpelaban problemas similares a los de las sucesivas generaciones que condujeron la revista: las tensiones entre la república y la democracia, el papel de la autoridad religiosa y la autonomía de los laicos o la necesidad del desarrollo de una cultura religiosa. Sin duda las respuestas y las soluciones que proyectarían unos y otros también serían distintas, dado que el contexto mutó radicalmente a lo largo de un siglo. CRITERIO no se limitó, sin embargo, a funcionar como un mero observador de esa realidad que sus redactores veían modificarse ante sus ojos. Durante su dilatada existencia la revista se convirtió en una tribuna que ejerció una indudable influencia en los debates políticos y en particular, en los que involucraban a la propia cultura católica. A lo largo de los años se sucedieron conflictos en el catolicismo, de los cuales CRITERIO fue un escenario privilegiado. Sería imposible referirse a las aristas de todos los debates que transcurrieron por sus páginas. Me detendré en tres escenas que, como pilares, muestran su vertiginoso devenir en el siglo XX.
En 1936 se produjo uno de los más recordados. La visita, a fines de ese año, del filósofo tomista Jacques Maritain, tuvo una honda repercusión dentro y fuera del campo católico. Maritain, figura tutelar de los jóvenes católicos nacionalistas que habían fundado la revista, brindó una serie de conferencias organizadas por los Cursos de Cultura Católica y dictó charlas en Rosario y Córdoba. Su visita se producía a pocos meses del estallido de la Guerra Civil española (1936-1939). La postura de Maritain respecto de la situación política en la península ibérica era de una neutralidad incomprensible para los católicos nacionalistas, para los cuales no cabía duda de que el bando de Franco llevaba la razón y la fe de su lado. CRITERIO cumplía en 1936 casi diez años de existencia. En esa década de 1930 el catolicismo no había dejado de crecer como fuerza pública. El laicado ganó protagonismo a través de su encuadramiento en organizaciones como Acción Católica. Y todo este fenomenal proceso tuvo su zenit durante el Congreso Eucarístico internacional de 1934. Miles y miles de hombres y mujeres se lanzaron a las calles, en una muestra de fervor inusitada. El “mito de la nación católica” parecía corroborase en las multitudes que adherían a un renovado fervor religioso. Desde 1932 CRITERIO estaba gobernada por Gustavo Franceschi, el intelectual católico más relevante del periodo de entreguerras, que operaba como un articulador de un campo heterogéneo, a través de una prédica que pretendía, ante todo, hablar en nombre de la Iglesia, pero a su vez contener los argumentos de las distintas vertientes con las que se fue identificando el catolicismo (nacionalismo, socialcristianismo, humanismo cristiano). Por su parte, Jacques Maritain era para esos años un referente de la cultura francesa, un tomista que había inspirado a una generación de jóvenes en una filosofía que parecía desencajada en el marco de la modernidad cartesiana. Y era, junto a su esposa Raïssa Oumansoff, un modelo de intelectual católico, al que muchos de los jóvenes que vestían ropajes de cruzados querían emular. En contraste con el resto de la intelectualidad católica francesa y europea, Maritain desconfiaba de las fuerzas que rodeaban a Franco y en el fondo, se oponían a la “restauración” católica que proponían sus partidarios. Pocos meses antes de su arribo a la Argentina había esbozado lo que poco tiempo después se convertiría en el pilar de su filosofía política, el Humanismo integral. Para sus adherentes –que empezaban a llamarse maritainianos– el texto se convirtió en una nueva revelación. Este nuevo credo de los católicos antifascistas –identificados con el humanismo cristiano– denunciaba las falencias del orden liberal –su individualismo y materialismo– sin proponer una salida reaccionaria o tradicionalista, sino un nuevo tipo de sociedad “inspirada” en los valores cristianos. Para sus opositores –distribuidos a lo largo de todo el mundo– no era más que una declaración formal de apostasía. Renegar de la cristiandad medieval, declararla muerta, renunciar a combatir a la modernidad para adaptarse a las libertades de una sociedad democrática, aceptar el pluralismo religioso –no de hecho, sino de derecho – era demasiado.
Durante los casi dos meses que duró su estadía en la Argentina, Maritain protagonizó una serie de gestos que evidenciaban la emergencia de una nueva sensibilidad, que abriría una profunda grieta en el catolicismo. Participó en la reunión del PEN Club y condenó a los regímenes racistas. En las conferencias dictadas en el marco de los Cursos de Cultura Católica destacó los valores positivos de la modernidad, en especial, la conciencia de los derechos individuales. Finalmente aceptó la invitación para dictar una charla sobre el antisemitismo en la Asociación Hebraica de Buenos Aires, lo que colmó la paciencia de sus huéspedes. La prensa nacionalista más radicalizada cargó contra Maritain, desde las mismas páginas que había celebrado su arribo. La polémica se extendió a CRITERIO, que se convirtió en el escenario de un extenso debate en el que participaron figuras del catolicismo local y donde el mismo Maritain escribió sus réplicas. El centro de la discusión era el papel que los católicos, carentes de un programa político propio, debían jugar respecto de las organizaciones fascistas. Eso incluía, en forma urgente, el caso español. Los católicos nacionalistas sostenían que, si efectivamente las críticas al liberalismo y al estado “ateo” que éste había creado a fines del siglo XIX eran legítimas, también era legítimo emplear todas las herramientas disponibles para derrotarlo. Eso habilitaba la colaboración con las fuerzas de la nueva derecha europea, que eran, en palabras del joven sacerdote Julio Meinvielle, una fuerza, como un martillo o una piedra. Luego le correspondería al catolicismo domar a ese potro desbocado que sería un instrumento útil para destruir, y se vería si seguiría siendo funcional a la hora de construir una sociedad integralmente cristiana.
Maritain se inclinaba, según Meinvielle, por la España “comunoide”, era “demasiado escrupuloso” y creía que era lo mismo el “terror rojo” que “cierto terror impuesto por la autoridad pública contra los perturbadores del orden social a fin de impedir los actos de traición, o el terror de los bombardeos militares que si destruyen una ciudad es por una necesidad de orden militar en vista del bien común de la nación” (1).
Un grupo de figuras del catolicismo argentino y uruguayo defendieron a Maritain. Entre ellas se destacaba su discípulo dilecto, Rafael Pividal, y el joven Manuel Ordoñez, así como los uruguayos Dardo Regules, Ignacio Zorrilla de San Martín y Horacio Terra Aroncena. Quien también defendió a Maritain fue el padre Leonardo Castellani, alineado, en otros aspectos, con los nacionalistas. La posición de Franceschi fue ambigua. Si bien no adhería a las críticas de Meinvielle, tampoco compartía la neutralidad de Maritain. Para el sacerdote, Franco era menos fascista de los que Maritain suponía y, en definitiva, el modelo de sociedad que construiría si ganaba la guerra era bastante similar al que Maritain estaba proponiendo. O por lo menos eso creía Franceschi.
Un segundo debate se produjo en 1949, en plena posguerra. El catolicismo argentino había recorrido un largo camino. Durante la Segunda Guerra mundial, sus filas se dividieron respecto del bando que había que apoyar. Siguiendo la neutralidad papal, los nacionalistas que simpatizaban con el Eje consideraban anticristiano apoyar a una alianza entre el imperialismo protestante –representando por los Estados Unidos e Inglaterra– y el mal encarnado, es decir, la Unión Soviética. Del otro lado, los seguidores de Maritain apoyaron a los aliados, con duras consecuencias debido a la rígida oposición de la jerarquía local a tomar posición publica a favor de algunos de los bandos.
Cuando la guerra terminó, una ola democratizadora recorrió Occidente. El papa Pío XII debió reconocer en su famoso discurso de Navidad de 1944 que “no está prohibido el preferir gobiernos moderados de forma popular”. Tan tibia declaración fue suficiente para que Franceschi comprendiera la nueva dirección de Roma. La figura de Maritain –tan vilipendiada durante la guerra, por su oposición al régimen de Vichy– se agrandaba en la posguerra. Sin embargo, el apoyo que el filósofo francés brindaba a una sociedad pluralista y democrática iba a contramano de la teología maniquea del padre Meinvielle, figura consagrada entre los católicos nacionalistas. En 1945 el sacerdote argentino publicó De Lamennais a Maritain. El título era significativo, aunque no original: desde sus primeros cuestionamientos, Meinvielle intentó inscribir la filosofía de Maritain en el recorrido de la “herejía” del catolicismo liberal, que tendría como padre a Lamennais en el siglo XIX. El libro de Meinvielle fue profusamente distribuido en el Vaticano, en donde Maritain fungía como embajador de la República francesa. A diferencia de sus detractores, Franceschi asumía que el nombramiento de Maritain implicaba necesariamente, si no una aceptación por parte del Vaticano de las ideas del filósofo, por lo menos un “no rechazo” de sus propuestas. “Jefe intelectual de un grupo importantísimo. Discutido en público por quienes no piensan como él, sea considerado persona grata por la Santa Sede, lo que implica no sólo aceptación de la persona, sino también al menos la no reprobación de su actitud” (2).
La polémica se instaló nuevamente en las páginas de CRITERIO, pero a diferencia de 1936, Franceschi y Meinvielle se enfrentaron en torno a Maritain. En 1945, cuando Meinvielle dirigía la revista Nuestro Tiempo, mostró sus diferencias con el director de CRITERIO por la excesiva algarabía con que celebró la caída de Mussolini. Para los hombres de la revista nacionalista, el principio de la igualdad, como también “los derechos de la persona humana”, eran enarbolados “por los hombres pusilánimes asociados en ese fenómeno social monstruoso que se denomina democracia liberal”. Por eso, “El derrumbe de ese ‘magnánimo’, de este hombre con misión creadora, de este elegido de la natura, para gobernar hombres, ha provocado el regocijo eufórico de los pusilánimes”. Necesariamente Franceschi estaba entre “aquellos para quienes vivir es seguir la corriente y estar bien” ya que era citado por haber afirmado que el fascismo había caído “por su propia consubstancial insuficiencia”. “La historia dirá”, suponía el articulista, “quién tenía razón”, si ese “gran caído” o “esas manadas de pusilánimes embriagados hoy por una euforia insensata” (3).
Pero la polémica a campo abierto no estallaría sino hasta 1949. El primer artículo apareció en la revista Presencia, que dirigía Meinvielle, y allí se comentaba el último libro del padre Julio Jiménez, sacerdote jesuita seguidor de Maritain. En la reseña, Meinvielle se despachaba afirmando que el peor error doctrinario de Maritain (defendido por Jiménez) era salirse de la tradición de tolerancia de la Iglesia, afirmando que el derecho “al error” era “natural e inalienable” (4). En su contestación, Jiménez utilizó a CRITERIO como grada. Defendía las afirmaciones de Maritain mostrando que Meinvielle era un “integrista”, incapaz de comprender (por sus limitaciones) la sutileza de su pensamiento. Sostenía que Maritain hablaba de un derecho natural “no respecto de Dios, sino respecto a la autoridad civil”, y en ese caso “el hombre es libre de decidir su actitud religiosa bajo su propia responsabilidad, y que su libertad de conciencia […] es un derecho natural”. Tomando en cuenta las “situaciones reales”, afirmaba que si bien la Iglesia no había cambiado su doctrina respecto a la tolerancia, la había iluminado con el paso del tiempo: “La Iglesia no es sólo conservadora, también progresa” afirmaba el jesuita (5). CRITERIO, dirigida circunstancialmente por el presbítero Luis Capriotti en los números en que se desarrolló la polémica, se mostró en extremo solidaria con el defensor de Maritain. Las aclaraciones que acompañaban las cartas respectivas rebosaban de reconocimientos para el filósofo francés, y por si esto fuera poco, se insertaron réplicas indirectas al argumento de Meinvielle.
La última escena se produjo casi veinte años después. En 1966 el gobierno dictatorial de Juan Carlos Onganía intervino las universidades nacionales, incluida la de Buenos Aires, a pesar de que su rector, Hilario Fernández Long, había llegado a su cargo gracias al apoyo del humanismo universitario, una agrupación fundada por seguidores de Maritain a principios de los años cincuenta. En 1965 había concluido la última sesión del Concilio Vaticano II. A partir de allí se abrieron los años más conflictivos en la cultura católica. Una serie de batallas –en las que se enfrentaron laicos, sacerdotes y obispos, con reclamos que llegaron al mismo Paulo VI–cruzaron el firmamento religioso, y llegaron a la primera plana de los semanarios de actualidad. Estos debates, en CRITERIO, tenían un sabor distinto. La para ese entonces cuarentona revista estaba dirigida por Jorge Mejía, uno de los impulsores de la reforma conciliar, que participó como perito en sus sesiones. CRITERIO se convirtió, en esos años, en el medio de difusión de las líneas renovadoras, impulsora de un cambio que tenía a los laicos como protagonistas.
En julio de 1966, luego de la “noche de los bastones largos”, distintos miembros de la carrera de Sociología de la Universidad Católica Argentina, encabezados por su director, José Enrique Miguens, se solidarizaron con la UBA y repudiaron “la violencia que fue utilizada contra la Universidad Nacional de Buenos Aires, violencia que niega los derechos fundamentales de la persona y dignidad humana” (6). La respuesta de su rector, el filósofo Octavio Nicolás Derisi, no se hizo esperar. Frente a la intervención de las universidades nacionales, el Consejo Superior de la UCA hacía “votos para que la nueva organización de la Universidad les permita el reencuentro con la gran tradición nacional y cristiana”. Al mismo tiempo, Derisi intentó que los docentes y alumnos que se habían declarado en contra de la intervención se retractasen. Al no lograrlo, el rectorado decidió suspender por cinco días a los alumnos y amonestar a los docentes. Posteriormente, la tensa y conflictiva relación entre el rector y los alumnos llevó a la expulsión de Eduardo Saguier, Enrique Amadasi y Juan José Llach. La renuncia de 24 docentes de Sociología y del director del departamento, José Enrique Miguens, fue la respuesta a las sanciones impuestas a los alumnos, y al clima de hostilidad y persecución estimulado por el rectorado. La sede donde funcionaba la carrera llegó a ser rodeada por fuerzas de la policía para evitar “actos de vandalismo”. La crisis llegó a las páginas de CRITERIO. En el primer número de 1967, el padre Rafael Braun sostenía:
Es sumamente doloroso comprobar la ignorancia que reina en ciertos medios acerca de lo que es la sociología como ciencia experimental -sus principios, sus métodos, su valor y sus límites-. La ignorancia siempre ha sido fuente de pasiones y prejuicios, y víctimas de ellos han sucumbido en los últimos seis meses dos departamentos de Sociología -en la Universidad nacional de Buenos Aires y en la UCA- … (7)
Derisi y el profesor Roberto Devoto, a través de una carta de lectores en la revista, rechazaban las acusaciones. El primero afirmaba que “el padre Braun no tiene autoridad para tratar de ignorantes en materia sociológica a más de quince profesores eminentes que forman el Consejo Superior” (…). “La libertad de los profesores en cuanto profesores es para sus cátedras, no para manifestaciones de índole política o de otra especie…”. Apoyando explícitamente la obra del gobierno de Onganía en materia universitaria, Derisi concluía:
Es lamentable que, mientras gobiernos de América Latina -después de la dolorosa experiencia de 50 años- buscan liberar sus Universidades de la ‘política universitaria’, para orientarla a sus fines específicos de investigación y docencia, haya quienes quieran conducir a la Universidad Católica […] por caminos que conducen inevitablemente a ella. (8)
Muchos de los docentes de Sociología renunciantes de la UCA se trasladaron a la Universidad del Salvador. Allí, un clima más distendido y un ámbito más permeable a las innovaciones científicas permitiría en los siguientes años el acelerado progreso de la sociología religiosa, así como la rápida politización, por distintas vías, del discurso de los intelectuales católicos.
Estas tres estampas, relatadas en forma sucinta, muestran que la cultura católica del siglo XX –al igual que otras– estuvo marcada por el conflicto. Exhiben tres momentos sintomáticos de su transformación: el catolicismo “triunfante” de la entreguerras; el surgimiento del humanismo cristiano en los años de 1940 y 1950; y la convulsionada etapa conciliar y posconciliar. En cada caso, lejos de una idealizada homogeneidad, el laicado y los sacerdotes encontraron en las páginas de CRITERIO una tribuna de debate. Jugó un destacado papel en el proceso de transformación de la cultura católica, convirtiéndose en una pieza central en la constitución de una opinión pública. La esencia de la democracia moderna –a decir de Claude Lefort–, la ausencia de una verdad, se filtró también a través de los debates en la cultura católica. En cada una de estas disputas se cuestionaba indirectamente el monopolio sobre la verdad. ¿Quién tenía derecho a fijar la posición de los cristianos frente a los diferentes regímenes políticos? ¿Quién interpretaba más fielmente la doctrina, quién la teología? ¿Qué filosofía se apartaba menos de la ortodoxia? ¿Quién era la iglesia y quién hablaba en su nombre? Que existieran estos debates era síntoma de que la respuesta no era unánime. Al igual que otras monarquías, la de la Iglesia también debía abrirse a la democratización. Si ese proyecto se concretó o no, si las estructuras verticalistas fueron apuntaladas o abandonadas por los laicos, será tema de otra discusión. Lo cierto es que la forma en que ese poder se ejercía debió cambiar para seguir siendo eficiente. En términos de la socióloga Danièlle Hervieu-Léger, se produjo un cambio en la forma de la validación religiosa que dejó de apoyarse exclusivamente en una instancia de autoridad. Las polémicas en CRITERIO fueron expresión de ese proceso, en un siglo en que los cristianos buscaron desesperadamente comprender al hombre moderno, y que, tal vez sin quererlo, se modernizaron al hacerlo.
El autor es Doctor en Historia e investigador de CONICET, especializado en cultura intelectual católica.
NOTAS
[1] Julio Meinvielle, “Los desvaríos de Maritain”, Criterio, Nº 488, 8 de julio de 1937, p. 227-228.
[2] Gustavo Franceschi, “Jacques Maritain, embajador ante la Santa Sede”, Criterio, Nº 885, 1 de marzo de 1945, pp. 161-169.
[3] “Euforia de pusilánimes”, Nuestro Tiempo, Nº 33, mayo de 1945, p. 66.
[4] Julio Meinvielle, “Respuesta al P. Jiménez”, Criterio, Nº 1092, 26 de mayo de 1949, p. 269.
[5] Julio Jiménez, “Nueva rectificación al Sr. Meinvielle”, Criterio, Nº 1092, 26 de mayo de 1949, pp.
295-304.
[6] Gregorio Selser, El Onganiato, Buenos Aires, Hispamerica, 1973, Vol. I, p. 249.
[7] Rafael Braun, «Crisis en la Universidad Católica Argentina», Criterio, Nº1515-16, 19 de enero de 1967, p. 43.
[8] Carta de Octavio N. Derisi, Criterio, Nº 1517, 9 de febrero de 1967, p. 93.